INTRODUCCIÓN
Apoyándose en el paradigma de la complejidad, L. Hornstein (2006: 1416) critica la noción de monocausalidad en relación con los trastornos del humor. A su juicio, los trastornos del estado de ánimo son complejos. En primer lugar, requieren de la colaboración de los profesionales de la salud mental, porque no pueden superarse solamente con una autoayuda. Por otra parte, las terapias tradicionales no suelen ser suficientes si en el contexto familiar y social no existen soportes ambientales de apoyo. A esto se agrega que, aislado, el recurso de la psicofarmacología, o de la psicoterapia, no resulta eficiente muchas veces. Si bien la industria farmacológica trata de imponer sus productos y pudiera tratar de favorecer la hipermedicación, no menos cierto es que muchos psicoterapeutas desacreditan toda indicación de medicamentos incluso en casos de depresión mayor.
Aunque el desarrollo del conocimiento neurobiológico no es suficiente para explicar el origen de las entidades psiquiátricas, como la depresión, los fármacos sí pueden influir sobre los síntomas de los pacientes (Braunstein, 1987: 33).
La bioquímica puede aliviar la depresión. Pero las depresiones resultan de una alteración de la autoestima en el contexto de los vínculos y los logros actuales. Lo infantil es reactivado. Las depresiones ilustran la relación estrecha entre la intersubjetividad, la historia infantil, la realidad, lo corporal y los valores y, desde ya, la bioquímica. (Hornstein, 2006: 25).
El desequilibrio que caracteriza las depresiones es consecuencia de la acción conjunta de la herencia, las condiciones histórico-sociales y la situación personal del paciente. Ningún abordaje clínico o terapéutico aislado puede enfrentar eficazmente la depresión. El reduccionismo biológico solo sirve para desmentir la dimensión social y subjetiva del problema.
Mientras el psicoanálisis de los trastornos del humor pone el acento sobre los conflictos psíquicos y la patología subyacente a los síntomas, la psiquiatría tradicional elabora criterios estandarizados para la descripción de síndromes, de conformidad con una perspectiva esencialmente nosográfica. Las categorías constituyen entidades cualitativamente diferentes en las que se agrupan los pacientes. En ese sentido, podemos decir que la clasificación del DSM-iv- no tiene en cuenta la singularidad personal del paciente, ni el sentido que reviste un síntoma o conjunto de síntomas en el interior de una trama histórica particular.
La psiquiatría tradicional, al describir trastornos de conducta, ha ido ganando en cobertura –sus clasificaciones incluyen todos los casos en los que el psiquiatra es llamado a opinar o a intervenir–; pero ha ido perdiendo en coherencia, ya que en ella impera la práctica sobre el concepto, la descripción sobre la explicación (Braunstein, 1987: 24-26). No obstante, conviene tener en cuenta que el clínico puede clasificar los síntomas y explorar los conflictos. Ambas actividades no necesariamente son excluyentes. Lo importante es que el diagnóstico no sea la conclusión sino la apertura del problema. El recurso de las categorías nosográfícas no debe impedir la posibilidad de comprender. El diagnóstico no debe obstaculizar la interpretación del sentido.
UN ENFOQUE PSICODINÁMICO DE LA DEPRESIÓN
A. Vergote (1976: 104) formula la hipótesis de que la depresión neurótica es una patología del yo, diferente a las psicosis y a las neurosis clásicas (histeria, fobia y obsesión). A diferencia del psicótico, el neurótico depresivo conserva su yo, aun cuando lo sitúe en una posición de distancia e indiferencia con respecto a las cosas y a los otros. En su interior, él conserva la capacidad de entrar en contacto con los demás, y continúa siendo un sujeto con el cual es posible hablar un lenguaje común, que está en condiciones de conversar de sí mismo, a pesar de la monotonía de su queja. El lenguaje del neurótico depresivo conserva su función mediadora, incluso cuando él afirme que la vida no tiene sentido. A diferencia del psicótico, el depresivo preserva su condición de sujeto abierto a la comunicación gobernada por las leyes universales del lenguaje. Aunque experimenta un vacío interior, habla de él y muestra su vergüenza.
Desde esta perspectiva psicodinámica, la neurosis depresiva es entendida como un trastorno del estado de ánimo que comprende tanto la distimia como la depresión mayor no psicótica. El conflicto inconsciente que causa la depresión neurótica es el narcisismo exacerbado del ideal del yo. Los eventos desencadenantes del trastorno –decepción amorosa, fracaso profesional, daño corporal, entre otrosson heridas narcisísticas que estremecen una imagen ideal de sí que se sostiene en una idealización defensiva carente de apoyo real o simbólico (Vergote, 1976: 120). La perturbación de los sentimientos vitales es considerada como un efecto de la pérdida del ideal del yo y no como la causa de la depresión. Aunque la fluctuación de estos sentimientos altera la imagen de sí, el ideal del yo es el que modula los sentimientos vitales.
Los síntomas de la depresión neurótica ponen de manifiesto una inhibición de la fuerza vital. La parálisis del pensamiento, la fatiga, la disminución del ímpetu psicomotor, la incapacidad para decidir o para tener iniciativas y la reducción de las relaciones afectivas –caracterizadas por la apatía y la anhedonia–, revelan un vacío interior que sugiere la pérdida de la tensión pulsional (Vergote, 1993: 117-118). Nada despierta el deseo. Nada tiene sentido.
La pulsión es normalmente una potencia de realización, de búsqueda de placer y de revestimiento del mundo y del otro, que se constituye a partir de las direcciones de sentido que ofrece el entorno y de las experiencias significativas que vive el sujeto. Por esa razón, la apatía, la anhedonia y la impotencia que muestra el depresivo indican la inhibición de la pulsión en tanto unidad biosíquica del ser humano.
El sujeto deprimido se siente abatido por un sufrimiento. Si el cambio del humor se corresponde con experiencias dolorosas que se padecen realmente, solo será considerado patológico si persiste por mucho tiempo o si no es proporcional al peso de las adversidades. La persona afectada por una depresión está generalmente consciente de su estado de ánimo, por ser manifiestamente exagerado o sin fundamento objetivo. Sin embargo, este trastorno puede también enmascararse con síntomas psicosomáticos.
El depresivo añora la soledad porque toda presencia le resulta inoportuna y molesta, por la demanda de respuesta que ella implica y por la vergüenza que él siente por su estado de impotencia. El depresivo se queja de su falta de valor y de ser incapaz de realizar lo que hacen los otros, pero no se acusa como el melancólico. El término “melancolía” designa la depresión psicótica, caracterizada por el delirio de autoacusación y la culpabilidad. A diferencia de lo que ocurre en el melancólico, el problema inconsciente del depresivo no se relaciona con el superyó sino con un ideal del yo que ya no es capaz de sostener la presencia del sujeto frente a los demás. El origen de la depresión se sitúa en esa región de la personalidad en la que confluyen el anhelo de potencia y la imagen de sí mismo.
Incluso las depresiones reactivas presuponen un factor personal, un vínculo entre la resonancia subjetiva del acontecimiento desencadenante y una predisposición psicológica. Más aún, suponiendo que se pueda probar la existencia de un trastorno neurobiológico, eso no necesariamente excluye la intervención de factores psicológicos. Los acontecimientos desencadenantes de la depresión actúan en función de las significaciones a ellos atribuidas a partir de la determinación inconsciente. Este trastorno del humor no ha adquirido el estatus médico de “enfermedad”, tal y como lo señala Stanley Jackson, porque no se ha demostrado que sea siempre y esencialmente orgánico (1986: 401). La depresión es un trastorno “con una causa orgánica todavía desconocida o directamente sin causa orgánica, aunque paliable o modificable con fármacos.” (Hornstein, 2006: 137).
El término “depresión vital” suele utilizarse para designar un tipo de depresión que no se explica por una causa de orden psicológico, y su empleo se justifica recurriendo al argumento del efecto favorable que tienen los fármacos antidepresivos en los pacientes que padecen este tipo de trastorno. Sin embargo, es necesario tener en cuenta que las experiencias psicológicas también influyen sobre los procesos bioquímicos del cerebro, como lo han demostrado determinadas experiencias con animales (Vincent, 1986; Kandel, 1979: 1028-1037). Si bien es cierto que la depresión compromete el núcleo vital de la personalidad, eso no significa que debamos recurrir apresuradamente a una explicación neurobiológica. Conviene saber cómo se compone ese núcleo vital y qué puede determinar su fragilidad. La depresión implica una perturbación del yo, en tanto instancia singular de la personalidad. El trastorno de los sentimientos vitales que acompaña a la depresión neurótica es consecuencia de un colapso del ideal del yo, que provoca en el sujeto ese sentimiento de vacío e impotencia del cual resulta la pérdida del sentido de la vida (Vergote, 1976: 106).
La depresión es un trastorno que concierne al yo en su relación con el ideal. En su obra El yo y el ello, Freud (1973) identifica el superyó y el ideal del yo; y, en Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis (1973), atribuye al superyó la función de autoobservación, la determinación de la conciencia moral y el establecimiento del ideal. Vergote –por su parteconsidera que el ideal del yo debe diferenciarse del superyó, al que concibe como la interiorización de la ley que determina la conciencia moral. Siguiendo a Freud, no distingue entre el yo ideal y el ideal del yo. Este último es lo que el sujeto proyecta como su ideal, la instancia que sustituye el narcisismo perdido de su infancia (1976: 105). Las características que algunos autores atribuyen al yo ideal pertenecen también al ideal del yo, el cual es una formación narcisista inconsciente que se constituye a partir de la identificación primaria con la madre.
El depresivo pierde la fuerza vital cuando se siente herido en su ideal del yo. Las heridas narcisísticas que desencadenan la depresión conllevan la pérdida de la autoestima. Como el ideal mediatiza la autopercepción del yo, y esta función mediadora es en gran medida inconsciente, todo lo que aflige al ideal afecta la conciencia que el yo tiene de sí mismo. Por esa razón, el sentimiento de desvalorización personal del depresivo es el resultado de la desnarcisización de su ideal del yo.
Según A. Vergote, la falla narcisística del depresivo tiene su origen en la represión y sobrecompensación del desprecio que el sujeto experimentó durante su infancia hacia el padre del mismo sexo. El resultado de esto fue la idealización defensiva de ese progenitor y, en consecuencia, la fragilidad del ideal del yo que el sujeto pudo constituir en su medio familiar (1976: 106). Aun cuando la teoría del complejo de Edipo plantea la formación del ideal del yo de un modo diferente según el sexo del individuo, tanto en el varón como en la hembra una regresión conduce al duelo no realizado de la madre en tanto primer objeto investido. No obstante, mientras la depresión femenina resulta de una relación desafortunada con la madre, la depresión masculina es consecuencia de la debilidad psicológica de la figura paterna y de la prevalencia del modelo materno en términos de identificación.
La mujer que padece depresión neurótica, elaboró su ideal del yo en una situación de oposición a la madre, la cual fue percibida como dominante, poco femenina y mezquina. Durante su infancia, la hija admira al padre y tiende a protegerlo frente a una madre que lo humilla, habla de él con desprecio, lo considera débil y le manifiesta poco afecto. Sin embargo, la relación negativa con la madre suele ser en gran parte inconsciente, reprimida y compensada por una idealización defensiva. En la depresiva, un conflicto pesó sobre la oposición edípica a la madre. Siendo niña deseó ser reconocida por ella; y solo pudo superar su depresión y su angustia de ser rechazada, reforzando su apego y su identificación con la madre. Ahora bien, la ausencia de un soporte real para la identificación determinó un ideal del yo frágil, ya que, por la sobrecompensación defensiva, la hija sobrevalorizó narcisísticamente la figura materna con la cual se identificó. Eso explica que el duelo de la figura materna no se haya podido realizar, y que la búsqueda de la madre deseada se intensificara y permaneciera activa por debajo de la formación del ideal del yo. En la depresión neurótica, la falta de un soporte materno para la identificación edípica de la hija afecta la constitución del ideal del yo y prepara la descompensación depresiva.
La depresión neurótica del hombre adulto también se relaciona con la situación edípica de su infancia. El padre del menor encubre, gracias a una falsa armadura de prestancia, una debilidad que priva al hijo de un verdadero soporte de identificación masculina. Pero el hijo, apoyándose en la consistente imagen materna, puede transferir sobre la figura paterna su idea del padre deseado y, de ese modo, idealizarlo defensivamente. No obstante, subyace una nostalgia del padre por la vacuidad de una función paterna cuya inconsistencia determina en el hijo un anhelo desafortunado de ser sostenido. Por otra parte, el apego a la madre se refuerza regresivamente por la pérdida de ese doble especular que representa el ideal del yo. En el hombre depresivo, el retorno nostálgico a la madre es una consecuencia del duelo imposible del padre.
Diferentes autores han insistido en la existencia de una fijación oral en el paciente depresivo, lo que equivale a reconocer la existencia de un vínculo primordial con la madre. En ese sentido, conviene recordar que el seno materno representa el objeto originario de toda búsqueda pulsional. Sin embargo, la fijación oral, más que determinar la depresión neurótica, induce una tentativa regresiva para llenar el vacío consecutivo al colapso del ideal del yo. Esa regresión, inducida por la fijación oral y motivada por un deseo exacerbado y sin límites que persigue una unión imposible, es la que explica –según Vergote tanto el sentimiento de abandono como el contacto desgraciado y ambivalente del depresivo. La perturbación en el vector del contacto que se observa en los depresivos es consecuencia de un proceso regresivo (1976: 119).
En la depresión neurótica, el duelo no superado de la unidad madre-hijo se convierte en un centro de atracción, particularmente intenso. Un trauma análogo al de las depresiones analíticas de los niños parece operar en el trasfondo de las depresiones adultas; trauma que actúa como un foco depresógeno. De ese modo, podemos suponer que se establece una causalidad circular entre el trauma latente y el acontecimiento desencadenante de la depresión. El trauma sobredetermina el sentido del acontecimiento actual, y este despierta esa primera experiencia traumática que permanecía latente hasta ese momento.
ELTRATAMIENTO DE LA DEPRESIÓN
A principios de la década de 1950, se usó la iproniazida para aliviar los síntomas de la tuberculosis; y, como animaba a los pacientes, mejoraba su apetito y restauraba su bienestar, se empezó a utilizar con pacientes depresivos. En esa época, el único tratamiento químico para la depresión era el opio, una substancia altamente adictiva. Sin embargo, como algunos pacientes a los que se administró iproniazida presentaron síntomas de ictericia, el medicamento dejó de utilizarse. Poco tiempo después, el psiquiatra Roland Kuhn, quien había empezado a experimentar con la imipramina (Tofranil), propuso el primero de los antidepresivos tricíclicos. El medicamento se divulgó en 1958 (Turkington, 1995: 74-76); y años después, aparecieron los inhibidores selectivos de reabsorción de la serotonina, medicamentos situados en la vanguardia del tratamiento psiquiátrico contra la depresión. El prozac (fluoxetina), el Zoloft (sertralina) y el Paxil (paroxetina), además de funcionar bien como antidepresivos, tienen efectos secundarios menos graves que los antidepresivos tricíclicos (Turkington, 1995: 87).
Desde el punto de vista bioquímico, parece que la depresión se produce cuando el cerebro no dispone de suficientes neurotransmisores o cuando estos, por alguna razón, no pueden ligarse con los receptores. Sin embargo, aunque los fármacos antidepresivos aumentan los niveles de los neurotransmisores casi inmediatamente, la depresión no se alivia hasta semanas después de haberse iniciado la terapia medicamentosa (Turkington, 1995: 37). Este enigma bioquímico no ha sido resuelto, y constituye un problema para la psicofarmacología de los estados depresivos.
Aumentar los niveles de serotonina en el cerebro desencadena un proceso que con el tiempo puede ayudar a muchas personas deprimidas a sentirse mejor. Algunos efectos de los psicofármacos son positivos, pero incluso los efectos positivos deben ser potenciados por la psicoterapia. “La psicoterapia de los trastornos depresivos adquiere especial relevancia si tenemos en cuenta que el 50% de los pacientes no responde a la psicofarmacología, y otros no son susceptibles de tratamiento farmacológico por diversas razones.” (Hornstein, 2006: 142).
Aunque la mejoría de los síntomas mediante la aplicación de psicofármacos es innegable, la psicoterapia concierne a la dimensión personal y singular del trastorno. La prescripción aislada de antidepresivos suele provocar una disminución de la inhibición que permite al paciente la realización de acciones aisladas, pero sin un verdadero placer de actuar. Por el contrario, la reanimación de la vida psíquica a través de la psicoterapia analítica procede desde el interior del sujeto, actuando a través del sueño y del fantasma (Fédida, 2003: 29-30). De ese modo, se reconstituye la personalidad del paciente gracias al descubrimiento del sentimiento de ser escuchado según el ritmo del pensamiento propio. El tacto del terapeuta hace posible el contacto.
Aun cuando la vivencia de abandono y de pérdida genera, en el depresivo, la impotencia para el contacto, el sujeto puede percibir la sinceridad de los sentimientos experimentados por el analista, quien capta las variaciones en sus actitudes y los cambios, tanto en el tono de su voz como en las expresiones de su rostro. El analista debe experimentar la recepción de los afectos elementales del paciente y permitirle acceder a las palabras requeridas para su denominación. En el curso de la psicoterapia analítica, el analizante adquiere progresivamente la capacidad de nombrar los afectos ensordecidos por la depresión; y la interpretación del analista va a permitirle recuperar el afecto que se mantiene reprimido debajo de la queja repetitiva. Si los antidepresivos tienen el poder de mejorar el estado de ánimo del sujeto, la psicoterapia analítica le permite reconocer sus afectos. La eficacia de los medicamentos se potencializa con la metaforización subjetiva de la mejoría por ellos lograda (Fédida, 2003: 55). Lo que devuelve el movimiento interno a la vida psíquica es la restitución, por parte del analista, de lo que el paciente había reprimido.
La hipermedicación de la depresión es opuesta a los intentos por penetrar en la subjetividad humana. En ese sentido, conviene tener en cuenta la obra de Roland Kuhn –discípulo de Binswanger y descubridor de los efectos antidepresivos de la imipramina– en la que se profundiza sobre la comprensión psicopatológica y antropológica de la depresión en toda su complejidad (1986). En un artículo titulado “Psicofarmacología y análisis existencial”, Kuhn (1990) señala la necesidad de que el investigador considere tanto los aspectos bioquímicos del trastorno como la dimensión fenomenológica de la historia personal del paciente. La fenomenología estudia esas modificaciones del ser-en-el-mundo que no se reducen a los síntomas y que conciernen a la esfera biosíquica de la depresión. Kuhn reconoce que los pacientes depresivos se pueden beneficiar de un tratamiento bifocal, con psicofármacos y psicoterapia analítica.
En la mayoría de las depresiones mayores, lo indicado es intervenir terapéuticamente –mediante fármacos y psicoterapia–, sobre las dos dimensiones de la pulsión. Si no se trata el trastorno psicológico, puede mantenerse la perturbación neurobiológica; y, si no se interviene farmacológicamente, se dificulta el contacto requerido para iniciar la psicoterapia (Vergote, 1993: 124). Además, cuando la depresión exige del recurso a la medicación, los fármacos –adecuadamente administradosno cierran el acceso al inconsciente que la psicoterapia persigue.
La pulsión es un concepto híbrido que representa la unidad biosíquica del organismo humano. A diferencia del instinto, es histórica. En consecuencia, es normal que las vicisitudes psíquicas de la pulsión afecten la dimensión biológica del organismo. En toda depresión, lo orgánico y lo psíquico están en una relación de causalidad circular. El aspecto biológico de la pulsión influye sobre el polo psíquico del organismo; y el aspecto psíquico de la pulsión influye sobre el polo biológico del organismo. Como hemos indicado en un artículo publicado en la Revista Dominicana de Psiquiatría (Bogaert, 2004: 6), el reservorio biológico de las pulsiones es el sistema activador ascendente con sus conexiones límbicas. La dimensión pulsional del psiquismo se sustenta en neurotransmisores que se originan en los núcleos de este sistema. Sobre esos neurotransmisores actúan los agentes farmacológicos que alivian los síntomas de la depresión.
En la mayoría de los casos de depresión, el análisis permite descubrir una represión intensa que opera en relación a la muerte inadvertida de un familiar, con respecto a la cual se implementa un mecanismo de denegación. Se trata de una muerte admitida, pero rápidamente olvidada o subevaluada y desprovista de consecuencias. Una vivencia de pérdida se banaliza, se descuida la percepción de los cambios que el evento conlleva en la economía psíquica del sujeto, y se recubren los afectos dolorosos antes de que aparezcan. En ese sentido, la importancia de la tumba radica en que es esa manifestación del arte funerario que en el seno de la tierra conmemora y preserva la presenciaausencia de alguien; es esa marca significante que enfrenta la acción degradante de la naturaleza. Lo imaginario, el alma errante, no puede descansar hasta que su desaparición no sea sancionada en el registro simbólico. El arte funerario es el testimonio de un esfuerzo realizado para pagar la deuda (Aparicio et al., 1997: 171-173). En La interpretación de los sueños, Freud (1973) hace referencia a esos sueños en los cuales las formas humanas se asemejan a sombras que no pueden ser reconocidas por el sujeto al despertar. Esas sombras representan almas errantes, muertos sin la debida sepultura, que por la negligencia o el olvido vagan sin nombre. Esas apariencias humanas indiferenciadas que regresan en el sueño permiten profundizar el trabajo del duelo. El depresivo debe reconocer sus muertos y pagar la deuda que contrajo con las generaciones pasadas, con los ancestros (Fédida, 2003: 109).
La depresión es un trastorno del estado de ánimo en el que se ignoran y se olvidan los muertos, en razón de un duelo no elaborado. La depresión es el equivalente patológico de un duelo inconcluso. El beneficio psíquico del trabajo del duelo es consecuencia de la elaboración de la pérdida y del reforzamiento del narcisismo. De ese modo, se neutraliza la acción de los muertos, y se paga esa deuda simbólica e imaginaria que es requerida para tener una vida psíquica saludable.
CONCLUSIÓN
Geberovich sitúa a las depresiones narcisistas y a las distimias en el vector del contacto. Se trata de trastornos situados en la base del sistema pulsional (1990: 151-152). El vector del contacto es anobjetal, y se corresponde con los afectos de cosa que preceden a la constitución de las representaciones de cosa. Los afectos de cosa traducen la tonalidad del humor, y tienen su origen en la relación inmediata con las cosas (Mélon, 1984: 85-129). La relación con el mundo que se instaura gracias al sentir es primordial o basal con respecto al registro en el que se contraponen el sujeto y el objeto. El sentir aprehende lo sensual gracias a una relación comunicativa primordial, a una presencia en el mundo que es anterior a toda representación y que sirve de base a la percepción.
Siguiendo a Winnicott (1971: 150), Fédida admite que cuando el niño juega a dejar caer los objetos de sus manos no hace más que representar el destete, en tanto acontecimiento depresivo de la pérdida (1978: 97-98). Sin embargo, la pérdida del objeto deseado es precedida por el dolor de la ausencia, esa inscripción ubicada entre la necesidad y el deseo, el trauma y la fantasmatización, que funda el vector del contacto retroactivamente. El dolor psíquico es la marca de una ausencia que no se recupera por la vía de la representación (Pontalis, 1977: 261-263).
En una relación inmediata con las cosas, y situados en la base del sistema pulsional, los humores marcan rupturas energéticas específicas que constituyen –según Kristevarecursos homeostáticos básicos (1988: 148). Ahora bien, si la neurosis depresiva es un trastorno del humor cuya infraestructura inconsciente está compuesta por deseos edípicos enquistados y reprimidos, en la melancolía la pulsión de muerte se expresa directamente en el delirio, debido a la acción de la forclusión (Juranville, 1993: 52-53).
La forclusión o rechazo de la simbolización primitiva representada por el fort-da (Safouan, 2003: 47), es lo que ocurre en la depresión psicótica o melancolía. Pero, aunque la depresión neurótica no implica el mecanismo de la forclusión, en ambos casos la pérdida del seno –el duelo de la madre– plantea problemas.
El juego del carretel le permite a Lacan esclarecer el trabajo de la significancia en el lugar mismo de su origen. Ese juego –paradigma de la simbolización– es también juego de duelo y trabajo de ligazón de la pulsión de muerte con la pulsión de vida. Es la elaboración psíquica de una impresión penosa cercana a la muerte –la ausencia de la madre–. En ese juego, el niño repite el trauma y liga esa vivencia con una representación escénica y vocal que constituye el primer esbozo significante (Djian, 1987: 60-61).
En su relación con el hijo, la madre del depresivo con frecuencia repite una conducta que también mostró su propia madre. La omnipresencia de la abuela se manifiesta a través de la madre, cuyo rostro opera como un espejo que amenaza al hijo con su captura. La madre del depresivo puede también otorgarse un poder de dominación sobre su hijo, con la excusa de asistirlo como a ella le hubiera gustado ser asistida por su propia madre. De ese modo, implementará un vínculo de apego que favorecerá la depresión de su descendiente (Rosolato, 1978: 123).
Las psicoterapias que reducen el juego a una técnica mecánica pierden la comprensión de su proyecto. Es necesario escuchar al paciente y dejar que aparezca esa palabra cuyo sentido sorprende y que requiere para su manifestación del silencio del analista, de ese poder de lo negativo que configura el encuentro. La psicoterapia analítica exige que el terapeuta tenga capacidad de jugar. Su sensibilidad debe permitir que en él juegue tanto lo visto como lo escuchado durante la sesión. Lo que en su cuerpo se despierta ante la presencia y el discurso del paciente involucra la propia movilidad kinestésica (Fédida, 1978: 114-115).
El juego es lo contrario al pensamiento reflexivo. El sujeto que juega se siente atraído y no abstraído. Jugar implica una intensa participación de la libido, cuya energía está al servicio de un placer que surge gracias al contacto con el mundo. El sentido simbólico del juego, en la psicoterapia analítica, no debe ocultar el valor de la participación del vector del contacto, tanto en el nivel transferencial como en el contratransferencial.
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