1. Introducción
Acusar a alguien de terrorista, hecho relativamente frecuente en nuestras sociedades, es algo muy serio. El terrorismo .practíquelo quien lo practique: individuo, grupo, gobierno o estado. es una actividad criminal, ya adoptemos la razón moral, ya nos basemos en la razón legal. De la comisión de un acto terrorista se han de derivar, por tanto, valoraciones éticas y juicios legales. Una acusación de terrorismo, dado que atañe a tal objeto, acarrea consigo una importante carga moral. Así, una acusación de este tipo, cuando es inmerecida, en el contexto de la cotidianidad y fuera del marco institucional jurídico (que tiene sus propios efectos estatuidos), constituye un acto de habla cuyo efecto perlocutivo más inmediato es degradar a quien se acusa mediante una equiparación inequitativa, vilipendiarlo por el mero de hecho de identificarlo con criminales. Ocurre que algunos que ostentan una voz privilegiada en el discurso público (principalmente entre los políticos y los periodistas) realizan acusaciones de terrorismo sobre la base de argumentaciones erróneas o falaces, aquí denominadas falacias ad terrorem: una subespecie de secundum quid o generalización de una afirmación a partir de datos no suficientes o representativos. Valga un ejemplo por adelantado, tan hipotético como de uso corriente. Los dirigentes de un país cualquiera, ante protestas violentas en las calles, despertadas por algún tipo de frustración social, económica o cultural, declaran: “Son unos terroristas”.
La falacia ad terrorem .para cuyo análisis se empleará el modelo estructural de Toulmin y el enfoque pragmadialéctico de Van Eemeren y Grootendorst. consiste en afirmar que alguien es terrorista o se comporta como tal a partir de la mención de acciones habitualmente delictivas (algaradas callejeras, coacciones, vandalismo, etc.) pero siempre insuficientes, pues el terrorismo es un crimen cualitativamente complejo, en que han de concurrir, para su calificación cabal, factores diversos en cooperación. Mediante ejemplos tomados de España, Túnez y Venezuela .aunque se dan y surgen sin cesar a lo largo y ancho de todo el mundo., este artículo arriba a la conclusión de que el terrorismo se ha convertido en un reservorio simbólico al que se acude en busca de estrategias retóricas de denigración y estigmatización. Esto es así porque el terrorismo, entendido en su manifestación contemporánea .desde su nacimiento en el siglo xix al calor de los movimientos anarquistas., se ha integrado en el imaginario de nuestras democracias y se ha instilado en las discusiones críticas, cuyo único objetivo habría de ser el de resolver una disputa y hallar un acuerdo. Quienes cometen la ligereza de acusar de terrorismo sobre bases argumentales débiles pueden no creer honradamente que tales acusados sean terroristas, pero muestran que lo creen para hacer recaer sobre quien acusan el oprobio de la criminalidad.
Este es el asunto que, por medio de un aparato teórico de la Teoría de la argumentación, este artículo analiza y evalúa.
2. Claves estructurales de un argumento falaz y definición de terrorismo
En 1958, Joseph Toulmin enunció un modelo de análisis y evaluación de los argumentos que se ha convertido en un fundamento ineludible de la Teoría de la Argumentación. Se trata de un esquema que concibe los argumentos como productos,1 estructuras acabadas compuestas por seis elementos: conclusión, datos, garantía, modalizador, excepción y respaldo (Toulmin, 2003: 129-45). Cuando hacemos una afirmación desnuda, adquirimos la responsabilidad discursiva de justificarla mediante algo más. A este elemento agregado Toulmin lo llama los datos, tradicionalmente conocidos como premisas. Cabe la posibilidad, sin embargo, de que nuestro interlocutor nos demande, para aceptar tal afirmación, algo distinto de los datos. Es decir, una información no factual que acredite el paso de los datos a la conclusión. En el argumento “Iñaki de Juana Chaos cometió asesinatos en nombre de ETA, luego es culpable de terrorismo”,2 la afirmación “es culpable de terrorismo” ha sido justificada mediante los datos que la preceden. No obstante, si alguien reclama algo más que estos datos, o, más bien, algo distinto (pues podrían aportársele más datos, que se sumaran a los anteriores, sin producir más que una modificación cuantitativa: participó en banda armada, extorsionó, etc.), porque le parece que el paso entre los datos y la conclusión debe estar legitimado, se puede aducir la siguiente ley: “Quienes cometen actos de terrorismo, entendidos estos como asesinatos, extorsiones y secuestros encaminados a la consecución de objetivos políticos, sociales y/o ideológicos, son terroristas”. Este tipo de enunciado, que Toulmin denomina garantía, ostenta el carácter de ‘ley’ en términos argumentativos: es decir, en el sentido de regla invariable y aplicable a todos los argumentos de este mismo tipo. Si, a su vez, alguien impugna esta ley de paso, habrá de aportarse algo que la fundamente, una ley (entendida ya como precepto jurídico) recogida en el Registro Penal aprobado por las Cortes que acredite unas conclusiones como aquellas, que acredite legalmente que tales actos son constitutivos de terrorismo. Este elemento, en el modelo de Toulmin, recibe el nombre de respaldo. En un argumento corriente, tanto los datos como la conclusión son patentes desde el punto de vista lingüístico, pero la garantía, siempre presente pero normalmente implícita, se extrae según surja la necesidad de una mayor fundamentación. Adviértase que, pese a no incluir expresamente el carácter pragmático de la argumentación, limitación que señalan autores como Van Eemeren y Grootendorst,3 la forma en que Toulmin enuncia su modelo refleja la dinámica de una interacción: “Supongamos que hemos hecho una aseveración, comprometiéndonos, como consecuencia, con la afirmación que cualquier aserto necesariamente conlleva. Si se pone en duda tal afirmación, debemos ser capaces de apoyarla, esto es, de probarla y demostrar Van Eemeren y Grootendorst señalan que el modelo de Toulmin es únicamente un sistema para la descripción del producto o resultado argumentativo, lo que estiman una limitación, pues no considera el intercambio dialéctico y argumentativo: “Al trabajar con argumentos aislados, dejando de lado los aspectos pragmáticos del contexto verbal y no verbal del evento del habla en que ocurren, Toulmin y Perelman tienen menos que ofrecer al estudio de la argumentación, como alternativa a la lógica informal, de lo que ellos pretenden” (2002: 24) que está justificada.” (Toulmin, 2011: 132). Es decir, que, entendida tal afirmación como conclusión, los datos y la garantía (e incluso el respaldo) se convocan a demanda –tácita o no– del interlocutor cuya adhesión se pretende.
La estructura básica de un argumento, apoyada en una ley de paso responsable de la ilación entre premisas y conclusión, servirá para adoptar un concepto de falacia que explique las manipulaciones argumentativas en el discurso sobre terrorismo. Para la tradición lógico-aristotélica: “El argumento A es una falacia si y solo si A es un mal argumento pero A parece un buen argumento” (Pereda, 2011: 253). Ahora bien, la dificultad reside en determinar la ubicación y la índole del error que hace de una falacia un mal argumento. Señala Montserrat Bordes Solana que es precisamente en la conexión inferencial donde reside el error que convierte a un argumento en falaz: “Falacia es un argumento (…) que contiene un error inferencial por violar uno o más criterios de la buena argumentación” (2011: 137). Estos criterios, basados en el Principio de Cooperación de H. P. Grice, son para la autora la claridad, la relevancia y la suficiencia, y permiten establecer una clasificación de las falacias muy comprensiva. No obstante, no interesa aquí tanto determinar el tipo de criterio que se viola en la falacia ad terrorem, cuanto iluminar la vinculación entre el error argumentativo y la definición de terrorismo. Así pues, conciliando la concepción aristotélica con la aproximación de la lógica informal de Bordes Solana podría concebirse una falacia como un argumento que parece bueno pero que contiene un error en la garantía, es decir, en el paso de los datos a la conclusión. Ya que la garantía sólo se explicita a petición del interlocutor –cuando a éste, para la aceptación de la conclusión, no satisfacen meros datos–, una falacia no se revela como tal hasta que la ley de paso sea convocada como refuerzo.
Por otra parte, aun de aplicación general, la garantía no es una ley indisputable, “sino que está ligada a la ideología y a áreas semánticas precisas” (Lo Cascio, 1998: 124). Es decir, que la regla que permite establecer la inferencia de los datos a la conclusión está configurada por factores ideológicos, sociales, culturales, económicos, partidistas e incluso personales. En el argumento propuesto, “Iñaki de Juana Chaos cometió asesinatos en nombre de ETA, luego es culpable de terrorismo”, la garantía aducida más arriba no es de hecho compartida por los propios etarras, sus simpatizantes y muchos de quienes se sienten próximos al mundo abertzale.4 La conclusión “es culpable de terrorismo” no es aceptada por estos grupos no porque rechacen los datos (puesto que, es más, los reivindican), sino porque rechazan la conexión entre los datos y la conclusión, esto es, la ley general: “Quienes cometen asesinatos en nombre de ETA son terroristas”. Para ellos, esta garantía, cuya forma enunciativa constituye una definición, está dictada por un estado cuya legitimidad no acatan. Se trata, por consiguiente, aparte de un asunto legal, de un problema argumentativo que tiene repercusiones morales. Argumentos del tipo “X es terrorista porque hace esto”, se basan en reglas del tipo “Quien hace estas cosas es un terrorista”. De hecho, uno de los principales problemas a los que se enfrentan los Estudios de terrorismo es hallar una definición precisa, abarcadora y generalmente aceptada. Y si, como señalo, la garantía que conecta un argumento del tipo “X es un terrorista porque A” constituye de hecho una definición, uno de los principales desafíos de tales estudios será hallar una inferencia que no suscite impugnaciones.
Lo más notable de la falacia ad terrorem es que esconde una definición no argumentativa de terrorismo. Entendemos por definición la identificación de dos elementos, pero, siguiendo a Chaïm Perelman, solo diremos que una definición es argumentativa cuando a “esta identificación de seres, de acontecimientos o de conceptos no se la considere del todo arbitraria ni evidente, es decir, cuando dé lugar a una justificación argumentativa” (1989: 328). Dada la controversia que genera la conceptualización del terrorismo, propugnar una definición no argumentativa (arbitraria e incuestionada) es un recurso dialéctico desviado –una falacia–, que trata de imponer subrepticiamente un concepto que aún no ha logrado el consenso,5 y para cuya consecución, cuando menos, precisamos de la evidencia y la claridad.
El propósito de este artículo no es formular una definición incontrovertible (puesto que esto sería incurrir de nuevo en una definición no argumentativa), sino mostrar cómo la comisión de la falacia ad terrorem se origina en la acomodación constante de la definición de terrorismo a intereses ideológicos coyunturales. Aristóteles, en sus Refutaciones sofísticas, del libro Órganon, señala que, de manera igual a como ocurre en los argumentos rectos, que se ocupan de infinitas cosas, “también las falsas refutaciones [falacias] se darán igualmente en infinitas cosas: pues con arreglo a cada técnica hay un razonamiento falso, v. g.: en geometría el geométrico y en la medicina el médico” (1982: 330).
Pues bien, cabe agregar, para el campo del terrorismo, el falso argumento ad terrorem. La observación del estagirita nos indica que para comprender cómo funciona esta falacia no basta con revelar sus deficiencias lógicas, analizándola solo desde el punto de vista de la Teoría de la argumentación: es preciso aproximarse al concepto de terrorismo. Las definiciones de terrorismo son muchas y variadas. Ángela Thurmond reconoce que razones de interés político y emocional dificultan la fijación (2010: 8). Francisco Alonso Fernández pergeña una que abarca tanto el terrorismo tradicional como el terrorismo de estado. Para él, terrorismo es: “toda actividad criminal organizada que produce actos de violencia física con miras a intimidar a un sector de la población, con la finalidad de obtener ventajas políticas, económicas, religiosas y/o nacionalistas” (2002: 31). Paul Gilbert explica que las definiciones que permiten calificar el fenómeno de moralmente perverso tienen dos orientaciones. Por un lado, aquellas que lo repudian no porque produzca terror –pues el terror se da en la guerra– sino porque lo produce sin legitimidad jurídica: “A esta crítica, los llamados terroristas replican típicamente que el estado al que se oponen ha perdido autoridad” (2008: 1088). Y, por otro lado, aquellas aproximaciones que lo califican de moralmente perverso “por el mismo tipo de razones que califican de moralmente perverso cualquier crimen violento” (Gilbert, 2008: 1089). Stephen Nathanson, aplicándole una evaluación moral rigurosa, dice: “we define «terrorism» as always involving the intentional killing and injuring innocent people, and accept the belief that intentionally killing innocent people is always wrong” (2010: 34). Aparte de los intereses ideológicos, dificulta la definición de terrorismo la enorme variedad sociológica de sus miembros, que impide reducirlos a un determinado estrato social (Laqueur, 2003: 126), o a un determinado sector de la sociedad: el terrorismo de estado procede, precisamente, de las instituciones que detentan, o incluso ostentan legítimamente, el poder. Es el terrorismo de estado el que, muchas veces, invierte la carga de la prueba y comete la falacia ad terrorem, acusando a quienes se le oponen de aquello que el mismo estado acusador practica.
3. Falacia ad terrorem: inconsistencias lógicas y pragmáticas
Fue Leo Strauss quien primero habló de reductio ad hitlerum (1951: 206), como una variante de la reducción al absurdo. Se trata de un error argumental muy semejante a la falacia que analizo aquí, consistente en calificar de nazi a nuestro interlocutor. Aunque puede interpretarse de varias formas,6 se trata de una asimilación precipitada tradicionalmente conocida como secundum quid o falacia por generalización precipitada. Sigue un esquema del tipo “A Hitler le gustaban los gatos. A Pedro le gustan los gatos. Pedro es como Hitler”. Es asimismo una falacia por asociación, que cabe dentro de lo que Bordes Solana llama falacias por inducción: “consisten en generalizar a partir de muestras que no satisfacen las condiciones de suficiencia y/o representatividad” (2011: 261). La suficiencia es uno de los criterios que H. P. Grice formula en su reglamento conversacional, y se refiere a la cantidad de información justa –ni escasa ni excesiva– que debe aportarse al intercambio comunicativo en el que se quiere cooperar (516).7 Así, la conclusión “Pedro es como Hitler” se basa en un único dato, “A Pedro le gustan los gatos”, cuando debería haberse inferido de una cantidad mayor de premisas. Asimismo, un enunciado del tipo “Los terroristas han quemado comercios. Pedro ha quemado comercios. Pedro es un terrorista” contiene una conclusión inferida mediante una inducción apresurada, puesto que formula un juicio sobre un único dato. Tales inducciones se basan en leyes de paso, garantías, del tipo: “Aquellos a quienes les gustan los gatos son nazis” y “Quienes queman comercios son terroristas”.
Para completar el concepto de falacia ad terrorem conviene acudir al enfoque de Frans Van Eemeren y Rob Grootendorst: “En nuestra teoría pragmadialéctica la argumentación es descrita como un acto de habla complejo cuyo propósito es contribuir a la resolución de una diferencia de opinión o disputa” (2002: 29). Para los autores, incluso los discursos monológicos contienen un dialogismo implícito: “el discurso argumentativo puede ser analizado dialécticamente, incluso si se trata de un texto discursivo que, a primera vista, parece ser un monólogo (2002: 63). Así, cuando alguien dice “Quienes acosan a los políticos a la salida de sus domicilios son terroristas”, está de facto asumiendo que puede haber una diferencia de opinión acerca de que esta conducta acredite tal calificación, e incluso puede estar suscitando tal disenso con sus palabras. Cuatro son las máximas que Grice, conformadoras del Principio de Cooperación: cantidad, veracidad, relevancia y claridad (1995: 516 y sigs.). Según esta perspectiva, la falacia existe siempre y cuando exista la discusión, una de cuyas reglas se está violando. Van Eemeren y Grootendorst establecen diez reglas que gobiernan la argumentación y por cuya infracción se generan las falacias. La séptima de ellas, cuya inobservancia interesa para el estudio que este artículo desarrolla, dice así: “Una parte no puede considerar que un punto de vista ha sido defendido concluyentemente si la defensa no se ha llevado a cabo por medio de un esquema argumentativo que se haya aplicado correctamente” (2006: 138). Aunque su libro fundamental se inicia con una crítica al modelo teórico de Toulmin (2002: 24), el concepto de esquema argumentativo en estos autores equivale al de garantía: “una manera más o menos convencionalizada de representar una relación entre lo que se afirma en el argumento [los datos] y lo que se afirma en el punto de vista [la conclusión]” (2002: 116). Además, los esquemas argumentativos “son marcos de referencia abstractos que pueden tener un número infinito de instancias de sustitución” (2002: 117). La cualidad de abstracción es propia de una definición, en el sentido que se ocupa de una noción y no de una ocurrencia particular. En nuestro caso, las definiciones de terrorismo constituyen, en efecto, marcos de referencia abstractos a los que acudir para determinar si un acto concreto le es o no asimilable; y su posibilidad de ser sustituidas alude a su naturaleza controvertible y refutable, al hecho de que no hemos llegado hasta ahora a una definición irrebatible, bien porque no exista, bien porque, de existir, su aceptación chocaría con el sinnúmero de intereses ideológicos que participan del fenómeno. Pues bien, si bien podemos aceptar la legitimidad de una garantía como “Quien hace X es un terrorista”, su uso es inadecuado porque viola la regla 7 de la buena argumentación, tal como la formulan estos autores, ya que “el uso correcto de este esquema requiere de observaciones que sean representativas y suficientes; de lo contrario, se comete la falacia conocida como secundum quid (generalización apresurada)” (2006: 184). En suma, puede observarse que, tanto desde un punto de vista meramente lógico, como desde la perspectiva pragmadialéctica, nos hallamos ante una falacia para cuya comprensión y evaluación es preciso revelar la conexión en la que se basa, es decir, la definición de terrorismo que la sustenta.
4. Falacia ad terrorem y definición ideológica
Del étimo latino fallacia procede la connotación negativa que siempre se le ha atribuido al término ‘falacia’, entendida como una forma de engaño8. Recuérdese que Aristóteles entiende por falacias las “refutaciones aparentes, que son en realidad razonamientos desviados y no refutaciones (1982: 309). Despojar a una falacia de su engañosa apariencia consiste en exponer la garantía o el esquema argumentativo cuya función es conectar el punto de vista con su justificación. No huelga insistir en que la dimensión moral es insoslayable en los estudios de terrorismo, de modo que cualquier evaluación de la falacia ad terrorem deberá contener un juicio moral. De hecho, no es extraño que este tipo de falacia por generalización abunde en el discurso sobre terrorismo, pues como señala Charles Hamblin, al hablar de secundum quid, “[this] fallacy seem[s] ideally suited to bolster any preconceived notion anyone may happen to have” (1970: 30). Más en general, dicen Van Eemeren y Grootendorst: “En argumentaciones en que hay consideraciones o principios morales involucrados, explicitar las premisas implícitas puede resultar a veces revelador” (2002: 162).9 Revelador, entiéndase, de las responsabilidades morales que contraen los argumentadores tanto sobre lo que dicen como sobre lo que implican. Y es que implicar un contenido sin expresarlo a las claras no exime de contraer con él una deuda argumentativa. Así, cuando
Falacia ad terrorem en el discurso público sobre terrorismo alguien profiere un enunciado del tipo “Pedro es un terrorista” se está comprometiendo con la definición que la sustenta: “Aquellos que queman comercios son terroristas”. En términos pragmáticos, tras un acto de habla asertivo se esconde otro cuyo compromiso es más arriesgado: definir algo supone discriminar entre una generalidad y equiparar dos realidades cuya similitud hay que tener el coraje de extraer de un mundo muy complejo.
Quien comete una falacia ad terrorem, no obstante su compromiso encubierto, está amparado por la implicitud de la garantía. No hay en su expresión nada que nos dé derecho a atribuirle tal definición. Es más, él podría rechazarla y comprometerse exclusivamente con la aserción .“Pedro es un terrorista”., pese a la incoherencia argumentativa que ello supone. Por tal razón, para la atribución de la garantía en los tres ejemplos que analizo me atengo a dos conceptos formulados por Van Eemeren y Grootendorst: el mínimo lógico y el óptimo pragmático. “El mínimo lógico es la premisa que consiste en una oración «si… entonces», cuyo antecedente es la premisa implícita y cuyo consecuente es la conclusión del argumento explícito” (2002: 84). En una acusación explícita del tipo “Pedro es un terrorista” puede implicarse el siguiente mínimo lógico: “Si Pedro quema un comercio, entonces Pedro es un terrorista”. Pero este mínimo no basta para imputar la responsabilidad argumentativa de proferir una definición como la que vengo señalando. Para ello recurrimos al óptimo pragmático que “En la mayoría de los casos, se trata de generalizar el mínimo lógico, haciéndolo tan informativo como sea posible sin adscribirle al hablante compromisos no garantizados” (2002: 85). Es decir, sin generalizamos la atribución particular del mínimo lógico, tenemos “Si una persona quema un comercio, tal persona es un terrorista”, y generalizándolo aún un poco más, “Quienes queman comercios son terroristas”. Como señalan los autores, el óptimo pragmático no debe excederse en la atribución de un contenido implícito cuyo compromiso no esté garantizado, pero ocurre que quien comete una falacia ad terrorem evitará comprometerse con cualquier óptimo pragmático por moderada que sea la atribución: por lo común, rehuirá comprometerse con una definición de terrorismo ad hoc, la más frecuente en estos casos. Y esto ocurrirá siempre y cuando no haga gala de una honradez intelectual poco habitual en el discurso público sobre terrorismo, pues nadie asumiría una definición que dijera, por ejemplo, “Quienes protestan en las calles son terroristas”.
Esta renuencia existe porque tales enunciados escondidos son definiciones no argumentativas de corte ideológico. No argumentativas, si se tiene en cuenta lo que decía Perelman, porque la definición argumentativa demanda una justificación y no ha de fundarse en la arbitrariedad (1989: 328). Y de corte ideológico porque la ideología está codificada en la garantía de las falacias ad terrorem, es decir, la ideología está codificada en las definiciones sobre terrorismo, por cuya razón, quien las comete está expresando, aunque sea codificada e implícitamente, su ideología. Tal como Olivier Reboul la entiende, la ideología es un código específico que ejerce una coacción sobre el lenguaje (1980: 11). Este subcódigo –subyacente al código lingüístico– es un tipo de discurso sobre el que Reboul formula dos postulados, a partir de las seis funciones del lenguaje de Jakobson.10 El primero dice: “Postulo [que el discurso ideológico] no cumple una función específica, sino una manera específica de cumplir las seis funciones. Se sirve de ellas para justificar un poder” (1980: 50); y el segundo de ellos dice: “la disimulación ideológica implica el camuflaje de una función del lenguaje por otra” (1980: 52). Es decir, que unas funciones, aparentes, enmascaran otras cuya real intención es justificar el poder.11 En el discurso ideológico se da, por tanto, similar ocultación a la que hallamos en las falacias. Cuando alguien acusa a unos manifestantes diciendo: “Son terroristas” está, aparentemente, realizando la función lingüística referencial –está designando un referente, predicando un contenido de una realidad– pero esta oculta algo más. Pues, como viene aclarándose, tras estas palabras se esconde una definición sobre terrorismo, y una definición da cumplimiento a la función metalingüística, según la cual el lenguaje es capaz de hablar sobre sí mismo. Esta función se halla, dígase así, en un primer plano de ocultación, porque aún hay más, ya que quien profiere una definición no argumentativa está obviando la necesidad de la justificación y está obliterando la discrepancia de quienes no opinan igual. En otras palabras, está cumpliendo una función conativa, de mando, está ejerciendo un poder. Visto así, quien comete una falacia ad terrorem, bajo dos máscaras de ocultamiento –la función referencial y la metalingüística– está de hecho asegurando el poder establecido de quien decide quiénes son terroristas y quiénes no, está legitimando el poder de quien tiene la potestad de criminalizar, estigmatizar o desautorizar. Porque esta es, lo defiende Reboul, la razón de existir del discurso ideológico: justificar un poder. Es importante advertir que quien comete una falacia ad terrorem no tiene que estar legitimando su propio poder. Cierto es que la mayoría de estos razonamientos desviados están en boca de dirigentes, pero dado el influjo de estos sobre la opinión pública y el alto riesgo de contagio retórico, suele ocurrir que cualquier persona comete una falacia de este tipo, y está justificando así un poder establecido por encima de él mismo, a cuyo servicio impagable se está poniendo. Y ello ocurrirá quiéralo o no, sea o no consciente de ello, puesto que siempre subyace la función conativa.
5. Evaluación de algunas falacias ad terrorem
En los tres ejemplos que a continuación analizo, son dirigentes quienes emplean argumentos desviados, y en los tres casos hay una necesidad evidente de apuntalar, mediante la falacia ad terrorem, un poder establecido. Es preciso advertir que los tres ejemplos analizados aquí son semejantes solo en virtud de su comisión de la misma falacia, pero en modo alguno deseo establecer una afinidad entre dirigentes cuya conciencia democrática es más que dispar.
El primero procede de la crisis económica mundial que estalló en 2008 y adquirió en España una dureza inusitada, una de cuyas aristas fue la crisis inmobiliaria. La ejecución de las hipotecas impagadas provocó más de 400.000 desahucios entre 2008 y 2012 (Muñiz, 2012: en línea). Sin embargo, el desalojo de la vivienda no garantizaba la exención de la devolución del préstamo. Es decir, que además de la entrega de la vivienda al banco, las familias debían afrontar el préstamo cuya imposibilidad de pago los había echado a la calle. Para luchar contra los desahucios nació la organización social “Plataforma Anti Hipotecas”, cuyo objetivo era la detención de los desahucios mediante manifestaciones, protestas y apoyo a las puertas de las viviendas de los deudores. Aparte, una de sus reclamaciones fue la dación en pago, una forma de cancelar la deuda con la entrega de la casa sin necesidad de seguir pagando el préstamo. Esta propuesta, que fue llevada al Congreso de los diputados mediante una Iniciativa Legislativa Popular, obtuvo sin embargo el rechazo de los escaños del Partido Popular, entonces en el partido del gobierno. Previa amenaza a los diputados, los activistas anti-hipotecas comenzaron a acosar en sus domicilios particulares a quienes consideraban responsables. Esta forma de presión ciudadana, que nació en Argentina en 1995, se conoce con el término ‘escrache’, y pronto suscitó las primeras reacciones. Cristina Cifuentes, Delegada del Gobierno en Madrid, aseguró en Televisión Española que los grupos anti-desahucios tenían “inquietudes filoetarras” (Cifuentes, 2013: en línea), y que estaban practicando una “lucha callejera hasta llegar casi a la kale borroka”12 (Cifuentes, 2013: en línea). Se trata de una forma de falacia ad terrorem, que equipara a los manifestantes anti-desahucios con los terroristas de ETA sobre la base de que ambos practican la coacción callejera, y que podría formularse así: “Los terroristas practican la coacción callejera. Los activistas anti-desahucios practican la coacción callejera. Los activistas anti-desahucios son equiparables a los terroristas”. Véase que se trata de una inducción precipitada a partir de datos insuficientes, porque si bien el terrorismo ejerce la coacción, también comete asesinatos, extorsiones, secuestros, etc., y el conjunto de todo ello es lo que sustenta una calificación de terrorismo. Al poco tiempo de la entrevista de Cristina Cifuentes, Dolores de Cospedal, a la sazón secretaria general del mismo partido, y hablando también del acoso a los políticos por motivo de los desahucios, cometió una falacia Secundum quid basada en una asociación distinta: “¿Pero qué es eso de tratar de violentar el voto? ¡Eso es nazismo puro!” (“Cospedal define”, 2013: en línea). Se trata de una evidente reductio ad hitlerum, que considera que solo en virtud del hecho de “violentar el voto” la acción de los escraches es equiparable o idéntica al régimen nazi. En ambos casos, si bien con términos de comparación distintos, se realizan generalizaciones apresuradas sobre la base de datos insuficientes. En la falacia ad terrorem del ejemplo se induce de un único dato .la coacción. la calificación de terrorismo, fenómeno de extraordinaria complejidad para cuya determinación han de concurrir diversos factores. Por otra parte, al pronunciarlas se surte el efecto ineluctable de ejercer la función conativa del lenguaje. Quienes sufren los escraches exhiben una legítima indignación, sí, puesto que la coacción del voto es indudablemente delictiva, pero al cometer la falacia ad terrorem están haciendo un servicio a un poder que no desea alteraciones en el statu quo de las leyes inmobiliarias. Sin conjeturar aquí sobre las verdaderas intenciones de ambas dirigentes, este efecto las supera como individuos y se produce por la acción soterrada de la ideología, subyacente a las palabras como un código en la sombra, un código coercitivo que cree que quien pretende alterar el sistema es un criminal, solo por el mero hecho de cambiarlo, aunque la reforma esté inspirada por objetivos de mayor justicia social.
Ejemplos semejantes pueden hallarse en los conflictos sociales desatados en Túnez en 2010 y en Venezuela en 2014. El 17 de diciembre de 2010, un joven tunecino llamado Mohamed Bouazizi se roció de combustible y se prendió fuego en la localidad de Zidi Bouzid. El joven Bouazizi, desempleado pero dueño de una formación académica superior, quiso protestar así contra las restricciones administrativas que se abatían sobre su puesto ambulante de frutas y verduras. La policía, al comprobar que no contaba con los permisos permitentes, había llegado a confiscarle su modesto medio de subsistencia. Bouazizi murió tres semanas después por las graves quemaduras que él mismo se había infligido. La cólera social que esta flagrante injusticia desató no solo acabó con el régimen dictatorial de Ben Alí, que llevaba veintisiete años detentando el poder, sino que se extendió por más de quince países árabes, derrocando tiranías (caso de Egipto o Libia) y haciendo temblar regímenes que hasta entonces habían vivido en una apacible impunidad (Marruecos, Jordania, Siria). La rebelión del pueblo de Túnez fue el detonante de una vasta revolución social que inició un cambio cualitativo en la sociedad árabe. Pues bien, Ben Alí, cuando aún consideraba que era posible aplacar la indignación del pueblo, dijo que las manifestaciones y los disturbios eran “actos terroristas imperdonables llevados a cabo por bandas de jóvenes gamberros enmascarados” (EFE, 2011: en línea). Todo régimen, en una primera fase de deslegitimación, trata de criminalizar los tumultos identificándolos con terroristas. Tomar el terrorismo como referente, como se viene defendiendo, es acudir a un paradigma cuya inmoralidad resulta universalmente irrebatida, de modo que a la estigmatización interna se agrega una etiqueta de validez internacional. Cuando Ben Alí llamó terroristas a los manifestantes, más aún que a su pueblo, se estaba dirigiendo a la comunidad internacional cuya censura trataba de conjurar por medio de la invocación a un enemigo común. La violencia callejera puede ser un rasgo más que configura el fenómeno de ciertos terrorismos, pero no es suficiente para imputar tal delito. La comisión de tan evidente falacia ad terrorem delató, por una parte, la naturaleza desviada de su argumentación y lo infundado de sus acusaciones. Y delató, por otra, su condición antidemocrática, al incurrir en una simplificación, porque las tiranías reducen las complejidades connaturales a toda democracia. Dictar e imponer es más sencillo, de ahí que este tipo de falacias por simplificación sean comunes en regímenes no democráticos. Además, al criminalizar un derecho fundamental .más aún cuando este se origina en una reacción contra un sistema él mismo criminal., Ben Alí reveló la existencia latente de su ideología totalitaria, cuyo discurso trata de justificar su mismo poder. En pocas palabras, cuando Ben Alí cometió esta falacia lo que perseguía era justificar su posición como dictador.
El último ejemplo procede de la República Bolivariana de Venezuela. Tras la muerte de Hugo Chávez, presidente del país hasta 2013, Nicolás Maduro, sucesor por voluntad de aquél, acabó ganando las elecciones presidenciales del 14 de abril de 2013 por un margen muy exiguo. La oposición, cuya relación con el gobierno de Chávez ya había sido muy conflictiva, impugnó los resultados e inició una campaña de protestas callejeras y manifestaciones. En el país, poco a poco se fue recrudeciendo una división social que se había venido fraguando en las tres legislaturas de Chávez, pero que durante los primeros meses del gobierno de Maduro .agravado todo ello por problemas como el desabastecimiento, la inflación y la creciente inseguridad ciudadana. acabó llevando al país a una situación de cuasi guerra social. El sábado 22 de marzo de 2014, Nicolás Maduro, en referencia a las algaradas callejeras que apoyaba la oposición, dijo: “La derecha venezolana ha derivado hacia posiciones neofascistas. Estos que queman a nombre de una supuesta protesta (...), eso se llama terrorismo, fascismo” (“Maduro vuelve”, 2014: en línea). En efecto, las protestas de unos y las reacciones progubernamentales de otros crearon en las calles un clima de violencia constante, caracterizada por tiroteos, muertes, represión, incendios, etc. En esta declaración, Maduro alude a los incendios en las universidades, cuyos estudiantes se destacaron especialmente en sus protestas contra una situación que consideraban insostenible. La afirmación de Maduro es un caso de falacia ad terrorem porque acusa de terrorismo sobre la base de datos insuficientes. La violencia social y callejera es característica de algunos terrorismos .lo es del vasco, por ejemplo, pero no del jihadista., pero este rasgo no basta para acreditar que cualquier violencia callejera constituya un caso de terrorismo. Cuando Maduro realiza esta acusación está implicando una garantía de este tenor: “Quienes protestan en las calles por medios violentos, o quienes se ven involucrados en protestas violentas, son terroristas”. El compromiso con tal afirmación subyacente obligaría al político a justificar lo que, de hecho, constituye una definición de terrorismo. Pero tal definición, implícita, resulta muy temeraria, incluso para un político sin pelos en la lengua, y cualquiera podría refutarla por precipitada y simplista. Al identificar los disturbios antigubernamentales con el terrorismo, por otra parte, está denigrando a los manifestantes hasta el nivel de una forma criminal especialmente reprobable. Sería más fácil para él hacerse cargo de una simple injuria que de la definición hallada implícita, porque una de sus intenciones, de hecho, no es definir, sino escarnecer. Aparte, quien contrae un compromiso con una definición arbitraria sobre terrorismo está ejerciendo .o dejando que ejerza sobre él, en el mejor de los casos. la función conativa del lenguaje: está justificando un poder. En este caso, el poder político del chavismo que se quiere perpetuar más allá del mismo Chávez. La ideología subyace a tales acusaciones como una forma de coerción sobre el lenguaje, pues late inconfesada la creencia de que la mera disidencia o protesta es criminal.
6. Conclusiones
Véase que, en los tres ejemplos analizados, la falacia ad terrorem está en boca de dirigentes políticos .ellos solo comparables, quiero insistir, en virtud de la comisión de la misma falacia. que cuentan con un espacio privilegiado para su voz. Su responsabilidad, por tanto, es mayor. Calificar a un adversario de nazi o fascista, cuando este no está afiliado a un partido racista de corte totalitario, además de ser una injuria, acarrea el efecto aún más perverso de banalizar una ideología que causó la muerte de millones de personas. Análogamente, cuando se moteja de terrorista a un discrepante, a un manifestante o a un indignado se está cometiendo el exceso de atribuirle el mismo carácter de quien asesina, secuestra y extorsiona. Al mismo tiempo, se está trivializando el fenómeno criminal con el que se lo identifica. Es decir, que a la vez que se arrastra al acusado a una zona moralmente abominable, se deja que el terrorismo se deslice e instale cómodamente en zonas que gozan de una censura más liviana. La equiparación de tales realidades disparejas, en suma, provoca su nivelación en un todo moralmente difuso. De nuevo: si por una parte, al cometer la falacia ad terrorem, se criminaliza injustamente, por otra, ya que realiza una equiparación, se produce una rebaja en la gravedad simbólica del terrorismo, y aunque esta consecuencia resulte indeseada para muchos de quienes la usan, se desprende inevitablemente de un uso falaz de la argumentación. Por eso, aquellos que tienen el privilegio de hacer oír su voz, y el pundonor de defender los principios de una democracia, no pueden dejarse asociar, por un error argumental, con quienes .dictadores o políticos de inacabada conciencia democrática. no tienen el escrúpulo de cometer injusticias retóricas. En la falacia ad terrorem, el terrorismo se trueca en reflejo deformante de aquellos a quienes se desea denigrar, desautorizar o criminalizar. Al convertirse en paradigma de los antivalores, adquiere un carácter emblemático del que se abusa cotidianamente. La revelación de estas falacias, en el ámbito de la Teoría de la argumentación, arroja luz sobre los Estudios de terrorismo, ya que impide simplificaciones de un tipo de crimen cuyos factores concurrentes deben darse unos junto a otros. Al mismo tiempo, erige a los Estudios de terrorismo en un marco reflexivo para la evaluación de los sistemas políticos y sus grados de democratización. Ello es así porque el terrorismo se ha tornado en complejo simbólico de hondo calado humano, en que se cruzan la muerte, la perversión del ideal y los derechos más básicos.
Notas
- No hay unanimidad teórica en la definición de argumento. Para las distintas concepciones, véase la entrada “Argumento/argumentación”, de Luis Vega (2011: 66-74), en el Compendio de lógica, argumentación y retórica. Por lo general, hay dos aproximaciones: las que lo ven como producto y las que lo ven como proceso, en una dimensión dialéctica.
- ETA (en euskera, Esukadi Ta Askatasuna, ‘País Vasco y libertad’) es la banda terrorista más importante de la Historia de España, de ideología nacionalista y revolucionaria. Nació a finales de los años cincuenta, durante la Dictadura franquista, y sus crímenes han cesado oficialmente en 2011, ya en la Democracia, tras 829 asesinatos, 77 secuestros e incontables extorsiones. Iñaki de Juana Chaos fue miembro de ETA detenido en 1987 y condenado por la participación en veinticinco asesinatos.
- Van Eemeren y Grootendorst señalan que el modelo de Toulmin es únicamente un sistema para la descripción del producto o resultado argumentativo, lo que estiman una limitación, pues no considera el intercambio dialéctico y argumentativo: “Al trabajar con argumentos aislados, dejando de lado los aspectos pragmáticos del contexto verbal y no verbal del evento del habla en que ocurren, Toulmin y Perelman tienen menos que ofrecer al estudio de la argumentación, como alternativa a la lógica informal, de lo que ellos pretenden” (2002: 24).
- Abertzale significa, en vasco, ‘patriota’, pero se usa para referirse al nacionalismo radical vasco.
- Dice Chaïm Perelman: “El carácter argumentativo de las definiciones aparece cuando nos encontramos en presencia de definiciones distintas de un mismo término perteneciente al lenguaje natural” (1989: 331).
- Tanto la falacia ad terrorem como la reductio ad hitlerum pueden interpretarse como reducciones al absurdo, argumento ad nauseam, falacias por asociación y generalizaciones. Este artículo prefiere estos dos últimos sentidos.
- Cuatro son las máximas que Grice, conformadoras del Principio de Cooperación: cantidad, veracidad, relevancia y claridad (1995: 516 y sigs.).
- Fallacia significa “engaño, superchería” (Diccionario, 1969:169).
- El modelo de Toulmin, cuyos tres elementos centrales son datos, garantía y conclusión, reproduce, en realidad, el esquema de un argumento de transitividad silogístico clásico: “Sócrates es un hombre, todos los hombres son mortales, Sócrates es mortal”. Visto así, los datos equivalen a la premisa menor, la conclusión recibe el mismo nombre, y la premisa mayor corresponde a la garantía. Así que no revelar la garantía equivale a mantener implícita una de las dos premisas del silogismo.
- Las funciones de Roman Jakobson son seis: apelativa, referencial, emotiva, estética, fática y metalingüística (1986: 360).
- Reboul entiende por poder “toda dominación durable del hombre sobre el hombre,
- Kale borroca significa en vasco “lucha callejera” y se aplica a los disturbios públicos que ETA impulsa y pilota. Actualmente se conceptúa como terrorismo por la Audiencia Nacional, tribunal español cuya jurisdicción abarca todo el territorio.
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