INTRODUCCIÓN
Los celos son un fenómeno universal, cuyo potencial se actualiza en cada individuo dependiendo del modo como en él incidan los factores familiares y socioculturales1 . En ese sentido, conviene tener en cuenta el modo como la educación influye en los sentimientos de posesión. Los celos se manifiestan en todas las edades, desde la infancia a la adultez, afectando la vida familiar y profesional, política y social. Constituyen una emoción compleja que puede ser normal o patológica, y en la que debemos considerar tanto su raíz pulsional como su condicionamiento social y cultural. Determinados patrones de conducta estimulan y fomentan los celos, mientras otros tienden a minimizarlos2.
Durante los primeros meses de vida, el niño no distingue entre su “yo” y el mundo. Vive en la indistinción. Sin embargo, esta indiferenciación va desapareciendo poco a poco; y surge el reconocimiento de que él es distinto de lo que le rodea, tanto personas como objetos. No obstante, siente que lo que antes había vivenciado como parte de él mismo, de algún modo, sigue siendo suyo. Cree que los objetos que le rodean –sobre todo la madre– le pertenecen3.
El infante experimenta celos de otros niños, de sus hermanos e incluso de su padre. La respuesta celosa del niño es variada. En los niños que han sido más mimados o especialmente atendidos en el curso de una enfermedad, pueden manifestarse somatizaciones como una forma de reclamar inconscientemente más dedicación de sus padres. También pueden adoptar conductas regresivas, es decir, comportamientos propios de una edad inferior.
El hermano mayor puede infligir disimuladas agresiones físicas a su hermano menor como consecuencia de los celos, lo que guarda relación con la conducta que los padres y abuelos tienen con respecto al menor. Sin embargo, también pueden darse celos del hermano menor al mayor. Este último, además de ser admirado, provoca celos por los privilegios de que goza en razón de su edad.
Durante la adolescencia y la adultez, los celos pueden ser amorosos, profesionales, artísticos, entre otros. En los celos amorosos, la persona celosa se considera el poseedor del otro miembro de la pareja; y, aun cuando los celos suelen remitir al presente de una relación, no es rara la existencia de celos retrospectivos y prospectivos.
En los celos retrospectivos, el sujeto sufre porque su pareja amó y perteneció a otra persona. En los celos prospectivos, el sujeto teme que en el futuro se produzcan situaciones que justifiquen sus celos; y puede llegar a atormentar a su pareja prediciendo un devenir que, a su juicio, involucrará la elección de un rival, por ejemplo.
Los celos amorosos dentro de ciertos límites son normales. Así, un mínimo de temor a perder al ser amado puede inducirnos a mejorar el trato con respecto a nuestra pareja. Sin embargo, a medida que el sentimiento de celos crece, la pareja deja de agradecerlo y se molesta ante esta conducta. La conducta celosa puede referirse a otras esferas diferentes a la amorosa. Un adolescente o un adulto puede, por ejemplo, creer que es a él a quien le corresponde la consideración, el trato o el privilegio que se le ha otorgado a otra persona. Por esa razón, existen los celos escolares, profesionales y sociales.
I. DELIRIO CELOTÍPICO
El cuerpo fragmentado es un conjunto de deseos incoherentes; y la primera síntesis del ego es esencialmente un alter ego. El sujeto del deseo se constituye en torno al otro especular que le confiere su unidad. Al principio, el sujeto está más cerca de la forma del otro que del surgimiento de su propia tendencia. En consecuencia, la primera perspectiva que se tiene del objeto es en tanto objeto de rivalidad y de celos. En sus orígenes, el conocimiento humano es inseparable de la dialéctica de los celos. Esto así porque lo que inicialmente interesa al infante es el objeto del deseo del otro.
En el fundamento del objeto, encontramos la rivalidad. Esta última es superada en el registro de la palabra, siempre que ella le interese al tercero, es decir, en tanto ella es acuerdo y pacto. No obstante, el carácter agresivo de la competencia primitiva deja una huella en todo discurso.
El paranoico instaura su conocimiento en la rivalidad de los celos, en el curso de la identificación especular; y habla de un objeto que está en la prolongación de la dialéctica dual. En la verdadera palabra, el Otro simbólico debe ser previamente reconocido porque es delante de él que el sujeto se reconoce. La palabra delirante se sitúa en el otro imaginario, en una fuente de conocimiento que se corresponde con el ego; y, por esa razón, el paranoico habla de sí mismo. Su palabra está en el otro que es él mismo; está en su reflejo especular.
Los celos patológicos se dan en sujetos con alteraciones cerebrales de origen tóxico, degenerativo o traumático, así como en los enfermos seniles4 . Suelen presentarse como consecuencia de daños cerebrales, tumorales o vasculares, así como por el abuso de alcohol y de drogas5 . También se presentan en forma delirante en los paranoicos. La experiencia de los celos deviene delirante cuando la convicción del sujeto es irracional e incontrovertible; cuando ningún razonamiento o ninguna evidencia objetiva modifica esta vivencia.
II. CRIMEN PASIONAL
Una consecuencia de los celos patológicos es el homicidio o crimen pasional6 . El homicidio por celos suele darse en sujetos con diferentes patologías, incluida la paranoia. De acuerdo con nuestra experiencia, en los casos de homicidio por celos es más frecuente el crimen de la pareja que el del rival. Esto se confirma tanto en las mujeres como en los hombres celosos. No obstante, el crimen de la pareja es mucho menos perpetrado por mujeres en comparación con los hombres.
Por otra parte, las ideas de muerte de la pareja que van acompañadas de suicidio son casi exclusivamente masculinas. Entre los criminales pasionales del sexo masculino, las ideas de suicidio aparecen en un 30% de los casos, a pesar de que sólo el 20% de los que tienen esas ideas se suicida. Las ideas de suicidio que van acompañadas de la muerte del rival, son casi inexistentes.
El suicidio se corresponde con un rechazo y con una negación de la realidad. La dependencia del celoso —en estos casos— determina que, sintiéndose abandonado, él se abandone a sí mismo y se suicide.
Las personas que cometen un crimen pasional pueden ser muy diferentes desde el punto de vista psicopatológico. Por ejemplo, M. no se adapta al acto criminal —que se realiza súbitamente— y lo asume; no busca justificarlo y reconoce su culpa. L., por el contrario, concibe el crimen por él perpetrado como un acto justo y se comporta como si fuera una víctima. No obstante, en ambos casos el crimen es un acto que libera de una tensión dolorosa y que permite negar la realidad en lugar de adaptarse a ella.
En sentido general, entre los casos de sujetos celosos que asesinan a sus parejas, podemos distinguir tres tipos.
- En el tipo más frecuente, los hechos suceden conforme a una secuencia que es aproximadamente la siguiente: primero, un conflicto pasado enfrenta al celoso con su pareja. Luego, el conflicto se agudiza, y el celoso piensa en la posibilidad de eliminar a su pareja. Posteriormente, el sujeto comete el crimen a raíz de una discusión intensa, que suele ir acompañada de ingesta de alcohol, y que, a menudo, ocurre porque al celoso le niegan las relaciones sexuales o porque su pareja hace una observación desdichada, generalmente burlona o grosera. El crimen es un acto impulsivo que ocurre en el marco de un conflicto que se agudiza. El sentimiento de injusticia vivido por el celoso ha jugado, en estos casos, un rol antiguo y profundo; e interviene todavía durante los instantes que preceden al acto criminal.
- En un segundo tipo, el homicidio constituye un acto impulsivo que ocurre después de un conflicto prolongado, aun cuando no hay un plan deliberado. El homicidio se realiza bruscamente, en un estado emocional paroxístico. Constituye un acto automático, inconsciente y amnésico, que libera al celoso de una existencia intolerable. El sujeto mata a su pareja para evitar que esta lo abandone y/o se vaya a vivir con su rival.
- En un tercer tipo de crimen pasional, el acto homicida es una reacción de defensa, en la medida en que el celoso cree que su pareja amenaza su vida o su libertad. Él tiene la certeza delirante de que su pareja trata de envenenarlo, lo amenaza o practica la brujería, por ejemplo. Este es el tipo de crimen pasional que puede presentarse entre los pacientes paranoicos.
La existencia de la pareja se ha convertido en una fuente de irritación intolerable para el victimario. El celo homicida, en tanto niega la existencia del otro, constituye la escenificación de un mito narcisista de omnipotencia. En efecto, el crimen pasional expresa el predominio del principio del placer sobre el de realidad. La muerte de la pareja expresa y satisface el odio y la cólera. Se trata de una descarga, de un acto sádico en el que predominan la afirmación narcisista de sí, así como la negación del otro y de la realidad.
Es el caso de R., un hombre de 30 años que asesina a su esposa y luego intenta suicidarse. El crimen ocurre en un estado crepuscular de conciencia. Se trata de un hombre respetable que manifiesta cierta susceptibilidad e irritabilidad. El crimen es precedido por un período de malestar psíquico y de alteraciones del humor, aun cuando la situación real de la pareja no justifique la reacción homicida. El crimen ocurre de un modo automático, como una reacción afectivo‐motriz explosiva que permite la liberación de la pulsión agresiva reprimida. Y, aun cuando se da una amnesia parcial consecutiva, el sujeto no trata de justificarse.
El señor M. es un paciente paranoico con delirio de celos. Se trata de un hombre de 45 años, empleado de un hotel de Santiago, que asesina a su novia con un puñal. Arrestado, M. declara espontáneamente que asesinó a su compañera. A su juicio, el hecho ocurre porque él le propuso matrimonio; y como ella no le dio respuesta después de un tiempo considerable, él pensó que ella tenía otro novio. Aun después de la muerte de su novia, el señor M. mantuvo esta convicción delirante.
Cada cierto tiempo, nos enteramos con asombro de que un hombre —reconocido a veces en su medio social como entusiasta y colaborador, o como conflictivo y celoso con su pareja— llega al extremo de matar a su compañera, a sus hijos y, finalmente, de suicidarse. Podemos hacer un esfuerzo e intentar explicar el crimen de la pareja, considerando los conflictos y los celos provocados o fantaseados. Pero, ¿qué motiva a ese hombre a matar a sus hijos?
Estos hechos trágicos se repiten esporádicamente y los especialistas de la conducta son invitados a dar su opinión. Con frecuencia, se invoca el machismo como un factor sociocultural determinante. Sin embargo, el machismo por sí solo no permite explicar los crímenes pasionales. Por otra parte, una explicación psiquiátrica no siempre se cree justificada porque el testimonio de las personas próximas no siempre confirma la existencia de una locura manifiesta. No obstante, cuando la pasión perturba el equilibrio mental de una persona, se convierte en un estado mórbido que polariza la actividad mental y obnubila el juicio del sujeto.
Existen estados pasionales mórbidos que se complican progresivamente y, finalmente, provocan crisis trágicas, cuando conllevan una descarga explosiva de la pulsión de muerte. Un hombre aparentemente normal puede convertirse en el protagonista de una tragedia pasional. Y es que no debemos llevarnos de las apariencias. No hace falta ser un esquizofrénico mentalmente incoherente para ocasionar una tragedia. Los responsables directos de estos sucesos suelen tener personalidades frágiles o inmaduras, aun cuando se desenvuelvan con cierto grado de adaptación. Sin embargo, ante determinadas circunstancias de la vida de pareja, estos sujetos se descompensan y viven una crisis pasional.
Si queremos saber si una persona es anormal, no podemos llevarnos de las apariencias ni de la opinión de un lego. Solo una evaluación psicológica profunda, hecha por un especialista, puede sacarnos de la duda.
Los individuos con delirios pasionales crónicos de tipo paranoico, o con brotes delirantes agudos, tienen un control precario de la agresividad. En determinadas circunstancias, caracterizadas por sentimientos de abandono o de rechazo, dejan de operar los mecanismos de defensa que normalmente le permiten al ego manejar la angustia de separación; y surge la pulsión de muerte de un modo masivo, provocando la tragedia pasional.
La crisis delirante conlleva la muerte de los hijos cuando, aniquilando la descendencia, el homicida anula las tensiones de la vida generadas por la angustia de separación. Fracasa la unidad con el otro, con esa pareja idealizada como una posesión absoluta; y la única alternativa que vislumbra el sujeto para recuperar la añorada paz de la unidad primordial es la aniquilación total. En ese sentido, la pulsión de muerte debe ser entendida como el deseo de un no deseo; como un último anhelo de anular las diferencias mediante el exterminio.
Las tragedias pasionales provocadas por la manifestación masiva de la pulsión de muerte tienen su origen último en la incapacidad del sujeto delirante de hacer el duelo de la unión primordial con la madre. El duelo no hecho se desplaza hacia la pareja sexual y, ante la imposibilidad de recuperar la unidad soñada, la única “solución” vislumbrada por el individuo es la aniquilación total de las partes. Sólo así se pretende recuperar ese tiempo primordial, fantasmático y cuasi mítico, en el que se anulan todas las diferencias.
CONCLUSIÓN
El sujeto que padece trastornos delirantes suele localizar sus sentimientos e intenciones en el otro, para luego vivirlos como actos dirigidos contra él mismo. Por esa razón, surgen en él creencias delirantes de que tratan de ejercer control sobre su cuerpo o sobre su pensamiento —para robarle o imponerle alguna idea— o de que traman hacerle daño o causarle la muerte, o de que su pareja le es infiel, por ejemplo. En la paranoia se trata generalmente de delirios sistematizados, organizados y de larga duración (crónicos).
Según Freud7 , la paranoia es una defensa contra una fantasía homosexual reprimida, que, proyectada al exterior, sería atribuida a otro de un modo delirante. El otro se transforma, de ese modo, en un perseguidor. Sin embargo, al final del estudio sobre el caso Schreber, Freud reconoce que no es exacto decir que la sensación interiormente reprimida es proyectada al exterior, pues, más bien, lo reprimido retorna desde el exterior.
De ese modo, Freud cuestiona el que en la paranoia se den los mecanismos de la represión y de la proyección, tal y como ocurre en las neurosis. Esto es lo que conduce a Lacan a proponer la forclusión como el mecanismo específico de las psicosis.
De acuerdo con Freud8 , en la neurosis el yo necesita arbitrar una solución de compromiso entre los impulsos del ello y los límites impuestos por la realidad, siendo dicha solución el síntoma neurótico. Lo que ocurre es que se reprime la pulsión sexual o agresiva, y algo de esa pulsión se manifiesta como síntoma. Al expresar esa transacción entre deseo y realidad, el síntoma pertenece al mundo simbólico; y constituye una significación concreta que concierne tanto al deseo reprimido como a la realidad de la que el sujeto se ve privado.
En la psicosis, cuando el sujeto se encuentra con una privación en la realidad, no se produce un síntoma neurótico sino el delirio, la alucinación o el retiro del mundo exterior; fenómenos en los que no está presente una simbolización de la que el paciente pueda dar cuenta mediante su decir, como ocurre en el neurótico.
El síntoma psicótico es un fenómeno que carece de simbolización para el sujeto. De hecho, el delirio se sitúa en el lugar de un significante fundamental del que el psicótico carece. Mientras el neurótico puede dar cuenta de su síntoma, el psicótico no puede dar cuenta de su delirio.
Si en la neurosis —nos dirá Freud— el sujeto se encuentra en un momento de su vida con una privación real —que adquiere un valor etiológico porque lo conduce a respetar el mundo exterior sacrificando un deseo inconsciente—; en la psicosis, por el contrario, el deseo se mantiene e invade el mundo exterior.
En el artículo “La pérdida de la realidad en las neurosis y en las psicosis”9 , Freud plantea cómo se relacionan con la realidad10 el neurótico y el psicótico. Mientras el psicótico transforma esa realidad por medio del delirio, el neurótico se aparta de ella, no quiere saber más de ella. Ambas maneras de enfrentar la realidad son dos formas diferentes de enfrentar la angustia. Mientras en la neurosis la angustia aparece cada vez que la pulsión reprimida trata de hacerse consciente, en la psicosis la angustia aparece cada vez que la realidad trata de imponerse en la vida anímica del sujeto. Mientras el psicótico niega la realidad y la transforma, el neurótico no quiere saber nada de ella. Al psicótico, el mundo exterior trata de imponérsele, razón por la cual él elabora su delirio, tratando de modificar esa angustiosa imposición.
Lacan11 profundiza, de acuerdo con las referencias de su tiempo, el término “simbólico”; y nos dice que, en las neurosis, se manifiesta la integridad del registro simbólico. En efecto, el síntoma neurótico se confecciona con significantes modificados y pertenecientes al ordenamiento previo a la irrupción de la pulsión. El síntoma neurótico va a religar la pulsión reprimida, aprovechando los significantes existentes para reordenarlos de un modo particular.
En cambio, en la psicosis se da un agujero que el fantasma psicótico a través del delirio tratará de colmar. El agujero se produce en la estructura del mundo exterior. El sujeto y el mundo se tambalean sin que los referentes o significantes anteriores se puedan reordenar. Los significantes que, en el neurótico, reordenan el mundo cuando este y el sujeto se tambalean, lo reordenan en el registro simbólico. El psicótico, por el contrario, lo que hace con su fantasma es rellenar ese agujero que se le abre en la estructura del mundo.
Lacan niega que la psicosis pueda ser explicada a partir de la represión y de la proyección. El mecanismo específico de la psicosis es la forclusión. En la neurosis, el síntoma supone que el sujeto ha asumido la castración. En cambio, en la psicosis la castración aparece como algo que viene del exterior; como algo que no se ha interiorizado o simbolizado; como algo que ha sido rechazado de lo simbólico y que aparece en lo real. El delirio y la alucinación psicóticos vienen de fuera. Un mecanismo hace retornar del exterior lo que ha sido dejado fuera de la simbolización.
El delirio paranoico viene de fuera; supone la forclusión o repudio de la castración, la cual ha sido dejada fuera de la simbolización o rechazada de lo simbólico. Lo que el paciente psicótico localiza en otro —fuera de sí— no tiene relación con el deseo reprimido; le viene desde ese otro y el paciente no lo remite a otras significaciones. El psicótico no remite su discurso delirante más que a una continuación de dicho discurso. La progresión lingüística se imposibilita porque no se conserva ese lugar del lenguaje que hace posible la asociación lingüística. Mientras el síntoma neurótico es la expresión metafórica del deseo inconsciente reprimido, el delirio es pura metonimia sin progresión lingüística, en razón a la caída del lugar del lenguaje. Ese otro del lenguaje no existe en la psicosis. En la neurosis, la represión se puede manifestar como proyección en el otro de lo reprimido. En la psicosis, lo forcluido viene al sujeto desde el otro; lo excluido del orden simbólico se ubica en el otro.
La paranoia se estructura en el estadio del espejo, y afecta a un sujeto para el cual la unidad del cuerpo y la existencia del otro han adquirido cierto sentido. El paranoico se expresa explícitamente y en toda ocasión en nombre de la verdad; y espera de nosotros que la reconozcamos. El discurso del paranoico nos sorprende porque él no busca la verdad, la posee; y no admite que se pueda dudar de tal privilegio. El paranoico convierte sus discursos en cosas dotadas de propiedades en sí. Él capta el objeto de un modo absoluto, siendo el prototipo de esta captación el objeto especular12.
En el paranoico, se halla presente la referencia de un tercero —testigo fiador de la verdad—, pero se trata de una referencia falseada. El otro no es invitado a colaborar con la búsqueda de la verdad; es invitado a constatarla, tal como la comunica el enfermo, quien confunde su propia posición con la del tercero‐fiador. Como la función normativa del tercero instaurador de lo verdadero adquiere su alcance pleno a través del drama edípico, esta función tiene en la paranoia un estatuto intermediario, el del testigo especular, un testigo sin auténtica alteridad, incapaz de encarnar la ley del otro, por surgir de ese otro que es él mismo13.
El mundo del paranoico es un mundo visto en imagen, donde el sujeto también se ve a sí mismo como un objeto imaginario. Él refleja para nosotros el mundo tal y como se ofrece a su mirada. Su discurso no se dirige a una persona capaz de dar un testimonio que colabore con el esfuerzo por instaurar lo verdadero. El único papel del otro es repetir el sentido concluso enunciado por el paranoico. El sujeto, el otro y el mundo se sitúan al nivel de sentido que corresponde a la imagen especular. La alteridad del otro es también una proyección del sujeto. La agresividad concierne a otro que es él mismo; concierne al doble especular.
NOTAS
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- González Monclús, E., op. cit., P.P. 20‐21.
- Sobre el tema de los celos homicidas, ver: Lagache, D., La jalousie amoureuse. Psychologie descriptive et psychanalyse, PUF, 1986, P.P. 601‐711.
- Freud, S., Observaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia, Obras Completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1972.
- Freud, S., Neurosis y psicosis, Obras Completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1972.
- Freud, S., La pérdida de la realidad en las neurosis y en las psicosis, Obras Completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1972.
- Por realidad debemos entender tanto la realidad externa como la realidad psíquica (subjetiva).
- Lacan, J., De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis, en Escritos 2, Siglo xxi, México, 1984. Lacan, J., Seminario 3. Las psicosis, Paidós, Barcelona, 1984.
- De Waelhens, A., La psicosis. Ensayo de interpretación analítica y existencial, Ediciones Morata, Madrid, P.P. 154‐155.
- Ibid, P.P. 161‐162.
BIBLIOGRAFÍA
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