Primer día de clases. El profesor entra al aula y los estudiantes, al verlo avanzar entre las mesas con su expresión adusta e inapelable, van ocupando sus posiciones con amarga intuición defensiva y miradas suspicaces. Es la duda ante el futuro, la angustia que provoca siempre lo nuevo, sobre todo cuando el destino depende de otras personas.
El profesor ha terminado de acomodar sus papeles sobre la mesa, levanta la cabeza hacia el fondo del aula y recorre a los estudiantes con una mirada impenetrable, segura, aunque de ojos apenas visibles por el brillo de los lentes y la profundidad de la calvicie en desarrollo. Luego de ajustarse el lazo de la corbata y corregir el entallado del saco gris oscuro, da tres pasos y enfrenta a la masa de jóvenes expectantes. Su voz es seca, ligeramente irónica:
–Estamos en la universidad, así que dentro de esta aula no hay niños. Les informo cuál será la política de evaluación en mi asignatura: la A es para Dios, la B es para mí y la C para unos poquitos de ustedes. La mayoría de los presentes sobran en el aula. Ustedes sabrán.
¿Qué ha ocurrido? Algo que en cualquier intercambio entre seres humanos puede considerarse terrible: el profesor ha suspendido, de un único y brutal golpe, los componentes afectivos que precisa el acto de comunicación para ser pleno y enaltecedor. Peor aún. Ha levantado un muro entre él y aquellos a quienes tiene el deber de instruir y formar, sobre todo porque en el caso de la comunicación dentro del aula la relación es asimétrica en esencia (Fernández, Durán y álvarez, 1999: 2‐13): existe un comunicador dominante, investido de una autoridad que le permite determinar cómo, hasta cuándo, dónde y de qué manera se producirá el acto comunicativo. En lugar de aliviar esa asimetría, el profesor de marras la ha verticalizado para siempre, siguiendo un dudoso concepto de autoridad y un principio que de seguro él mismo rechazaría si le fuera aplicado en la vida social: la dictadura es el modo más simple y eficiente de comunicarse, en ella solo hay una voz y los demás no cuentan. La pregunta es: ¿será también esa la forma más enriquecedora y placentera de comunicación?
El proceso docente‐educativo podría representarse como un embudo, en cuya parte más estrecha está situada la comunicación entre el profesor y los estudiantes, dentro y fuera del aula. La planificación del proceso toma cuerpo de realidad en el momento de esa comunicación: es ahí donde los esfuerzos de cientos, puede que miles de personas, se concretan y alcanzan o no el resultado apetecido, en dependencia de la calidad que esa comunicación logre. Es ahí donde se expresan con toda validez el modelo educativo elegido de acuerdo con la filosofía de la institución, las estrategias diseñadas para obtener resultados que se entienden factibles y adecuados, los recursos de todo tipo invertidos para apoyar el proceso. Entonces, ¿qué parámetros podrían usarse para medir la calidad de la comunicación entre el profesor y sus estudiantes?
La respuesta a tal pregunta depende de los objetivos que hayan sido planteados para el proceso docente‐educativo y, sobre todo, del modelo educativo puesto en práctica a partir de determinada concepción filosófica y pedagógica. A la luz de las corrientes pedagógicas que han dominado las últimas décadas, dos serían las opciones extremas:
- Centrado en el programa: Se entiende que la comunicación entre el profesor y sus estudiantes es satisfactoria cuando el primero vence los temas que aparecen en el programa y realiza las actividades de rigor, incluidas las evaluaciones.
- Centrado en el proceso: Se toman en cuenta para evaluar la calidad de la comunicación entre el profesor y sus estudiantes la participación de estos últimos en el proceso, su capacidad para implementar recursos y cumplir actividades que les permitan construir su conocimiento y la satisfacción que tales operaciones provocan en ellos.
La primera de estas opciones está claramente relacionada con los modelos tradicionales de impartir docencia, donde el centro lo ocupan el profesor y su tarea casi exclusiva de transmitir saberes. La segunda se acerca a los modelos más democráticos que, desde muy temprano en el siglo pasado, fueron haciendo propuestas para colocar al estudiante en el centro del proceso de enseñanza‐aprendizaje. En el espacio universitario, donde debe predominar la formación profesional de estudiantes adultos, se estaría tentado a creer que la tarea de desarrollar modelos educativos más democráticos (y, por tanto, esquemas de comunicación más horizontales entre el profesor y sus estudiantes) resultaría fácil. La realidad parece desmentir tal suposición, como mostraremos posteriormente. Para el contexto dominicano, además, esa tarea se ve doblemente obstaculizada por debilidades inherentes a la organización de la educación superior:
- La mayoría de los profesores universitarios nacionales son contratados por horas; su única y mayor responsabilidad consiste en impartir docencia y entregar los resultados. Esto significa que no hacen vida institucional, no intervienen en las tomas de decisión que afectan el proceso docente‐educativo, no participan en actividades de extensión y, en consecuencia, no tienen más roce con sus estudiantes que los inherentes al momento de la clase. Un ejemplo de la afirmación anterior podría constatarse si esbozamos los índices aproximados de contratación profesoral existentes en dos de las más reconocidas universidades dominicanas:
- Un segundo aspecto, que no se encuentra del todo divorciado del punto anterior, se relaciona con la remuneración insuficiente de los profesores, lo que genera el multiempleo en la masa profesoral, una práctica de resultados catastróficos para la docencia universitaria que incide en la baja autoestima del “catedrático”. Ese profesor que corre de universidad en universidad tras un magro salario no tiene tiempo (ni recursos económicos) para su superación, para entrar en contacto con las más prometedoras tecnologías de la información y, mucho menos, para intentar conocer a sus estudiantes o trazar estrategias comunicativas adecuadas respecto a ellos. ¿Cuántas horas de docencia debe impartir un profesor de grado licenciatura para lograr un salario digno, a partir de los pagos por horas de trabajo? Una vez más la ilustración de este factor en las dos universidades anteriores puede ofrecernos una idea más clara al respecto.
- Existe insuficiencia en el trabajo de extensión universitaria de los altos centros docentes. Las universidades dominicanas se comportan esencialmente como centros por y para la docencia, con lo cual dan por sentado que su primera obligación es la instrucción del educando y no su formación. Esto genera muy pocos espacios donde profesores y estudiantes puedan compartir fuera del aula y al margen de la docencia, lo que fortalecería los lazos afectivos y emocionales que tanto favorecen la comunicación interpersonal.
- Ausencia de investigación en la práctica docente cotidiana. Ésta, que es una de las más graves deficiencias de la universidad dominicana, provoca (entre otras catástrofes de la mayor trascendencia) un escaso desarrollo de la competencia investigativa de los profesores, lo que les imposibilita manejar herramientas necesarias para caracterizar sociológica y culturalmente a sus estudiantes y, por tanto, estar en condiciones de elaborar mensajes dirigidos a ellos con una más certera capacidad predictiva.
- A los factores anteriores se suma la creciente (y, al parecer, inevitable) tendencia de que un mayor número de estudiantes trabajen, lo que evidentemente se relaciona con más exigencias sociales de un capitalismo imbuido de formas de acumulación vinculadas a la flexibilidad de los individuos. De este modo, una gran parte de esos estudiantes apenas tienen tiempo para llegar a la hora de clases, aplastados por ocho y más horas de trabajo, y cumplir apresuradamente sus obligaciones docentes. Mucho menos tiempo tendrán para participar en actividades cocurriculares o para fomentar lazos de intercambio con sus compañeros de aula o sus profesores, más allá de la asignatura que se debe vencer para avanzar en el pensum.3
Indudablemente, estas condiciones no favorecen el acercamiento de los profesores y los estudiantes (tampoco de los profesores entre sí) y se convierten en factores que agrandan la ya notable brecha generacional que los separa. Desde hace años, el Dr. José Antinoe Fiallo ha insistido en el continuo crecimiento de la brecha generacional existente (por razones que sobrepasan hoy los comprensibles aspectos biológicos‐sociales de ayer) entre los profesores y los estudiantes, sin que hasta el momento el medio universitario dominicano haya prestado oídos y tomado medidas al respecto:
Creo que esos elementos son claves para nuestra reflexión, porque ellos y ellas nos exigen cambios, transformaciones, no sólo en la práctica pedagógica sino en la relación de los contenidos académicos o formativos, con el imaginario, las percepciones, las significatividades de los jóvenes, relacionando su cotidianeidad con el proceso de formación universitaria. Ese es nuestro reto, eso nos exigen, y por ello […] debemos dar respuestas que impacten nuestra práctica profesional en el aula (Fiallo Billini, 2004).
Si hay un terreno dentro del cual la brecha generacional opera con fuerza despiadada es en la capacidad de comunicación (¿no será mejor decir la incapacidad?) que pudieran poseer los profesores para intercambiar con sus estudiantes y cumplir su papel de formadores (que no sólo de instructores) dentro de la sociedad.
Constriñéndonos a los alcances de este artículo, la brecha generacional tendría un impacto terrible en la comunicación profesor‐estudiante debido a la consolidación en los más jóvenes de patrones culturales no sólo diferentes a los de sus profesores, sino que además son rechazados, despreciados y hasta condenados por estos últimos. Desde finales de los años ochenta, Néstor García Canclini documentó la tendencia de la cultura en las sociedades de América Latina a una galopante hibridación y mezcla, cuyo resultado más notable era la estrecha fusión entre la cultura popular, la cultura artística y la cultura mediática: “Así como no funciona la oposición abrupta entre lo tradicional y lo moderno, tampoco lo culto, lo popular y lo masivo están donde nos habituamos a encontrarlos. Es necesario desconstruir esa división en tres pisos, esa concepción hojaldrada del mundo de la cultura, y averiguar si su hibridación puede leerse con las herramientas de las disciplinas que los estudian por separado […]” (García Canclini, 1990: 14‐15).4
Nuestros jóvenes participan de esa cultura híbrida sin ningún tipo de complejo, de lo que derivan un concepto de erudición diametralmente distinto al que maneja la mayor parte de sus profesores, aferrados aún a la convicción de que la única cultura realmente valiosa es la artística (es decir: Mozart sí, reggaeton no). Para no exceder los límites de este artículo, basta considerar las concepciones de Lev Vygotski (1929) acerca del papel decisivo que las herramientas culturales poseen en la formación del individuo (gracias a su papel de intermediarios en la socialización y la apropiación de la herencia cultural que el ser humano encuentra al nacer), para percatarnos de que los profesores y los estudiantes universitarios dominicanos de hoy construyen sus conocimientos y actúan sobre su circunstancia (es decir, confieren sentido) a partir de patrones culturales diferentes, incluso enfrentados.5 Esto, en sí mismo, no sería muy problemático si nuestros profesores universitarios tomaran conciencia del problema y diseñaran vías para superar la brecha, en lugar de rechazar la perspectiva del estudiante y obligarlo a aceptar una forma de ver el mundo en la que éste no cree ni puede creer. La reacción del estudiante será entonces la de cualquier comunicador aplastado por la asimetría comunicacional: esconderse tras una estrategia de disimulo; es decir, digo lo que el profesor quiere oír para que no me queme. No es diferente a lo que ocurre con las personas sometidas a cualquier régimen dictatorial.
Hace poco un amigo y experto investigador nos cuestionaba si eso que llamamos brecha generacional no había existido siempre entre los profesores y los estudiantes universitarios. Claro que sí, pero esa brecha ha adquirido hoy proporciones y consecuencias tan distintas como desmesuradas, frente a las que un profesor no preparado corre un enorme riesgo de incomunicación, con el consiguiente deterioro de la calidad del proceso docente‐educativo. Es así, entre otras, por las razones siguientes:
- Nunca antes hubo una posibilidad de informarse tan expedita y fácil como hoy, para la que no es imprescindible pasar décadas de entrenamientos. Si en el aula universitaria de hace treinta años el profesor era indiscutiblemente el mejor informado acerca de cualquier aspecto de su especialidad, hoy no es necesariamente así. Esto significa que la importancia de la universidad como espacio para transmitir información ha perdido definitivamente su pertinencia. El contenido que no tribute de forma clara hacia el entrenamiento de las habilidades profesionales es un lujo innecesario y carece de sentido. Saber en el mundo de hoy ha dejado de ser sinónimo de tener información. Para eso están las computadoras e internet.
- Los jóvenes que hoy tienen entre 18 y 23 años, en su inmensa mayoría, fueron alfabetizados en las nuevas tecnologías derivadas de la violenta expansión que ha conocido la computación desde los primeros años ochenta del siglo pasado. Muchos de ellos poseen habilidades en el manejo del computador y sus accesorios (desde softwares vinculados a la educación, hasta la capacidad de interconectar diversas tecnologías) superiores a la mayor parte de sus profesores, que fueron alfabetizados en el universo del libro tradicional. Por una parte, esto era impensable hace treinta años. Por la otra (y sin perder de vista la teoría vygotskiana citada antes) no debe olvidarse la advertencia de Marshall MacLuhan acerca de que un cambio radical en los modos de comunicación social trae aparejado también cambios radicales en la manera en que las personas perciben la realidad (Marshall y Eric McLuhan, 1990: passim) y atribuyen sentido a los mensajes.6
- Vinculado a todo lo antes dicho y a la preeminencia del factor tecnológico (que es, en el fondo y en la superficie, ciencia aplicada), los jóvenes estudiantes universitarios han extendido certificado de muerte al intelectual de vitrina, bueno para memorizar datos y recordar citas. El conocimiento hoy, para ganar pertinencia, tiene que ser construido desde los problemas que plantea la realidad social concreta y demostrar su utilidad frente a ella. El antiguo planteamiento de que era imprescindible leer El Quijote porque es la obra más importante de la literatura en lengua española ninguna pertinencia tiene ya si el profesor no es capaz de demostrar a sus alumnos que la obra insigne de Cervantes les sirve para vivir en el presente. Y claro que les sirve, sólo falta que el profesor sepa por qué.
La brecha generacional y la resistencia de nuestra universidad para reconocerla y tomar medidas frente a ella trae como consecuencia que los protagonistas de la comunicación didáctica dentro del aula se desconozcan. Ni el profesor conoce a su estudiante ni éste conoce (o le parece posible conocer) a su profesor. Algunas cifras podrían ilustrar lo anterior:
En una encuesta preliminar aplicada a 52 estudiantes de INTEC (Ulloa y Fernández, 2005) se les preguntó si les gustaba o no el reggaeton. Como era de esperar, el 71% respondió afirmativamente y otro 10% admitió que lo oía, aunque no le gustara demasiado. Es decir, la tendencia a la aceptación sobrepasó el 80%. El resultado más interesante se produjo cuando se les preguntó si creían que sus profesores serían capaces de abrir un debate sobre el reggaeton en el aula. Mientras 11 (21.1%) respondieron que sí, 10 (19.2%) dijeron que no. Lo revelador está en que 27 (51.9%) contestaron que no sabían y 4 (7.6%) que nunca hablaban de esos temas. Esto es, 31 (59.6%) de los encuestados conocen tan poco a sus profesores que no saben si éstos tendrían la amplitud mental suficiente para hablar de un tema que interesa y forma el día a día de, al menos, el 81% de ellos.
¿Serán estos resultados representativos? ¿Serán válidos para otros centros universitarios dominicanos? La misma encuesta fue aplicada a 50 estudiantes de la Universidad APEC (Ulloa y Fernández, 2006a). Ahora fueron 26 (52%) los que respondieron que no sabían si sus profesores serían capaces de debatir en torno al reggaeton y 9 (18%) plantearon que nunca hablaban de esos temas. En fin, la tendencia a la duda alcanzó el 70%, casi un 10% más que en el caso de INTEC.
La comunicación dentro del aula, sobre todo en las actuales circunstancias de la universidad, participa (o al menos debería participar) de muchas de las características que tipifican la comunicación interpersonal. Si tomamos distancia de las concepciones espaciales referidas a lo interpersonal y aceptamos que los diferentes estadios comunicativos que van desde la impersonalidad hasta la interpersonalidad pasan por la mayor o menos capacidad predictiva con que los comunicadores elaboran y envían sus mensajes, y que esa capacidad predicativa depende del grado de conocimiento que tienen los comunicadores entre sí (Miller, 1992: 31), entonces tendremos que llegar a la conclusión de que las iniciativas puestas en práctica por los protagonistas de la comunicación didáctica para conocerse mejor serán decisivas en el resultado de la interacción. Estamos tratando de decir que gran parte del éxito en la comunicación del profesor con sus alumnos está relacionada con sus habilidades para caracterizarlos e individualizarlos, de modo que ese conocimiento le permita diseñar estrategias de comunicación con una alta capacidad de predicción.
¿Creen los estudiantes universitarios de hoy que sus profesores los conocen o tendrían interés en conocerlos? Es mejor preguntarlo directamente a ellos. Eso fue lo que hicimos en una encuesta realizada a 284 estudiantes de INTEC (Ulloa y Fernández, 2006b). Según los resultados, el 58.6% de los encuestados respondió que sus profesores los conocían poco; el 32% que no los conocían nada; y el 8.9% que los conocían mucho. Las cifras son elocuentes, pero lo son mucho más las respuestas que dieron los estudiantes a la pregunta de por qué los profesores no los conocen:
Sólo se preocupan por la docencia 127 44.7%
Falta de espacios para relacionarse 60 21.1%
Métodos tradicionales de docencia 14 4.9%
Prejuicios hacia los jóvenes 13 4.5%
Falta de interés mutuo 8 2.8%
Otros 13 4.5%
No respondieron 47 16.5%
Cuando en esta misma encuesta se preguntó a los estudiantes sus opiniones sobre la calidad de la comunicación con sus profesores, 43 (15.1%) enfatizaron sobre elementos de buena comunicación; 228 (80.2%) enfatizaron sobre elementos de mala comunicación; y 13 (4.5%) no respondieron. Preguntados por las causas de la mala comunicación, las respuestas fueron como sigue:
Autoritarismo de los docentes 51 (17.9%)
No relaciones abiertas‐cercanas entre profesores y estudiantes 46 (16.1%)
Interés exclusivo por docencia 24 (8.4%)
Malas actitudes del docente 21 (7.3%)
Falta de comprensión de los docentes 15 (5.2%)
Podríamos continuar acumulando cifras, pero nos parece innecesario. Dado el contexto en que la universidad dominicana desempeña hoy su trabajo, la implementación de modelos pedagógicos más democráticos y la búsqueda de una comunicación más horizontal entre profesores y estudiantes no son opciones: son obligaciones imperiosas si se quiere remontar la brecha generacional, poner la enseñanza superior a la altura de los tiempos que corren y dar al proceso docente‐educativo la calidad que la sociedad dominicana exige, de cara a un mundo que será cada vez más globalizado y competitivo. No es posible seguir impartiendo docencia universitaria como se hacía hace treinta años ni seguir capacitando a los profesores al margen de su función como comunicadores; estos es: profesionales capaces de trazar estrategias certeras para la comunicación en condiciones de interpersonalidad, de emplear los recursos más eficaces y flexibles de la comunicación persuasiva, de caracterizar e individualizar a sus estudiantes, de adelantar indagaciones científicamente fundamentadas acerca de la constitución sociológica y cultural de esos seres humanos que entran al aula en busca de los conocimientos, las habilidades y los valores que les permitirán recorrer con éxito el camino de la vida.
Notas
- El presente artículo es un resultado parcial de la investigación que sobre el tema actualmente realizan los autores con financiamiento de la Universidad INTEC. A lo largo de la misma, han contado con la asistencia de un equipo de estudiantes formado por Mariel Olivo Villabrille, Felipe E. Díaz Soto, Juan Carlos López y Meriely Garrido. Si algún valor encierran estas líneas, debe de ser adjudicado también a ellos.
- Los datos que se ofrecen acerca de las universidades APEC e INTEC fueron obtenidos en ambas institucio- nes con fecha 30 de junio de 2006.
- Uno de los principales temas de estudio sobre los jóvenes en la actualidad se relaciona con su inserción en la sociedad neoliberal y cómo la cotidianeidad para ellos se convierte en algo intrascendente que los aniquila, y los condena al anonimato, en tanto el papel esencialmente económico que la sociedad les confiere. En ese sentido, generar formas que impliquen una revitalización del vivir intensamente, que renueven la identidad individual y grupal se convierte para ellos en una necesidad de primer orden. La construcción de esas nuevas formas de identidad se encuentran más cerca de lo ritual que de lo socio contractual, más cerca de lo presen- cial. Esas nuevas formas se fundamentan en la proliferación y apropiación de espacios que los convoquen a hacer lo que desean, a desarrollar una especie de ritual en el que se transgreda, se quiebre el simbolismo característico de la propuesta de vida impuesta por la sociedad.
- Para un acercamiento más reciente y, también, más cercano a este fenómeno, véase el libro Noción y ritmo; descargas desde el Caribe, del investigador puertorriqueño de Juan Otero Garabís, donde aparecen estudios de caso relacionados con República Dominicana, Cuba y su país natal. Es de particular importancia su acer- camiento crítico a la salsa como fenómeno sociocultural.
- En este caso entendemos que la cultura, a partir de sus significados, puede considerarse una reelaboración subjetiva de nuestra propia experiencia. Por tanto la cultura no son sólo ideas, sino también sentimientos, valores, conciencia afectiva y moral en la que interviene la acción simbólica ejercida desde diferentes re- ferentes históricos del individuo. Cultura en este caso es actuación y representación al mismo tiempo, y en tanto es simbólica en ella se materializan, se exteriorizan las experiencias vividas. Como dice Néstor García Canclini, para entender la cultura no basta con fijarse en el producto, en los bienes culturales, en los objetos, sino en la recepción y en el significado que los diferentes actores le atribuyen.
- Una perspectiva teórica al momento de estudiar este aspecto es la del “consumo cultural”, desarrollada en años recientes por Néstor García Canclini y aplicada a la recepción cultural. En este caso para, referirse de manera objetiva al consumo cultural, el autor propone tomar en cuenta que la cultura se organiza tanto de forma multitudinaria como anónima, por lo que la masificación de los consumos culturales no necesariamen- te conlleva a una homogeneización, sino a una interrelación entre grupos sociales distantes en medio de una trama comunicacional segmentada. En síntesis, las redes de comunicación presentan ofertas heterogéneas re- lacionadas con hábitos y gustos distintos, lo que genera que las personas se vayan ubicando en ciertos gustos y en modos de elaboración y recepción sensible de la cultura según su generación, distancias económicas y educativas (García Canclini, 1993: 15‐16).
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