Ciencia y Sociedad, Vol. 47, No. 3, julio-septiembre, 2022 • ISSN (impreso): 0378-7680 • ISSN (en línea): 2613-8751 Sitio web: https://revistas.intec.edu.do/

LA RESISTENCIA A LA DOMINACIÓN DE LOS INDÍGENAS DE LA ESPAÑOLA (1492-1533)

The resistance to the domination of the indigenous of spanish (1492-1533)

DOI: https://doi.org/10.22206/cys.2022.v47i3.pp9-34

Doctor en Historia de América por la Universidad de Sevilla y miembro correspondiente extranjero de la Academia Dominicana de la Historia. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-8873-5399, Correo-e: Caballoss1@gmail.com

Recibido: 19/5/2022 ● Aprobado: 14/6/2022

INTEC Jurnals - Open Access

Cómo citar: Mira Caballos, E. (2022). La resistencia a la dominación de los indígenas de La Española (1492-1533). Ciencia y Sociedad, 47(3), 9–34. https://doi.org/10.22206/cys.2022.v47i3.pp9-34

Resumen

En este artículo analizamos las distintas formas de resistencia que desplegaron los taínos de La Española frente a la dominación castellana. La resistencia activa, es decir, violenta, fue escasa y tardía frente a la gran resistencia pasiva que se manifestó desde la misma llegada de los españoles. Tras los fallidos alzamientos de los primeros años, la tenacidad taína adoptó unas estrategias muy básicas ante la incapacidad para frenar la destrucción de su mundo: una, la práctica de la tierra quemada, con la idea de expulsar a los extranjeros por falta de alimentos. Dos, la huida a los montes, ausentándose de las haciendas y de las minas. Y tres, el suicidio, al que recurrieron cuando tomaron consciencia del inminente fin de su mundo y de su nueva situación servil. Habrá que esperar casi dos décadas para encontrar de nuevo una resistencia activa, la del cacique hispanizado Enriquillo.


Palabras clave:

La Española; españoles; indígenas; resistencia; dominación; alzamiento; Bahoruco.

Abstract

This article analyzes the different forms of resistance that the Tainos of Hispaniola deployed against the Castilian domination. The active resistance, violent, was scarce and late compared to the great passive resistance that was manifested since the arrival of the Spaniards. After the failed uprisings of the first years, the Taino tenacity adopted some basic strategies, given the inability to stop the destruction of their world: one, the practice of scorched earth, with the idea of expelling foreigners for lack of food: two, the flight to the mountains, absenting themselves from the haciendas and mines. And three, suicide, which they resorted to when they became aware of the imminent end of their world and their new servile situation. It will be necessary to wait almost two decades to find an active resistance, that of the hispanized cacique Enriquillo.


Keywords:

Hispaniola; Spaniards; indigenous people; resistance; domination; uprisings; Bahoruco.

Introducción

Los naturales de la isla pagaron como nadie las consecuencias de la expansión colonial, hasta el punto de situarlos en pocos años al borde de su propia extinción. Y todo ello se justificó históricamente en la ideología de progreso que ha celebrado siempre el avance de la civilización, omitiendo el enorme coste humano que este ha implicado a lo largo de la historia (Carrasquillo, 2019, p. 65). Toda conquista puede generar a la postre un florecimiento cultural, pero eso, en ningún caso puede justificar la expansión imperialista ni ocultar la barbarie originaria (Morin, 2006, p. 21). La mera idea de que Castilla ocupó aquellos territorios para civilizarlos y cristianarlos permitía enmascarar y justificar la violencia que se usó frente a los que ellos llamaban bárbaros.

Desde un primer momento, los naturales fueron considerados personas, aunque inferiores, por lo que la bula Sublimis Deus, expedida por el papa Paulo III, el 2 de junio de 1537, tan solo confirmó una obviedad (Abellán, 1979, p. 461). Ya en los primeros textos de Cristóbal Colón estos fueron descritos como gente “bien dispuesta y de hermosa estatura, además de afables y hospitalarios (Colón, 1992, pp. 219-226). Es bien conocida la respuesta que el primer almirante ofreció a unos taínos cuando les dijo que él había arribado a esas tierras para evitar que los temibles caribes les hiciesen daño. Este enfoque se perpetuó en Europa a lo largo de varios siglos, pero no en la propia España, donde la imagen tardó poco en cambiar. Esos seres bondadosos y bellos, rápidamente, fueron vistos como “holgazanes, borrachos, ladrones o sucios”, seres primitivos que, además, desconocían aspectos tan civilizados como la rueda o el hierro (Zalama, 2021, p. 21; Fernández Herrero, 1994, p. 25). Todo esto proporcionó a los europeos la coartada de la superioridad moral sobre el amerindio, un ser salvaje, primitivo e inferior, lo cual dificultó durante siglos la aceptación del otro.

Por tanto, los amerindios eran personas inferiores, con una menor capacidad de raciocinio, lo cual marcó para siempre las relaciones de dominación entre unos y otros (Zavala, 2005, p. 111; Viáfara, 2014, p. 446). De hecho, su condición de persona y además vasallo de la Corona de Castilla estuvo supeditada a su conversión al cristianismo. Esta idea es la base sobre la que se cimentó tanto el concepto de guerra justa, que dio lugar a la esclavitud indígena, como el de la encomienda que, con la excusa de la conversión, se convirtió en una forma encubierta de servidumbre. Un argumento que estuvo vigente incluso en épocas avanzadas de los siglos xvi y xvii, perviviendo tanto la esclavitud por guerra justa, como la servidumbre1.

A partir de finales del siglo xviii fueron los criollos independentistas, los mismos que habían explotado al aborigen durante siglos, quienes invirtieron los términos, contraponiendo a la barbarie hispana el idílico mundo prehispánico (Mira, 2009, p. 58).

La resistencia violenta (1493-1505)

Como ya hemos comentado, el modelo de colonización era absolutamente intransigente en cuanto a los usos y costumbres: toda la población de los nuevos territorios debía convertirse al cristianismo e identificarse con la forma de vida castellana. De ahí que la mayoría de los aborígenes viesen a los hispanos como unos poderosos y temidos oponentes que amenazaban la continuidad de su mundo.

En La Española, la resistencia activa comenzó muy poco después de la llegada del primer almirante, Cristóbal Colón. En un primer momento, contaba el almirante que los recibieron atónitos, ya que nunca habían visto gente así, por lo que pensaron que procedían del cielo (Colón, 1992, p. 222). Según Girolamo Benzoni, quedaron sorprendidos “comentando entre ellos de qué parte podría venir una tal gente barbuda” (1989, p. 104). Pero tardaron poco en superar la sorpresa inicial, produciéndose una tenaz ofensiva como muestra la temprana destrucción del fuerte Navidad, ordenada por Caonabo. Hasta donde sabemos fue el primer acto de disidencia ocurrido en el Nuevo Mundo (Bernáldez, 1946, p. 282; Rouse, 1992, p. 151; Ozuna, 2018, p. 79; Larrazábal, 2015, p. 133). Tras estos sucesos violentos, los naturales continuaron con la resistencia violenta. Es conocida la rebelión de Guatiguaná en la Vega, que terminó, en 1495 con la muerte de un número elevado de ellos y con la esclavitud de unos 550 indígenas que fueron enviados a Castilla (Arranz, 1991, p. 29). En medio de esta rebeldía del indígena, se les compelió a trabajar, imponiendo un tributo de un cascabel de oro cada tres meses para aquellos indios de edad comprendida entre los 14 y los 70 años que viviesen en el entorno de las minas del Cibao, mientras que los que viviesen alejados de las minas tributarían una arroba de algodón (Arranz, 1991, p. 31). Fue precisamente en medio de estas circunstancias cuando, en torno a 1497, se produjo el alzamiento de Francisco Roldán.

 

Al poco de llegar el nuevo gobernador, frey Nicolás de Ovando, Comendador Mayor de la Orden de Alcántara, se encontró con varias zonas conflictivas, Higüey, Xaragua y la isla de la Saona, que necesariamente debía pacificar. Había carestía de alimentos y los naturales comenzaron una serie de insurrecciones que pusieron en serio peligro la supervivencia de los hispanos. El extremeño no podía consentir tales insurrecciones ya que se trataba de áreas fundamentales para el abastecimiento de los centros urbanos. Así, mientras que Higüey era de donde se abastecía de cazabe Santo Domingo, Xaragua era muy apreciada por su tributo de algodón. Precisamente, el alzamiento de Higüey se produjo por la creciente demanda de víveres de la capital de la isla. Además, en estos cacicazgos de Higüey y Xaragua se concentraban los aborígenes más aguerridos de la isla. En cuanto a la Saona, resultaba igualmente estratégica, ya que era un refugio permanente para los alzados. La situación de la isla se agravó pocas semanas después de la llegada del nuevo gobernador.

El cacicazgo de Higüey se alzó en abril de 1502, coincidiendo prácticamente con la arribada a las Indias del Comendador Mayor. En otoño de 1502 reclutó a unos 400 soldados en las villas de Santo Domingo, Concepción de la Vega, Bonao y Santiago, poniéndolos a las órdenes de un capitán de su confianza, como era el futuro conquistador de Jamaica, Juan de Esquivel. Junto a estos iban varios cientos de guatiaos, usados como porteadores y como guías, ya que conocían el terreno. En sus instrucciones figuraba la posibilidad de hacer la paz y, en caso de no aceptar, acabar con ellos a sangre y fuego, aherrojando a los que capturasen. No hubo piedad y, una vez pacificada la región, decidió mantener allí una pequeñísima guarnición de nueve hombres, capitaneados por Martín de Villamán. La muerte de este pequeño contingente a manos de los naturales provocó, como veremos luego, la Segunda Guerra de Higüey.

Justo un año después, concretamente en otoño de 1503, se rebeló el cacicazgo de Xaragua, donde residía —como es bien sabido— la cacica Anacaona. Se trataba de la esposa del difunto cacique Caonabo, muerto en 1496 en la travesía hacia España, y hermana del cacique de Xaragua, Beechio (Larrazábal, 2015, p. 135; Zabaleta, 2020, p. 24). Con este cacicazgo habían estado comerciando los españoles desde mucho antes de la llegada a las Indias de Nicolás de Ovando2. Esta insurrección tampoco podía ser consentida, primero, porque, como ya hemos afirmado, era una zona esencial para el aprovisionamiento de Santo Domingo, y, segundo, porque podía servir de ejemplo y generalizarse la sedición. Por todo ello, el propio Comendador Mayor acudió personalmente a Xaragua, con casi todos los recursos ofensivos de que disponía en ese momento, es decir, 60 jinetes y 300 soldados de a pie. Una vez más, su primera intención era mantener conversaciones de paz, pero, cuando se enteró que había numerosos caciques confederados que pretendían conspirar contra él, se adelantó a las circunstancias. Lo que sucedió después es bien conocido por los textos del padre Las Casas: acordó con sus hombres que cuando se tocará una cruz que tenía en el pecho, estos abandonarían el bohío donde se encontraban los indígenas, para a continuación incendiarlo. Se trataba de infligir un castigo ejemplar, por lo que constituyó una matanza atroz, de la que solo se salvó momentáneamente Anacaona. No hay acuerdo sobre el número de personas que perecieron en la despiadada quema, pues mientras Fernández de Oviedo afirma que fueron unos 40, el padre Las Casas insiste en que fueron por lo menos el doble. No obstante, es probable que la cifra más aproximada fuese en esta ocasión la del dominico, pues Diego Méndez, uno de los históricos pobladores de la isla, declaró en su testamento que estuvo presente en la matanza de Xaragua donde fueron quemados 82 caciques (Mira, 2000b, p. 71). Los naturales capturados y esclavizados en Xaragua debieron ser muchos, pues los beneficios netos que se obtuvieron tras la venta en almoneda de “los esclavos y preseas y otras cosas que se hubieron en la guerra” ascendió nada menos que a 14.370 pesos de oro de los que se descontaron 2.840 que correspondieron al quinto real3.

Pero la situación de guerra rebrotó en la provincia de Higüey, que por segunda vez se alzó y aniquiló al pequeño retén de españoles. Los naturales, ante la reducida guarnición conformada por el capitán Martín de Villamán y nueve españoles, se crecieron y acabaron rápidamente con ellos. Ovando volvió a enviar a Juan de Esquivel y a Diego de Escobar, con un total de 400 hombres para que acabasen con los alzados. Una vez más, estos llevaban instrucciones muy precisas para que “propusiesen primero la paz y si no la admitiesen los castigasen y sujetasen su osadía” (Peguero, 1975, T. I, pp. 136-143). Los naturales se resistieron y su cacique fue prendido y ahorcado algún tiempo después en Santo Domingo. Las capturas se situaron en torno a las 125 personas, a juzgar por el quinto de 25 esclavos que entregó al fisco Diego de Soto, criado del teniente Diego Velázquez, de los cautivos apresados en la Segunda Guerra de Higüey.

Mientras transcurrían las campañas de Higüey y Xaragua se alzaron también los naturales de Guahava y Aniguayagua, despachando el gobernador a Diego Velázquez y a Rodrigo Mexía de Trillo al frente de un contingente de hombres. Estas campañas duraron unos seis meses y acabaron igualmente con el ajusticiamiento de los caciques, la captura de numerosos esclavos, tomados en justa guerra, y la pacificación de la zona. La cabalgada de Aniguayagua supuso unos beneficios brutos de 2.240 pesos de oro, tras la venta en almoneda de los esclavos y de los bienes aprehendidos a los insurrectos.

La resistencia pasiva (1505-1518)

Los alzamientos iniciales fueron sofocados a sangre y fuego ante la inferioridad técnica, táctica y psicológica de los taínos. Los naturales de La Española no combinaron la resistencia pasiva con la lucha armada, como sí hicieron otros grupos indígenas en extensas áreas del continente americano4. La falta de una conciencia de clase, al menos en sus etapas iniciales, las epidemias y el abatimiento por la pérdida de su cosmovisión y su religiosidad resultaron devastadoras. Desde entonces comenzó otro tipo de resistencia, la pasiva, catalizada tanto en el recurso a la huida como en el sincretismo de sus ritos, solapando aspectos prehispánicos tras la obligada apariencia cristiana. Durante lustros, debieron mantener sus tradiciones en la intimidad de sus hogares, que quedaban por lo general fuera del control de los extranjeros. Es posible, asimismo, que hayan escapado al reflejo de la historia, otras formas de resistencia como protestas, miradas pendencieras o incluso lentitud o negligencia en el ejercicio de las labores. Lo cierto es que, ante la incapacidad bélica para frenar la desaparición de su mundo, la resistencia pasiva adoptó durante varios lustros estrategias muy básicas:

Primera, la práctica de una política de tierra quemada, con la idea de expulsar a los extranjeros por falta de alimentos. Se trata de una estrategia muy común de la que tenemos antecedentes en la antigüedad y que los taínos practicaron desde el primer momento. En la isla está bien descrita la destrucción de cultivos de yuca, lo que paradójicamente provocó la muerte por inanición de miles de aborígenes. Muy claros fueron los frailes dominicos en su carta al señor de Chiebres, fechada en Santo Domingo, el 4 de junio de 1516, quienes aludieron al drama, diciendo que para echarlos de la isla destruyeron sus cultivos, muriendo ellos mismos de hambre5.

Segundo, la huida a los montes, ausentándose de las haciendas y de las minas. Hay que señalar la diferencia entre naturales huidos y naturales alzados, que son conceptos distintos. El primer vocablo alude a un rechazo a la servidumbre y a la comunicación con el grupo dominante, mientras que el segundo implica una conciencia de clase en defensa de sus intereses que, necesariamente, chocaban con los de la élite blanca. El alzamiento, por su parte, estaba castigado con la esclavitud, mientras que el ausentamiento se penalizaba con unos moderados azotes como forma de escarmiento. Los ausentados eran buscados por los alguaciles de campo, que existieron desde los primeros tiempos de la colonización, con la función específica de traer a los que se escapaban a los montes6. Así, en 1508 se le pedía a Nicolás de Ovando que se permitiese a los dueños de naturales ir a recogerlos a los montes, alegando dos razones: una, que eran esclavos habidos en buena guerra, muchos de ellos de los capturados en la guerra del cacicazgo de Higüey. Y otra, que podían representar un mal ejemplo para los demás naturales7. En 1509 encontramos a Gaspar Briceño, que ejercía este oficio en la villa de Santiago y cuya misión era traer a los indios ausentados que el alcalde ordinario le señalaba buscar (Mira, 1993, pp. 320-322). Solo se les azotaba como forma de escarmiento, suprimiendo castigos mayores para evitar la resistencia o la huida del resto. Todavía en 1526, en las ordenanzas sobre el buen tratamiento de los naturales, se decía que por los malos tratos muchos naturales de las islas y Tierra Firme habían muerto, y otros muchos habían huido de sus tierras en gran perjuicio para su evangelización8.

Y tercero, el suicidio, al que recurrieron cuando tomaron consciencia del inminente fin de su mundo y de su nueva situación servil. Todo ello contribuyó a esa actitud pasiva que muchos adoptaron, a perder la ilusión por vivir, a no tener descendencia y, en casos extremos, incluso, a quitarse voluntariamente la vida. Los naturales, como todos los pueblos primitivos, eran en general muy espirituales, cuando vieron quebrado su presente prefirieron incorporarse a un tiempo sagrado, equivalente a la eternidad. Así llegaron a esa pereza por su propia vida y a un deseo de trascender, junto a sus antiguos dioses, a sus antepasados y a su mundo. Ello también les incitaba a no procrear, a sabiendas de que sus descendientes vivirían una indeseable servidumbre (Todorov, 1999, p. 145). En 1516, los dominicos de Santo Domingo escribieron al señor de Chiebres, informándole que, aunque todo animal busca la reproducción, los nativos mataban a sus vástagos recién nacidos por no poder atenderlos, dada la explotación que padecían9. También los naturales foráneos, llegados a la isla en las armadas de rescate, tendían al suicidio porque, como informó Nuflo de Sagredo, lo que más temían era que los sacasen de la tierra, hasta el punto de que preferían morir antes que padecer el cautiverio (Friede, 1960, T. I, p. 4). Y consumaban su propia inmolación por distintos medios, a saber: tomando jugo de yuca, ingiriendo hierbas venenosas, inhalando el humo de las semillas de ají, arrojándose a precipicios, colgándose de árboles o haciéndose matar por otros compañeros10. Asimismo, contaba Pedro Mártir de Anglería, que un tal Madroño, natural de Albacete, trataba tan mal a sus encomendados que nada menos que 94 de ellos decidieron juntarse y suicidarse a la par que decían: “¿Para qué queremos vivir más tiempo en semejante esclavitud?, ¡Hay que irse ya a las moradas perpetuas de nuestros antepasados!” (Anglería, 1989, p. 376). Sin embargo, pese a estos testimonios, que horrorizaron a los propios cronistas, estos suicidios no debieron ser masivos ni tuvieron tanta importancia en su extinción como las enfermedades (Livi, 2006, p. 51).

Irving Rouse atribuye a cinco grandes causas la desaparición como grupo de los taínos en unas pocas décadas, a saber: trabajo forzado, enfermedades, desnutrición, migraciones y mestizaje (1992, pp. 158-159.). Efectivamente, no debemos menospreciar estas dos últimas causas, el mestizaje que restó muchos efectivos y también las migraciones forzadas, pues muchas expediciones recalaban en la isla camino de Tierra Firme y se llevaban a algunos naturales como auxiliares11.

Tras el sometimiento de La Española por parte del Comendador Mayor, frey Nicolás de Ovando, esta permaneció más o menos pacífica prácticamente hasta la década de los veinte. Pero es obvio que buena parte de los naturales sentían un rechazo hacia el español, como se demuestra por los testimonios recogidos en el primer proceso por malos tratos a los naturales, fechado en 1509. Todos los testigos españoles declararon que los aborígenes sentían un acendrado odio hacia ellos. Uno de los testigos manifestó que era evidente que los naturales querían “mal a los cristianos y que los querrían ver muertos porque los castigan y apremian, lo cual es así público y notorio en esta isla” (Mira, 1993, p. 316). Incluso, se menciona a un nativo llamado Escobar, que fue mandado a azotar por Francisco de Solís “porque tomó un cuchillo para matar (a) un cristiano” (p. 316). Y no menos clarificadora es la declaración de Pedro Hernández Herrador quien dijo a la misma pregunta lo siguiente:

“Que cree todo lo que en la dicha pregunta se contiene, preguntado que por qué lo cree dijo que porque algunas veces en casa del Comendador Mayor ha habido Alonso de Cáceres, indio, que es lengua bien entendido estar borracho con hierbas u otros muchos indios decir mentiras y que claro está que quieren mal a los cristianos y que los querrían ver muertos porque los castigan y apremian lo cual es así público y notorio en esta isla” (Mira, 2000, pp. 147-148) [comillas del original].

Tampoco hemos de minusvalorar el efecto que esta resistencia pasiva tuvo sobre la colonización. Se llegó a cuestionar hasta la viabilidad de la colonia y se produjo un despoblamiento alarmante, especialmente desde la conquista del valle de México por Hernán Cortés. Fue necesario traer mano de obra de fuera, en unos casos indígena, pero sobre todo de color, y ajustar la economía que abandonó el ciclo del oro para iniciar el del azúcar. Por tanto, no podemos negar la eficacia de esta resistencia pasiva.

La gran diferencia con lo que ocurrió a partir de la década de los veinte estriba en que en estos primeros años del siglo xvi no surgieron líderes que aglutinaran a contingentes de indígenas. Los repartimientos indiscriminados y los asentamientos forzados en reducciones dificultaron la formación de una conciencia de clase que empezó a tomar cuerpo tímidamente en la segunda década del siglo xvi. Sin embargo, ese proceso se vio interrumpido abruptamente a partir de 1518, cuando llegó la epidemia de viruela y los diezmó dramáticamente.

El alzamiento de Enriquillo

Hay que llegar a finales de la segunda década del siglo xvi para encontrar un nuevo alzamiento indígena viable, aunque tuviese un carácter eminentemente individualista12. Pese a la labor de los dominicos, los abusos estaban generalizados y abundaban los casos de justicia negada, como había ocurrido ya varios lustros antes con Francisco de Solís, que fue prácticamente absuelto del asesinato impune de dos naturales (Mira, 1993, pp. 309-344; González, 2017, p. 107). En este contexto de injusticia, se enmarca esta rebelión que solo necesitaba la aparición de un líder capaz de llevarla a efecto. Se trataba de uno de esos ladinos que fueron siempre identificados como los elementos más traviesos y peligrosos del Nuevo Mundo13. De hecho, ejercieron su liderazgo sobre el resto de los naturales, enseñándoles a defenderse de los españoles dentro de un sistema de continuo hostigamiento y de una vigilancia permanente.

Lo primero que hay que establecer es la fecha al menos aproximada del alzamiento. En un documento de 1528 el emperador decía los siguiente: “Ya sabéis como desde que los padres Jerónimos estaban en esta isla está alzado y rebelado el cacique Enrique con el cual se ha tenido guerra siempre… Y se han gastado más de veinticinco mil castellanos…”14

Sin embargo, es poco plausible pensar que el alzamiento se iniciase entre 1516 y 1518, cuando los Jerónimos residían en Santo Domingo. Más bien parece que es un error, pues están hablando de hechos ocurridos una década atrás. De hecho, este dato no concuerda con otros documentos e informaciones de la época. Ya cronistas como Gonzalo Fernández de Oviedo concretaron que el alzamiento se produjo en 1519, aunque no señaló el día ni tan siquiera el mes (1992, T. I, p. 124). Sabemos que Enrique, tras sentirse agraviado, se dirigió a Santo Domingo y ¿con quiénes se entrevistó? Pues con dos de los oidores de la audiencia, concretamente con los licenciados Marcelo de Villalobos y Cristóbal Lebrón. No estaba presente Lucas Vázquez de Ayllón, que había sido enviado en verano de 1519 a la isla de Cuba para mediar entre Diego Velázquez y Hernán Cortes, y que no regresó a la ciudad primada hasta el otoño de 152015. Tampoco debían estar ya los Jerónimos, porque de seguir en Santo Domingo, con toda seguridad, se hubiese dirigido a ellos, en busca de protección y de justicia. Igualmente, no parece que estuviese presente el juez de residencia y justicia mayor Rodrigo de Figueroa que, aunque nombrado en 1518, no llegó a Santo Domingo hasta el 10 de agosto de 151916. El dominico fray Bartolomé de Las Casas tampoco estaba en la isla, pues había zarpado desde Sanlúcar de Barrameda en abril de 1520, y no regresó a la isla hasta el verano de ese mismo año (Hernández, 2016, p. 123)

Por tanto, la entrevista con los dos oidores debió tener lugar a principios del verano de 1519, cuando ya no estaban ni el licenciado Ayllón ni los tres cenobitas Jerónimos, y aún no habían arribado ni Rodrigo de Figueroa ni Bartolomé de Las Casas. Teniendo en cuenta que entre San Juan de la Maguana y Santo Domingo había una travesía media de unos dos meses —al menos eso es lo que tardaban las cuadrillas que se enviaban desde Santo Domingo—, el lance con Valenzuela debió suceder en mayo de 1519, iniciando el alzamiento en el Bahoruco, en la zona suroccidental de la isla, en el último tercio de 1519. Dicho sea de paso, que no era la primera vez que había un alzamiento en la zona, pues ya, a finales del siglo xv, estuvieron alzados por el antiguo cacicazgo de Xaragua, Francisco Roldán y los suyos, que se opusieron a la política del primer almirante17.

Cuando se produjo el alzamiento del Bahoruco la isla se encontraba en una situación crítica por los estragos de la viruela, la despoblación, la falta de mano de obra y el agotamiento de la economía del oro. El tirón que despertó la recién descubierta Nueva España fue de tal magnitud que, según Francisco Cervantes de Salazar, si la audiencia de Santo Domingo no hubiese intervenido, la isla se hubiese despoblado totalmente (1971, T. II, p. 99). Apenas permanecían en la isla un millar de colonos, casi todos disgustados por la falta de mano de obra ante la disminución drástica de la población aborigen (Rouse, 1992, p. 158; Hanke, 1967, p. 88). Según Gonzalo Fernández de Oviedo, una de las causas del éxito de la rebelión fue precisamente el escaso número —la poquedad, dice él— de aquellos que debían hacerles frente (1992, T. I, p. 125). Tanto era así que, a petición de la oligarquía de la isla, el soberano tuvo que confirmar oficialmente que, en ningún tiempo, él ni sus sucesores enajenarían la isla18.

La despoblación era más acusada precisamente en la zona suroccidental de la isla, lo que facilitó que los alzados se refugiasen en un bastión casi inexpugnable. Esta situación impedía controlar adecuadamente la mano de obra, además de la desgana con la que los españoles aceptaron las continuas sisas o derramas que desde 1523, año en el que se declaró oficialmente la guerra, sirvieron para financiar las armadas frente a los insurrectos. Por tanto, queda claro que Enriquillo inició su alzamiento, aprovechando una coyuntura que le era muy favorable, lo cual evidencia que sabía perfectamente lo que hacía y cuándo lo hacía.

Respecto a las causas que le impulsaron al alzamiento sigue abierto un debate al día de hoy. Ya los cronistas de la época redujeron todo el proceso a su interés personal, habida cuenta de los malos tratos que le propinó su encomendero, el ya citado Andrés de Valenzuela. Al parecer, este le arrebató su yegua y abusó sexualmente de su mujer. Hay que aclarar que no se trató de nada personal pues, desgraciadamente, este tipo de abusos fueron comunes desde la llegada de los españoles en 1492 hasta muy avanzada la época colonial19. Era como una especie de derecho de pernada, como en la Edad Media, por el que algunos encomenderos se sentían con derecho a mantener relaciones sexuales con la esposa del cacique, como símbolo de autoridad (Zabaleta, 2020, p. 67).

En los años siguientes, y tras asentarse la colonización, los abusos continuaron, a juzgar por la documentación que hemos podido consultar. Por citar un ejemplo concreto, en 1516, el encomendero Diego Vázquez, debido a ciertos problemas que tuvo con el cacique García Durán entró en su bohío y “le dio muchos palos y después de apalearse le ató a un palo y le trajo a su mujer y en su presencia se acostó con ella20.

Los taínos no tenían ese sentimiento de individualidad que sí que tenía el hombre del Renacimiento y no les daban tanta importancia a estos casos de violación21. Por tanto, la cuestión a resolver es: si los naturales sufrían esta afrenta con cierta resignación e indiferencia, ¿por qué Enriquillo se lo tomó tan mal? En el caso de Mencía y Enrique la situación era diferente por tres motivos: uno, porque ella no era indígena sino mestiza. Dos, porque él había sido educado desde su tierna infancia como un español. Y tres, porque formaban un matrimonio cristiano bendecido canónicamente, por lo que el abuso lo interpretó Enrique, igual que cualquier otro español, como un acto intolerable y punible. Por tanto, si hacemos caso a las fuentes, los motivos fueron fundamentalmente personales. Es seguro que Enriquillo compartió, como el resto de los hidalgos españoles, el ideal de honor del momento y esa antítesis de la sociedad renacentista del momento conocida como caballero valeroso-villano cobarde (Maravall, 1989, p. 35). Por tanto, contrariamente a lo que ha afirmado una parte de la historiografía, sí que es plausible que el detonante del alzamiento fuese el sentimiento de burla que le inspiró la violación. Y, de hecho, en 1533, cuando se produjo el encuentro con Barrionuevo, volvió a insistir que se alzó “por las burlas que me han hecho los cristianos y de la poca verdad que me han guardado” (Peña Batlle, 1948, pp. 90-91; Balcácer, 2022, p. 47).

Lo más probable es que acudiese a consultar el problema con sus amigos, los franciscanos de San Juan de La Maguana, quienes presumiblemente fueron los que le aconsejaron que se dirigiese al teniente de gobernador en la villa, Pedro de Vadillo. Ante la indiferencia de este, decidió finalmente acudir a los oidores de Santo Domingo, quienes resolvieron a su favor, algo que sorprende teniendo en cuenta el pasado esclavista de los propios oidores (Wolff, 2013, p. 244). Desconocemos los pormenores del auto dirigido al teniente de gobernador Pedro de Vadillo, aunque presumiblemente contenía alguna multa pecuniaria contra el infractor. Sin embargo, el teniente de gobernador se negó a ejecutar el auto, de ahí que los cronistas le reprochasen a este —y no a la audiencia— su responsabilidad en el alzamiento22. Para colmo, Andrés de Valenzuela, lejos de rectificar, entró en cólera y acentuó su actitud vejatoria contra Enrique y Mencía.

Ahora bien, los excesos de Andrés de Valenzuela debieron ser solo el detonante, es decir, la gota que colmó el vaso, usando un viejo refrán popular. Son muchos los historiadores que han señalado que no se puede reducir la rebelión al ámbito personal sino a la defensa de los intereses de la comunidad indígena (Peña, 1948, p. 50; Cassá, 2002, p. 244; Zabaleta, 2020, p. 71). Para Carlos Larrazábal (2015) fue una lucha entre oprimidos y opresores, y Enrique se convirtió en un “campeón del espíritu de la raza” (p. 137). Hasta fray Cipriano de Utrera, que se esmeró en restar heroísmo al caudillo, sostuvo que los sucesos de Valenzuela parecían más arbitrio de novelista y que debió rebelarse más por los desmanes que los españoles causaban a su pueblo. Y aunque no disponemos de pruebas de que el alzamiento respondiese a unos intereses de grupo, es plausible pensar que su rebeldía fuese fruto de un hartazgo colectivo. Además, no conviene perder de vista que estas rebeliones indígenas estuvieron generalizadas en toda el área antillana, especialmente en Cuba y Puerto Rico. Y si estas disidencias disminuyeron no fue por falta de un rechazo a la situación de semiesclavitud en que vivían, sino al rápido declive poblacional que en pocas décadas los llevó al borde de su propia extinción.

Tampoco podemos descartar que, ante los estragos de la viruela, Enrique tomase conciencia de la mortalidad que suponía el contacto permanente con los españoles. Y, de hecho, en los altos del Bahoruco se desarrolló una comunidad viable desde el punto de vista demográfico que no parece se viese afectada por epidemias europeas como la viruela o la gripe. Por tanto, está claro que el comportamiento individual de este líder, su propia vida y sus propios intereses personales fueron decisivos, aunque pudo aprovecharse de la coyuntura política del momento, la despoblación de la isla y el descontento de una buena parte de la comunidad aborigen.

Pese a todo, no parece plausible que sus seguidores lo viesen como un cacique tradicional, aglutinador de la cultura y de los usos prehispánicos. No olvidemos que en los primeros años de la colonización hubo casos de taínos ladinos asesinados por sus propios congéneres al considerarlos traidores a su mundo23. Pero, con el paso del tiempo, la rebelión del Bahoruco y el propio Enriquillo se convirtieron en un referente para la población indígena. Un líder carismático, un héroe indígena, que acogía a todos aquellos que llegaban, proporcionándoles una vida digna, lejos de la explotación esclavista de los encomenderos. Por tanto, es seguro que antepuso sus intereses personales, tanto en el momento del alzamiento como en el instante en que suscribió el acuerdo de paz. Pero el grupo indígena de la isla sí que lo vio como un verdadero redentor de su raza, de ahí que con el paso de los años aumentase el número de efectivos en el Bahoruco, pese al dramático declive de la población aborigen.

El número exacto de personas que le siguieron hasta el Bahoruco no lo conocemos, pero hemos de descartar cifras muy altas, tanto en el arranque como en su evolución. Los pocos datos documentales de que disponemos apuntan a que solo le siguieron una treintena de personas de su cacicazgo, incluyendo a algunas mujeres y niños24. Es seguro que Enrique se llevó a su esposa Mencía, pues es impensable que la dejase junto a su violador, y con toda probabilidad el resto de los varones se llevarían consigo a sus respectivas mujeres y, en su caso, a sus hijos. Pero huelga decir que solo consiguió movilizar en su huida a un pequeñísimo contingente, apenas una tercera o una cuarta parte de los naturales de su cacicazgo.

En síntesis, Enrique se rebeló por una actuación abusiva que venía de lejos y que solo se había suavizado ligeramente durante el gobierno de los Jerónimos. Y, por supuesto, lo hizo frente a una coyuntura concreta, pero en ningún caso contra el orden establecido25. De hecho, en las soledades serranas del Bahoruco creó una sociedad libre, más inspirada en la vieja escolástica castellana que en la tradición taína.

Las fases del conflicto

En el conflicto del Bahoruco podemos reconocer varias etapas, abarcando la primera desde 1519 a 1522. Durante este tiempo no existió una guerra como tal y solo fue visto como una huida al monte de varias decenas de aborígenes, algo bastante habitual desde la llegada de los europeos. Se estimó que los nativos no representaban un peligro para el orden establecido, entre otras cosas debido a su vertiginoso descenso demográfico. Por tanto, la rebelión pasó totalmente desapercibida y, de hecho, las fuentes apenas señalan algún que otro encontronazo, el primero de ellos con el propio Andrés de Valenzuela.

Este fue a buscar a los alzados y el cacique mató a dos o tres que le acompañaban, perdonando la vida a su encomendero, en un acto de indulgencia, propio de un cristiano.

Pasó más de un año hasta que se produjo un nuevo enfrentamiento, fechado en el tercer tercio de 1520, cuando los rebeldes acabaron con cuatro españoles que sorprendieron transitando por la zona. Tras ese altercado, a finales de ese mismo año, el licenciado Rodrigo de Figueroa expidió un mandamiento al concejo de La Yaguana para que pudiesen capturar y herrar a los huidos. Y en virtud de ese mandamiento, el capitán Diego de Peñalosa, con una cuadrilla de ocho hombres, subió hasta la sierra del Bahoruco para escarmentar al cacique rebelde y, de paso, hacer un buen negocio capturando esclavos (Utrera, 2014, T. I, p. 160). Sorprende que un baquiano como Diego de Peñalosa, que conocía muy bien la situación y al propio alzado, cometiese un error tan grave que le costó la vida. Hay que empezar diciendo que este Diego de Peñalosa era un hermano de Pedro de Peñalosa, padre de fray Bartolomé de Las Casas, que estaba en la Isabela desde 1496 y que conocía bien al cacique alzado, pues desde 1514 era un pequeño encomendero de Verapaz26. Pese a esos conocimientos, infravaloró fatalmente la capacidad defensiva y ofensiva de estos huidos, que ya no respondían a las tácticas ingenuas de los primeros años de la colonización. El resultado fue la muerte de la cuadrilla completa, incluyendo al propio Peñalosa.

Salvo estos enfrentamientos puntuales, entre 1519 y 1522 no se puede hablar de la existencia de un conflicto armado, sino de uno más de tantos alzamientos al monte que se producían en la isla, lo mismo indígenas que de personas de color. De hecho, en la documentación no aparece ni una sola referencia a la guerra del Bahoruco en estos años, lo que denota que no estaba en la agenda de ninguna autoridad de la isla. Y ello contrasta con lo que ocurría con los alzamientos de esclavos, pues se expidieron unas ordenanzas para castigar a estos alzados, en Santo Domingo, el 6 de enero de 152227. En ellas se daba un ultimátum a los alzados de color para que retornaran en el plazo de veinte días, y si no tenían graves delitos de sangre o de robos serían perdonados. En caso contrario, se les cortaría un pie, y de reincidir serían ahorcados. Asimismo, se preveía la creación de cuadrillas para capturarlos, que debían ser favorecidas en las villas por las que pasaran en su búsqueda de los alzados. Esto demuestra claramente que las autoridades solo daban importancia a los alzamientos encabezados por esclavos de color.

Entre 1523 y 1526 se desarrolló una segunda fase del conflicto en la que se inició una guerra de baja intensidad para tratar de neutralizarlos. El 18 de octubre de 1523 se declaró oficialmente la guerra, ya que se temía que su ejemplo cundiera en la isla, incluso entre los esclavos de color que ya habían protagonizado un primer alzamiento, en la Navidad de 1521, en el ingenio de Diego Colón (Rodríguez Morel, 2013, T. I, p. 572). Por todo ello, se reanudó el envío de cuadrillas de castigo en la que participaron la mayor parte de los hombres de armas de la isla. Hacia 1525 se puso al frente de una cuadrilla el propio oidor de Santo Domingo, Juan Ortiz de Matienzo que, como sus compañeros de la audiencia, tenía apetencias lucrativas con la captura de esclavos. Y junto a él, se incorporó una segunda cuadrilla comandada por el capitán Pedro de Vadillo, con la intención de cercar, acorralar y apresar al cacique. Asimismo, el 24 de noviembre de 1525 la Corona dio el visto bueno a la armada que había aprestado la audiencia para atacar a los rebeldes28. Las bandas fueron peinando la zona, entre Yáquimo y La Yaguana, pero no fueron capaces de acceder a los refugios de los alzados en la sierra del Bahoruco. Esta campaña finalizó en 1526 sin haber conseguido sus objetivos, pues la zona era demasiado extensa, muy agreste, y los alzados, que conocían bien el terreno, no encontraban demasiadas dificultades para eludir a sus perseguidores y trasladarse a zonas seguras (Cassá, s. f., p. 4). Las cuadrillas terminaron por desanimarse, ya que sufrían carestías de víveres y agua, pero sobre todo viendo que el esfuerzo resultaría infructuoso y que no sería posible su ansiado botín29.

A partir de 1527 se redoblaron esfuerzos para alistar cuadrillas de castigo, comandadas por capitanes como Pedro de Vadillo e Iñigo Ortiz, que dispusieron de un contingente de tres centenares de hombres, repartidos entre varias catervas. Pero ni así consiguieron sorprender al caudillo rebelde que sabía esconderse en lo más recóndito de la sierra (Herrera, 1991, T. III, p. 200). Las milicias españolas volvieron a tropezar una y otra vez porque no conocían bien el terreno y por la falta de empeño de las distintas expediciones enviadas.

Y, finalmente, entre 1527 y 1533 se desarrolló una nueva etapa del conflicto armado, al tomarse conciencia de la necesidad de acabar de una vez por todas con la rebelión. Para empezar, se solucionó un conflicto de competencias porque no estaba claro qué institución tenía los poderes militares. Los oidores habían sido reprendidos en varias ocasiones, particularmente en 1526, para que no se entrometiesen en asuntos gubernativos ni militares que eran competencia de Diego Colón o de los lugartenientes que este designase (Muro, 1975, p. 76). Sin embargo, la situación cambió a partir del nombramiento, el 28 de junio de 1527, de Sebastián Ramírez de Fuenleal como presidente de la audiencia, concediéndole, además, poderes gubernativos. Unos poderes que cuando en 1531 asumió la presidencia de la audiencia de México, transfirió a los oidores para que pudiesen seguir tratando los asuntos militares (Muro, 1975, p. 77). Al menos se había resuelto una cuestión de competencias, sobre quién era la autoridad de la isla que debía entender en los asuntos de la guerra del Bahoruco. Probablemente esta aclaración competencial era consecuencia y no causa de la necesidad que veía la Corona de acabar con la sedición.

En ese mismo año de 1527 se expidió una amnistía general, incluso para aquellos aborígenes que hubiesen estado implicados en delitos de sangre, con la única condición de que abandonasen las armas y volviesen al vasallaje real30. La audiencia decidió tomar cartas en el asunto, destinando al licenciado Alonso de Zuazo a San Juan de La Maguana con el objetivo de coordinar todas las acciones contra los insurrectos31. Asimismo, se designó como capitán de la guerra a un baquiano, Hernando de San Miguel, natural de Ledesma, en Salamanca, que llevaba en la isla desde tiempos de la factoría colombina y tenía fama de ser un ardoroso guerrero (Las Casas, 1951, T. III, p. 268; Benzo de Ferrer, 2000, p. 377). Al mando de 80 españoles se adentró en la sierra, asolando los conucos de los alzados. La estrategia en esta ocasión era devastar sus plantaciones para rendirlos por inanición. Además, se despacharon ocho cuadrillas más para luchar contra todos los alzados, abarcando la zona de Santiago, Puerto Real, La Yaguana, La Vega, Cotuí y San Juan de la Maguana (Cassá, s. f., p. 8).

Esta ofensiva surtió el efecto deseado pues, según Alonso de Zuazo, Enrique se vio tan apurado que solicitó un acuerdo de paz. Para responder a esa petición se recabaron los servicios del franciscano fray Remigio de Fox, quien acudió a formalizar el pacto, junto a un cacique llamado Rodrigo (Marte, 1981, pp. 331-332; Zuazo, 2000, pp. 315-321). Pero dado que el dinero se acabó, una parte de la cuadrilla retornó a Santo Domingo, quedando en la zona unos 40 hombres, incluyendo el franciscano (Cassá, s. f., p. 6). La idea era ofrecerle un sitio donde asentarse, con la única condición de que mantuviesen una cuadrilla para perseguir a los naturales y a las personas de color que huyesen o se alzasen.

Hasta el lugar indicado no llegó Enrique, pero sí un grupo de sus hombres que ahorcó al cacique Rodrigo, sometiendo a escarnio al religioso, al que le arrebataron sus hábitos, dejándolo desnudo32. Días después llegaría hasta el cenobita el propio Enrique, aparentemente disgustado, quien lo abrazó, le dio una camisa que traía y le proporcionó alimentos. El cacique le contó que los agravios los habían perpetrado algunos de sus hombres sin su consentimiento, algo que no era muy creíble, pero que el religioso simuló dar por bueno.

Se pactó un nuevo encuentro para formalizar el acuerdo, pero ni Enriquillo ni sus lugartenientes se presentaron ante Hernando de San Miguel y fray Remigio de Fox. Según Alonso de Zuazo, en el lugar dejaron 1.500 pesos de oro, en doce barras de a ocho onzas, al tiempo que asaltaron una hacienda, llevándose ciertas indias y caballos33. El hecho de dejarles este dinero, respondiendo a la petición de San Miguel de que devolviesen el oro robado, era una muestra de buena voluntad. Además, evidenciaba la disponibilidad de numerario de los alzados, fruto de sus robos, más allá de los casi 20.000 pesos de oro que robaron a unos españoles que desembarcaron en la costa procedentes de Tierra Firme, al inicio de la rebelión, es decir, en 1520 (Cassá, s. f., p. 3).

El acuerdo de paz estuvo a un ápice de prosperar, y si fracasó se debió a la desconfianza que albergó el caudillo de que los españoles no cumpliesen, su palabra. Y tenía motivos para esa desconfianza pues sabía que estos, y el propio emperador, habían incumplido acuerdos de manera sistemática. Sin embargo, el intento de dar una salida pacífica al conflicto fue un precedente de lo que se firmara, en términos prácticamente idénticos, un lustro después. Y es que las autoridades nunca perdieron la esperanza de encontrar una solución pacífica, sin duda, pensando que Enriquillo era cristiano, es decir, de los suyos, por lo que no había alteridad. Dadas las circunstancias, existía la total convicción que, antes o después, como de hecho ocurrió, se avendría a una salida pactada. De hecho, mientras en todas las rebeliones indígenas a lo largo y ancho del Nuevo Mundo se destruía con saña la simbología cristiana, por ligarla con el poder hispano, los rebeldes del Bahoruco, tenían cruces colocadas y practicaban oraciones diarias34.

Ya en 1530 se emitieron unas leyes tendentes a suavizar las relaciones hispano-indígenas, disponiendo que todas aquellas costumbres y prácticas rituales que mantuviesen los naturales desde época prehispánica se permitiesen, siempre que no fuesen contrarias a la ley católica (Utrera, 1973, pp. 58-59).

Pese a todo, todas las tentativas por solucionar el problema fracasaron una detrás de otra. Los alzados no solo mantuvieron su rebeldía, sino que, incluso, lanzaron varias ofensivas como la que, en 1530, protagonizaron en San Juan de La Maguana —donde murieron algunos españoles—, o, en 1531, en Puerto Real35.

En 1532 la situación se había tornado tan delicada que fue necesario sostener cuatro cuadrillas, formadas cada una por ocho españoles y cierto número de naturales y esclavos de color. Estas tropas estaban ubicadas en puntos estratégicos, a saber: una en San Juan de La Maguana, otra en La Yaguana, otra en Puerto Real y, la última, cubriendo una extensa área, entre La Vega y Santiago36. La cuadrilla de San Juan de La Maguana estaba justificada plenamente, al ser una zona muy castigada por los ataques. En cuanto a la de La Yaguana, su interés radicaba en la protección de un punto estratégico de la economía de la isla, ya que era “el puerto del trato de esta isla con los otros comarcanos, y para asegurar el Camino Real”37. En lo que concierne a Puerto Real también resultaba imprescindible su defensa, tanto por ser un importante puerto como por la cercanía de las minas de Guahava. Y, finalmente, La Vega y Santiago se preservaban con la intención de velar por la seguridad de las minas del Cibao pues, de otra forma, “los mineros no osaban salir a buscar oro”38. En definitiva, las tropas se asentaron en lugares vitales para proteger zonas esenciales en la economía insular. Por lo demás, y habida cuenta de la delicada situación que atravesaba la colonia, se obligó a todos los españoles poseedores de mulas a disponer también de caballos, además de armas propias, con las que poder defenderse en caso de ataque39. Asimismo, se les compelió a hacer alardes periódicos para que los tenientes de gobernador de cada villa supiesen en todo momento de cuántos hombres de armas disponían.

Ya para 1532 la Corona estaba decidida a acabar con los insurrectos, pues la situación parecía intolerable. Y ello por varios motivos: uno, por la extensión de la zona sometida a ataques que obligaba a asalariar y mantener cuatro cuadrillas de manera permanente. Dos, por el descrédito que suponía para la monarquía no poder atajar una simple rebelión indígena. Tres, por el temor a que cundiera el ejemplo, como estaba ocurriendo, y hubiese una revuelta masiva de esclavos40. Y cuatro, porque se pensaba que en cualquier momento Enrique podía cambiar de postura y pasar de una estrategia defensiva a otra ofensiva, que pusiera en graves aprietos a todas las villas del suroeste (Cassá, s. f., p. 10). Se volvería a intentar un acuerdo de paz, pero, en caso de no ser posible, se practicaría una guerra sin tregua, a fuego y sangre (Fernández de Oviedo, 1992, T. I, p. 126).

Por todas esas razones la Corona se comprometió a financiar y aprestar una expedición de envergadura que zarparía desde la propia Península. La persona elegida para liderar esa empresa fue el soriano, natural de San Vicente, Francisco de Barrionuevo. Era un baquiano que había estado en la conquista de la isla de San Juan y tenía intereses económicos tanto en esta isla como en La Española, donde poseía un trapiche (Mira, 1997, p. 395; Wolff, 2013, p. 244). Aprovechó la ocasión de que iba a España con azúcar y cañafístula de sus explotaciones para llevar las dos cartas dirigidas al emperador, por Enriquillo y fray Remigio de Fox (Herrera, 1991, T. III, p. 199; Peguero, 1975, T. I, p. 194). Esto le permitió al soriano entrar en la corte, ocasión que no desaprovechó, pues obtuvo su nombramiento como líder de la expedición de pacificación, portando dos nuevas misivas, una dirigida a la audiencia y la otra al propio Enrique41. Ya veremos que, posteriormente, el éxito de su misión en la guerra del Bahoruco le permitió obtener varias mercedes reales, entre ellas, el cargo de gobernador.

El alistamiento se pregonó en varias localidades de Sevilla y Cádiz, concretamente, en Carmona, Osuna, Marchena, Lebrija, Utrera, Sanlúcar de Barrameda, Jerez de la Frontera y el Puerto de Santa María, prometiendo importantes favores a aquellos que se enrolasen: pasaje gratuito, manutención, sueldo, más todos aquellos bienes que tomasen a los naturales, así como sus personas, que podrían ser herradas y enviadas a vender a la Península Ibérica42. Llama la atención que se les permitiera traer a España a los naturales apresados, teniendo en cuenta que estaba terminantemente prohibido, incluso en el caso de los Caribes, que se consideraban antropófagos43. Eso sí, desde la Real orden, dada en Toledo, el 20 de noviembre de 1528, la audiencia debía revisar de forma minuciosa si verdaderamente los aherrojados habían sido apresados en buena guerra. Y ello porque muchos, aprovechando ese resquicio legal, sometían a servidumbre a naturales pacíficos, lo que provocaba un gran daño porque animaba a otros a alzarse para evitar la servidumbre44. La esclavitud del indígena fue prohibida por Real cédula dada en Madrid el 2 de agosto de 1530, y ratificada en Ocaña el 25 de enero de 1531, lo mismo en las Antillas que en Nueva Galicia, Centroamérica y Venezuela45. No extraña que en 1538 se condenase a Tomás de Aquino al pago de un peso de oro porque embridó —sujetó, sometió o retuvo contra su voluntad— a una indígena. Pero aun así se siguieron expidiendo licencias concretas hasta 1541, año previo a la aprobación de las Leyes Nuevas, en que fue abolida la esclavitud indígena. Y pese al acuerdo pacífico al que llegó Francisco de Barrionuevo, un número desconocido de rebeldes, capturado poco antes del acuerdo de paz, fue herrado y trasladado para su venta en España. Así, en mayo de 1533 la Casa de la Contratación, retuvo a un esclavo de Francisco Álvarez, portugués, residente en Sevilla, hasta verificar que era cierto que se lo había mandado su hijo, procedente de la guerra del Bahoruco y, por tanto, capturado en guerra justa46.

Continuando con el hilo de nuestra narración, entre julio y noviembre de 1532 se estipuló que irían 200 hombres de guerra junto a Francisco de Barrionuevo. Sin embargo, finalmente, la Corona cambió de opinión, pues fue informada de que los recién llegados no estaban aclimatados y desconocían la forma de hacer la guerra indiana. Por eso tomó la decisión de enrolar a labradores con la idea de que se quedasen al cuidado de las haciendas y granjerías, mientras los vecinos más acudían a la guerra, junto al capitán Barrionuevo47. Una medida cabal, teniendo en cuenta que se decía que 70 españoles de la tierra eran más útiles que 180 venidos de Castilla48.

Y efectivamente, en 1533, llegó la expedición a Santo Domingo en una nao, cuyo maestre era Juan Pérez de Arcilla, con solo 180 hombres, todos ellos labradores o granjeros. Traía cinco cartas firmadas por el emperador, a saber: cuatro de ellas eran credenciales destinadas al almirante Luis Colón, a la audiencia, al cabildo de Santo Domingo y a los oficiales reales, mientras que la quinta estaba dirigida a Enriquillo, ofreciéndole el perdón a cambio de retornar al vasallaje (Herrera, 1991, T. III, p. 199).

Como en otras ocasiones, el trayecto entre Santo Domingo y la bahía de Neiba se practicó por vía marítima, pues por tierra resultaba más peligroso y largo. La idea era que los hombres llegasen frescos al escenario bélico para que pudiesen combatir adecuadamente, en caso de que fracasase la vía pacífica (Herrera, 1991, T. III, p. 303). Los expedicionarios zarparon del puerto de Santo Domingo el 8 de mayo de 1533, bordeando la costa por espacio de dos meses, hasta anclar en la desembocadura del río Yaque del Sur (Fernández de Oviedo, 1992, T. I, p. 126). Entre los 35 hombres que finalmente se embarcaron, junto al capitán Barrionuevo, figuraban dos parientes del cacique insurrecto que iban con la misión de convencerle para que depusiese las armas49. En el entorno de San Juan de la Maguana le entregaron la misiva a un natural para que se la hiciese llegar a su destinatario, pero, al parecer, no lo hizo, o al menos eso dijo Enriquillo después (Fernández de Oviedo, 1992, T. I, p. 127). Por fin, tras más de dos meses de búsqueda, los insurrectos se dejaron ver de manera voluntaria. No olvidemos que, como decía un documento de la época, si no fuera por medio de la paz, “quizás en cien años a don Enrique no vieran fuera de los inexpugnables riscos y montañas donde nació y posee su patrimonio...”50.

En el proceso de acercamiento Francisco de Barrionuevo se mostró muy cauto, disponiendo que nadie perpetrase ningún daño. Trataba de evidenciar sus intenciones de alcanzar un acuerdo pacífico. En un primer momento, se acercó el lugarteniente del cacique, su pariente Martín del Alfaro, quien se prestó a guiar al capitán Barrionuevo con un grupo de quince soldados hasta donde se encontraba Enriquillo. Los expedicionarios se vieron en una situación muy comprometida porque, si se trataba de una trampa, podían haber acabado con todos ellos. De hecho, en ese trayecto los soldados murmuraban continuamente sobre el peligro en que les había puesto su capitán, a lo que este les reprimió, diciéndoles que venían a eso y que quién no se aventuraba no ganaba51. Tuvieron que pasar por áreas escarpadas y por lagunas, cubriendo parte del recorrido a nado, lo que evidencia la posición inexpugnable de los rebeldes.

Una vez llegaron hasta él, lo primero que hicieron fue hacerle entrega de las dos cartas que portaban, una de la audiencia de Santo Domingo y la otra del emperador, fechada el 12 de junio de 153252. Dado que el cacique padecía un grado de ceguera avanzado, que le impedía totalmente la lectura, pidió que el propio Francisco de Barrionuevo se la recitase en voz alta, a lo que este accedió (Fernández de Oviedo, 1992, T. I, p. 130; Balcácer, 2022, p. 42). Enrique, nada más escuchar su contenido, no dudó ni un instante, poniéndola sobre su cabeza, al tiempo que aceptaba la propuesta. Según declaró allí mismo, él siempre quiso la paz y que su guerra fue en todo momento defensiva, contra los abusos de unos cristianos que “no conocían más dios ni más rey que la avaricia y crueldad” (Peguero, 1975, T. I, p. 193). Se le ofrecieron tierras y un asentamiento para él y su familia, además de la distinción de don para él y de doña para ella, que entonces tenía mucho más valor que en la actualidad, pues confería el rango de hidalguía53. Ni que decir tiene que fue una constante la conversión de las élites indígenas en una pequeña nobleza local.

Ahora bien, a cambio, la Corona le pedía fidelidad absoluta, sin condiciones, pero con una amenaza explícita incluida: el emperador era el señor más poderoso del mundo y, en caso de persistir en su soberbia, solo obtendría en breve plazo su muerte y la de los suyos. En adelante serían asediados por distintos frentes, tanto que, aunque fuese una “pequeña hormiga escondida en las entrañas de la tierra, de lo más hondo y escondido os sacarán” (Fernández de Oviedo, 1992, T. I, p. 131; Peguero, 1975, T. I, pp. 204-205). Queda claro que, Enrique tenía muy poca capacidad de maniobra y no tenía más opciones que aceptar el vasallaje. La carta del emperador no era una misiva amistosa, era un verdadero ultimátum.

El cacique inmediatamente después de serle leída conversó brevemente con su plana mayor y sus hombres arrojaron sus armas a los pies de Barrionuevo, al tiempo que este los abrazaba. Con ese gesto y esos apretones, formalizados el 9 de septiembre de 1533, se escenificaba un acuerdo de paz que ya jamás se quebraría. A continuación, hubo intercambio de regalos: el capitán Barrionuevo entregó varias prendas textiles, algunos objetos de Castilla y una pipa de vino, mientras que Enrique le obsequió con una docena de mantas finas de algodón y doce barras de oro fundido y sellado. ¿Por qué aceptó la paz? Enrique no era ningún iluso, sabía perfectamente que el imperio hispánico no podía ser derrotado. Tampoco tenía a dónde huir por lo que, antes o después, su aventura estaba condenada a la derrota. Optó por la única vía razonable que le quedaba, la única posible, si quería evitar un final violento.

El tratado de paz

Como ya hemos afirmado, la paz se escenificó mediante palabras amistosas y abrazos. Sin embargo, es obvio que en ese momento no se firmó el acuerdo, marchándose el soriano a Santo Domingo con la promesa de paz, pero sin refrendar y firmar el pacto. Por cierto, que en el viaje de vuelta este tuvo que sofocar un motín contra su persona, fruto una vez más de la codicia de los propios españoles. Estos entendían que las barras de oro que le regaló el cacique no eran para él, sino para todos los expedicionarios. Debido a las circunstancias, Barrionuevo cedió por temor, pero al llegar a Santo Domingo reclamó a la audiencia, quien le dio la razón, devolviéndoselas íntegramente. Una vez en la capital de la isla, no desaprovechó la ocasión de ser el primero en comunicar al emperador la feliz noticia de que la guerra del Bahoruco había finalizado con éxito y sin bajas54. Algo que a la postre le sería bien recompensado pues, en 1534, fue nombrado gobernador y capitán general de Castilla del Oro, permaneciendo en el cargo hasta 1536 en que marchó a Nueva Castilla55.

Luego, estando Gonzalo, el lugarteniente de Enriquillo, en Santo Domingo, cerrando los términos del acuerdo, se envió a Pedro Romero, vecino de Salvatierra de la Sabana, y antiguo capitán de cuadrillas contra los alzados, a llevarle noticias. Portaba una carta de felicitación de la audiencia y diversos presentes, entre ellos, vino, aceite, carne salada y hachas de metal, así como prendas de seda y joyas para él y para su esposa (Herrera, 1991, T. III, p. 306). A cambio, como gesto de buena voluntad, Pedro Romero trajo de vuelta seis esclavos de color que habían sido capturados56.

Enrique bajó a Azua y, según Gonzalo Fernández de Oviedo, llevó consigo entre 80 y 100 guerreros y en total más de 300 personas (Fernández de Oviedo, 1992, T. I, p. 135). Sin embargo, lo más plausible sería reducir el número de hombres de armas a unos 60, y a un total de 180 personas. Es improbable que en los altos del Bahoruco se pudiese mantener un núcleo poblacional superior a los dos centenares, pues incluso lo era para las localidades españolas, salvando la propia capital, Santo Domingo.

Enterado del preacuerdo alcanzado, el dominico fray Bartolomé de Las Casas decidió viajar al encuentro del cacique, al que conocía desde que era un muchacho57. Y lo hizo sin acuerdo con la audiencia, o al menos sin consultarle, por lo que generó entre los oidores un cierto temor e indignación, al sospechar que podía cuestionar o interrumpir el proceso de pacificación (Pérez Fernández, 1988, pp. 499-533). Pero no tardaron en disiparse las vacilaciones, cuando se supo que, muy al contrario, el dominico había afianzado el proceso, aconsejando al cacique que no dudase en retornar al vasallaje Real. Es cierto que trece años atrás Enrique había matado al tío carnal del dominico, Diego de Peñalosa, pero no es menos cierto que el propio Las Casas había participado, entre otoño de 1503 y febrero de 1504, en las matanzas contra los naturales de Xaragua, donde perdieron la vida los progenitores del cacique alzado (Hernández, 2015, p. 86). Pero ambos practicaban un sincero cristianismo que los predisponía mutuamente al perdón y al amor al prójimo, no ignorando que sin la capacidad de olvidar es imposible la felicidad. Lo cierto es que se abrazaron, al tiempo que el religioso le animó a que perseverase en la paz. Asimismo, le ofreció garantías de que la audiencia respetaría el pacto, sin ningún tipo de traición. El célebre padre y protector de los naturales, aprovechó la ocasión para bautizar en la iglesia parroquial de Azua a una treintena de muchachos que estaban con Enrique, así como a algunos adultos, entre ellos el capitán Tamayo (Fernández de Oviedo, 1992, T. I, pp. 138-139; Herrera, 1991, T. III, pp. 305-306; Peguero, 1975, T. I, p. 210). El dominico se atribuyó buena parte del éxito de la negociación, usando el caso de Enriquillo como ejemplo de éxito de sus propuestas de conquista pacífica (Hernández, 2015, pp. 133-134). De hecho, el propio religioso, orgulloso de su labor mediadora, escribió que fue él quien aseguró la paz, trayéndolo a Santo Domingo y confirmándolo “en el servicio de su Majestad (citado en Vega, 1987, p. 158).

Diez meses después, Enrique llegó a Santo Domingo, ratificando el acuerdo que se firmó oficialmente en junio de 1534. El texto, que no ha sido localizado, fue suscrito por los oidores, en nombre del emperador, y por don Enrique. Se trataba de un acuerdo privado porque el cacique en absoluto representaba al conjunto de los taínos. Sin embargo, huelga decir que este tipo de acuerdos privados o capitulaciones los suscribía la Corona con asiduidad. La audiencia aprovechó su presencia en la capital para intentar su traslado a Castilla “porque, aunque es indio, parece pensar de buen entendimiento y conocerá el bien y merced que Vuestra Majestad le hace en le mandar escribir y recibir como su vasallo”58. Por fortuna, Enrique que estaba casi ciego, se opuso a salir de su tierra y, sorprendentemente, no hubo empeño en obligarlo.

En cualquier caso, sobra decir que la resistencia indígena en La Española estaba de antemano condenada al fracaso, por motivos obvios:

Primero, por la escasez, cada vez mayor, de naturales y muy especialmente de mujeres, lo que originó que los insurrectos tuviesen como prioridad absoluta la toma de féminas encomendadas o naborías. Fue una constante en toda el área antillana que los alzados capturasen mujeres indígenas, ya que se consideraba un elemento vital para su propia supervivencia59. La llegada de naturales aherrojados, procedentes de Yucatán, Pánuco, Centroamérica y las Antillas Menores no fue suficiente para compensar su vertiginoso declive.

Segundo, por la falta de unos intereses comunes entre esclavos de color y aborígenes frente al poder español, lo cual estaba motivado por cuestiones eminentemente culturales. De hecho, no solo no se produjo una alianza entre ellos, sino que fueron frecuentes los enfrentamientos, tanto en La Española como en las demás islas antillanas.

Y tercero, por la falta de una conciencia colectiva entre los propios aborígenes, favorecida por los traslados indiscriminados que practicaron los españoles, especialmente intensos en los primeros años, y que llevaron a mezclar naturales indios de distintas etnias, que en ocasiones ni siquiera se entendían entre sí. Igualmente, el duro trabajo minero al que fueron sometidos impidió que se fraguasen las ideas de rebeldía, al tener tan solo unos pocos meses, tras la demora, para “fabricar de cómo se han de alzar”60. Ni en los mejores momentos de la rebelión existió una liga o unión entre los principales caciques alzados de la isla, pues, como muy bien advirtió en el siglo pasado fray Cipriano de Utrera, cuando Enriquillo firmó la paz, otros taínos rebeldes continuaron con su alzamiento (1973, pp. 231-232).

¿Por qué se mantuvo el acuerdo con Enriquillo? Ahora sí había fuerzas suficientes y recursos para haber acabado por la vía militar con los alzados. O más fácil aún, podían haberle tendido una trampa y haberlo apresado. Después, le hubiesen quedado dos opciones: practicarle un juicio sumarísimo, condenándolo a la pena de muerte, o bien, enviarlo encadenado a la Península Ibérica. Este tipo de traiciones estuvieron a la orden del día a lo largo y ancho de la geografía americana. Y es que tradicionalmente siempre se había hecho la guerra a sangre y fuego a los alzados, tanto indígenas como de color. De hecho, ya en la temprana fecha de 1511 se ordenó a los oficiales de La Española y San Juan que se declarase la guerra a los naturales malhechores, procurando hacer esclavos “a cuantos se puedan haber” (Wolff, 2013, pp. 225 y 237). Pero también incumplían sistemáticamente sus acuerdos de paz, aprovechando la ocasión para apresarlos. Los casos se cuentan por decenas, pero aludiremos solo a algunos. Ya en la conquista de las islas Canarias se acordó una entrevista con el rebelde Tanausú, y los españoles aprovecharon para capturarlo, enjaularlo y remitirlo a la Península, como trofeo de guerra (Rajoy, 2021, p. 311). En época colombina ocurrió el apresamiento de Caonabo, quien desgraciadamente pereció a bordo (Guitar, 2002, s. p.). También ocurrió así, a mediados del siglo xvi, con el líder Caxcán Francisco de Tenamaztle, quien al igual que Enrique se avino a la paz con la audiencia de Nueva España. Pero los oidores no dudaron en traicionarlo, apresándolo y enviándolo contra su voluntad a España, donde falleció en 1556, sin que el Consejo de Indias le autorizase a regresar a su tierra natal (Mira, 2007, p. 189). Y por citar un último caso, en 1584 medio millar de naturales de la sierra Gorda, en la región de Pánuco, pactaron la paz con los españoles, aceptando el bautismo, y los españoles aprovecharon la ocasión para capturarlos y esclavizarlos (Reséndez, 2019, p. 101). Pero, es más, mientras se sellaba el Tratado de Paz con Enriquillo, Francisco Pizarro, un 29 de junio de 1533, ejecutaba al inca Atahualpa, después de haber cumplido su parte del pacto, entregando su rescate61. Pero en este caso había dos elementos que lo hacían diferente y que hicieron posible que los acuerdos se respetaran íntegramente:

Primero, que era cristiano, por lo que, como ya hemos afirmado, se le presuponía una capacidad de empatía que no le atribuían en ningún caso a otros rebeldes, nativos o de color. En el caso de otros movimientos de rebeldes indígenas su religión tradicional actuó como aglutinador de la resistencia. Así, por ejemplo, los nativos de Talamanca, en la actual Costa Rica, trataron de restablecer su orden cósmico, retornando a su antigua religión, lo que sirvió para unir a numerosas etnias, antaño enfrentadas (Solórzano, 1996, p. 134). Obviamente, la respuesta de los españoles fue muy distinta, pues cuando aplastaron la rebelión, en 1619, asolaron los pueblos, sembrándolos con sal, y condenaron a morir a los líderes, siendo sus cabezas seccionadas y colgadas en las plazas de los pueblos (Solórzano, 1996, p. 137). Mantener su religión idolátrica y subvertir el orden político, social y económico eran palabras mayores, nada que ver con lo planteado por el cristianísimo don Enrique. Había antecedentes de acuerdos pacíficos, pero con españoles, como ocurrió con Francisco Roldán, quien aceptó deponer las armas a cambio de no ser molestado y de recibir tierras y repartimientos, además de restituirlo en su oficio de justicia mayor62.

Y segundo, se tenía la confianza —no fundamentada, como se demostró después— que cuando se acabase con este alzamiento “todos los demás se sosegarían” (Herrera, 1991, T. III, p. 199). No hay que olvidar el enorme prestigio que el líder taíno había adquirido. Aunque no controlase a todas las cuadrillas de alzados ni, por supuesto, a las lideradas por personas de color, se pensaba que con su claudicación las rebeliones cesarían. Por este motivo se decidió tratar de llevar a buen puerto un acuerdo pacífico, bien mediante una contratación, es decir, a través de un pacto con los rebeldes bajo ciertas condiciones, o bien, a través de una paz por bien, en la que volvieran todos a la obediencia, a cambio del perdón total de los españoles (Utrera, 1973, pp. 89-90). Así fue como se pudo cerrar el primer acuerdo pacífico entre españoles e indígenas en el Nuevo Mundo.

Se le concedieron varias mercedes, una distinción de hidalguía para él y su esposa —doña Mencía— e incluso se le entregaron prendas de seda para su familia y para sus principales capitanes (Fernández de Oviedo, 1992, T. I, pp. 132-133). Eso sí, debió pagar un alto precio, ya que se comprometió a perseguir a todos los alzados —de color o indígenas— que quedasen “y que por cada negro que trajeren se le den cuatro camisas de lienzo...”63. Otros caciques, como Hernandillo el Tuerto, continuaron alzados, aunque eran capitanes que no poseían la capacidad estratégica, ni el carisma suficiente como para sobrevivir largo tiempo. Incluso Tamayo, uno de sus oficiales de confianza, que habían sellado inicialmente la paz, cambió de opinión y se alzó, debiendo ser perseguido64.

Enriquillo, según fray Bartolomé de Las Casas, se asentó a siete leguas de Azua, es decir, a 38,5 kilómetros de esta villa (Vega, 1987, p. 158). Es un dato objetivo, lo mismo que su inhumación en la iglesia parroquial más cercana a su asentamiento que era la de Azua. Estos datos inhabilitan la posibilidad de que se hubiese establecido en Boyá, cerca de Monte Plata, y muy alejado de Azua y además, fundado con posterioridad (Vega, 1987, p. 160). Se trata de un error inducido por la tradición oral que recogieron, en el siglo xviii, autores como Pedro Francisco Javier de Charlevoix o Joseph Peguero. Por ejemplo, este último sostuvo que las autoridades decidieron que se asentase lejos de la zona, en la provincia de Boyá, que se ubicaba en el centro de la isla65. Pero en el siglo pasado Bernardo Vega (1987) demostró que fue un error y que la ubicación exacta era Sabana de la Boya o de la Boyá que, desde el siglo xix, cambió su nombre a Sabana Buey, asentamiento cercano a Azua (pp. 157-165). La coincidencia entre Boyá y Sabana de la Boya, facilitó el desliz que, como ya digo, se puede dar, desde el siglo pasado, como resuelto. Por cierto, el asentamiento de Enriquillo fue destruido en 1547 por una cuadrilla de esclavos alzados, dirigida por Sebastián Lemba, aunque el pueblo de Sabana Buey sobrevivió hasta nuestros días.

Enrique falleció, pues, en su aldea de Sabana Buey, en torno al 27 de septiembre de 1535, a la edad de 39 años, rodeado de los suyos66. Era aún bastante joven, pero hay que tener en cuenta la altísima mortalidad indígena, cuya esperanza media de vida debía situarse incluso por debajo de esa edad. Como no podía ser menos, murió como un auténtico cristiano, confesando, recibiendo los Santos Óleos y redactando su escritura de última voluntad67. Por desgracia no se han conservado registros notariales de aquellos años, aunque sabemos que dejó por herederos del cacicazgo a su esposa doña Mencía y a su primo Martín de Alfaro, que había sido uno de sus capitanes de confianza (Altman, 2007, p. 608). Siguiendo sus propios deseos, recibió sepultura en la iglesia parroquial de la cercana localidad de Azua, aunque no se ha podido localizar su ubicación exacta.

Conclusiones

Los taínos desplegaron distintas formas de resistencia frente a la dominación castellana. La resistencia activa, es decir, violenta, fue escasa y tardía frente a la intensa resistencia pasiva que se manifestó desde la época colombina. Tras los fallidos alzamientos de los primeros años, la tenacidad taina adoptó unas estrategias muy básicas, ante la incapacidad para frenar la destrucción de su mundo: una, la práctica de la tierra quemada, con la idea de expulsar a los extranjeros por falta de alimentos. Dos, la huida al monte, ausentándose de las haciendas y de las minas. Y tres, el suicidio, al que recurrieron cuando tomaron consciencia del inminente fin de su mundo y de su nueva situación servil.

Habrá que esperar casi dos décadas para encontrar de nuevo una resistencia activa, la del cacique hispanizado Enriquillo. No fue la primera rebelión del Nuevo Mundo pues ya, el 3 de octubre de 1515, se habían alzado los cumanagotos en la costa venezolana, repitiendo su rebeldía entre 1520 y 1522 (Herrera, 1991, T. II, pp. 144-146 y 290-294; Benzoni, 1989, pp. 111-112.). Pero ello no le resta mérito, pues el cacique taíno protagonizó una de las rebeliones más duraderas y exitosas de toda la América colonial. Lo verdaderamente singular es que se prolongase por espacio de trece años, algo del todo infrecuente en la historia universal. Eric Hobsbawm ha afirmado que la duración de un movimiento rebelde estaba directamente relacionada con tres aspectos: uno, el grado de incomodidad que causase al sistema. Dos, la tensión social que provocara. Y tres, la capacidad para obtener ayuda de fuera (2003, p. 35). No olvidemos que Enrique siempre pedía a los suyos que actuasen de forma meramente defensiva y que tratasen de no infligir daños innecesarios. El procedimiento habitual era arrebatarles las armas, la ropa y lo que tuviesen de valor, capturar si podían a alguna mujer nativa, y dejar a la mayoría con vida. Bien es cierto que inevitablemente se produjeron bajas entre los españoles y el cacique no castigaba con severidad a sus hombres, ya que temía que “lo dejasen solo” (Utrera, 2014, T. I, p. 161). Pese a todo, salvo casos puntuales, los rebeldes no provocaron muertes innecesarias entre sus oponentes. Asimismo, influyó en la pervivencia del movimiento rebelde, la colaboración, o al menos la neutralidad, del resto de los naturales. Así, en 1532, una cuadrilla de Enrique atacó la villa de Puerto Real, asesinando a una familia española y a varios naturales de paz y, decía Antonio de Herrera, que colaboraron otros de los naturales del español asesinado “porque encubrieron a los delincuentes” (Herrera, 1991, T. III, p. 198; Utrera, 2014, T. I, p. 224).

La aventura de Enriquillo no fue revolucionaria porque jamás se planteó entre sus objetivos subvertir el orden establecido, algo que, en la mentalidad de un cristiano, era una actitud sacrílega que chocaba directamente con el interés colectivo de la cristiandad (Tenenti, 1999, p. 10). Pese a la rápida desaparición de los indígenas, la conquista no supuso la sustitución completa de un mundo por otro, pues lo indígena perduró a través del mestizaje y de muchos elementos culturales y lingüísticos que se hibridaron con lo hispánico y con lo africano.

Notas

  1. En Chile se mantuvo la esclavitud del aborigen por guerra justa durante buena parte de la época colonial. Tras la rebelión de 1599 en la periferia chilota llegaron a los mercados esclavistas varios cientos de naturales, capturados en buena guerra. El caso ha sido estudiado por José Manuel Díaz Blanco (2011, pp. 55-70).
  2. Precisamente, en el mismo año de 1502, conocemos varias expediciones que fueron enviadas por el gobernador para comerciar con estos naturales. Una de ellas fue la de Alonso de Sandoval, que viajó como capitán de una carabela que fue a rescatar ropa de algodón a las “partes de Xaragua”. Igualmente conocemos al menos otra expedición comercial a este cacicazgo, al parecer fletada por Miguel de la Casa, vecino de la villa de Santiago, que obtuvo ropa de algodón de los indios de esta región, tributando a la Corona por tales transacciones 38 pesos de oro. (Mira, 2000, p. 70)
  3. Cuentas del tesorero Cristóbal de Santa Clara. AGI, Justicia 990, N. 1.
  4. Sería largo relatar todas las experiencias bélicas del continente americano. Baste con citar un par de casos, empezando por la famosa resistencia mostrada por los araucanos, que se adaptaron a la lucha contra los europeos, resistiendo la embestida hasta el siglo xvii. También las etnias de la región de Talamanca, en Costa Rica, resistieron hasta bien entrado el siglo xvii la acometida de los españoles mediante la lucha armada. (Solórzano, 1996, pp. 125-147).
  5. El documento completo está reproducido en fray Juan Manuel Pérez (1984, pp. 139-159). También citado en Esteban Mira Caballos (2009, pp. 45-46).
  6.  (Arranz, 1991, nota 165). Más adelante se encomendaría a estos alguaciles la traída de esclavos de color. Juicio de Residencia del licenciado Alonso de Fuenmayor y los oidores de la audiencia de Santo Domingo. 1541. AGI, Justicia 61, N. 1. fol. 260. 
  7. Real cédula a frey Nicolás de Ovando, Burgos, 30 de abril de 1508. AGI, Indiferente General 1961, L. 1, fols. 31v-36v. Transcrito por fray Vicente Rubio O.P. (2013, T. I, pp. 401-409). 
  8. Ordenanzas sobre el buen tratamiento de los indios, Granada, 17 de noviembre de 1526. AGI, Indiferente general 421, L. 11, fols. 333r-337v.
  9. Son varios los cronistas que reportaron estos suicidios, lo mismo individuales que grupales, no solo Bartolomé de Las Casas, sino también Pedro Mártir de Anglería y Gonzalo Fernández de Oviedo, entre otros (Chez, 2011, p. 54).
  10. Como es bien sabido, la yuca es una planta de cuya raíz se elaboraba una harina que servía para hacer sus tortas de cazabe. En las Antillas Mayores la variedad de yuca que había era la amarga, que debía ser previamente exprimida porque su jugo era mortal. (Tejera, 1951, pp. 447-453). 
  11. Es conocido que Pedrarias Dávila, cuando en 1514 recaló en Santo Domingo, antes de llegar a Castilla del Oro, embarcó a 15 naturales, tres de los cuales huyeron nada más llegar. (Mena, 2013, p. 53)
  12. Esta etapa viene a coincidir con la que Roberto Cassá y Genaro Rodríguez establecieron para los primeros levantamientos de personas de color en la isla. (1993, p. 115)
  13. Carta de Miguel de Pasamonte a Su Majestad, Santo Domingo, 9 de marzo de 1529. AGI, Patronato 174, R. 53.
  14. Respuesta al presidente y oidores de la audiencia de Santo Domingo, Toledo, 6 de noviembre de 1528. AGI, Indiferente General 421, L. 13, fols. 413vr-414v.
  15. Carta de Miguel de Pasamonte al emperador, Santo Domingo, 15 de enero de 1520. AGI, Patronato 174, R. 21.
  16. Aunque estaba recibiendo reales cédulas al menos desde el 10 de marzo de 1519, en realidad no llegó a la isla hasta agosto. Real cédula a Rodrigo de Figueroa, Barcelona, 10 de marzo de 1519. AGI, Indiferente General 420, L. 8, fols. 38v-39v. Carta de Rodrigo de Figueroa a Su Majestad, Santo Domingo 15 de noviembre de 1520. AGI, patronato 174, R. 24.
  17. Véase por ejemplo a Antonio del Monte y Tejada. (1952, T. I, pp. 359 y 360)
  18. Real cédula de confirmación de la no enajenación de la isla, Barcelona, 14 de septiembre de 1519. AGI, Indiferente 420, L. 8, fols. v-143v.
  19. Por citar un solo ejemplo, según narró Francisco Núñez de Pineda, apresado por los mapuches en 1629, los naturales le contaron que se alzaron porque con mucha “desvergüenza nos quitaban las mujeres para hacer con ellas lo que se les antojaba”. (2017, p. 30) 
  20.  Juicio de residencia de los jueces de apelación de La Española, 1516. Declaración de Francisco de Monroy a la pregunta n. 65 de la pesquisa secreta. AGI, Justicia 42. 
  21. Así, por ejemplo, tan claro lo tenían los araucanos que para infligir la mayor humillación posible a los españoles, violaban a sus mujeres y después las ponían en libertad. (Céspedes, 1985, p. 185)
  22. (Peguero, 1975, T. I, p. 188; Ozuna, 2018, p. 82). Su mala praxis con Enriquillo no impidió que promocionase como gobernador de Santa Marta, aunque lo hizo tan mal que fue enviado preso a España, falleciendo en el naufragio de la nao en la barra de Sanlúcar. Un suceso que Fernández de Oviedo (1992) atribuye a un castigo divino  “por la sinrazón hecha al cacique Enrique”. (T. I, pp. 76-77)
  23. Ese fue el caso dramático de los naturales bautizados por fray Ramón Pané, que fueron asesinados “porque vivían con los españoles o los loaban o defendían a quienes todos tanto desamaban”.  (Citado en Pérez, 1984, p. 125).
  24. Esteban de Pasamonte escribió a la emperatriz que en los primeros años los alzados no fueron más que treinta, Santo Domingo, 11 de marzo de 1529. AGI, Patronato 174, r. 52. (Utrera, 2014, T. I, p. 219; Altman, 2007, p. 598).
  25.   Por citar un ejemplo representativo diremos que, en 1547, en Santo Domingo se le dio tan poca comida a los alzados (esclavos de color y naturales) que “muchos se morían y padecían hambres y enfermedades y era ocasión que se alzasen y fuesen a buscar de comer...” Real cédula al presidente y oidores de la audiencia de Santo Domingo. Madrid, 28 de enero de 1547. AGI, Santo Domingo 868, L. 2, fols. 316-316v.
  26. El padre del dominico se llamaba Pedro de Peñalosa y tuvo cuatro hermanos varones, Francisco, Juan, Diego y Gabriel de Peñalosa y todos ellos, menos Juan, estuvieron en La Española en las primeras décadas de la colonización. (Hernández, 2015, pp. 77-79; Giménez Fernández,1953, T. II, p. 1018; Benzo de Ferrer, 2000, pp. 304 y 642). Hugo Eduardo Polanco (1989) lo cita como escribano de la Isabela, y como posible hermano de Francisco de Peñalosa (pp. 199-200). En el repartimiento de 1514 figuraba como encomendero de la Vera paz con tres naborías (Rodríguez Demorizi, 1971, p. 232; Arranz, 1991, p. 551). Sin embargo, fray Bartolomé de Las Casas (1951, T. III, p. 261) omitió el asunto de la supuesta muerte de su tío a manos del cacique, citando imprecisamente que una cuadrilla fue desbaratada y algunos murieron —sin concretar nombres— mientras que otros resultaron heridos. 
  27. Ordenanzas para el castigo de los negros alzados, Santo Domingo, 6 de enero de 1522. AGI, Patronato 295, N. 104.
  28. Respuesta a los oidores de la audiencia, Toledo, 24 de noviembre de 1525. AGI, Indiferente General 420, L. 10, fols. 173r-175r.
  29. No olvidemos que el interés de los enrolados, dado que iban muy mal pagados, era la obtención de esclavos. De ahí que la prohibición de esclavizar naturales, dada en Madrid, el 2 de agosto de 1530 y ratificada en Ocaña, el 25 de enero de 1531, no afectase a los naturales que se rebelaban contra la autoridad (Real provisión a los oficiales de Indias, de Nicaragua, Yucatán y Cozumel, Nueva Galicia, Castilla del Oro, Guatemala, Cabo de Honduras, Venezuela y cabo de la Vela, Santa Marta, Cuba y San Juan. Madrid, 2 de agosto de 1530. Ídem dada en Ocaña, el 25 de enero de 1531. AGI, Contratación 5787, N. 1, L. 2, fols. 79-81. AGI, Indiferente General 422, L. 15, fols. 8r-9r). Ocurrió también en otros alzamientos indígenas como el del Mixtón, en el que fue necesario cederle a los naturales que capturasen, porque de otra forma ningún colono aceptaba ir a la guerra.  (Reséndez, 2019, p. 78). 
  30. Real cédula a los oidores de Santo Domingo, Valladolid, primero de marzo de 1527. AGI, Indiferente General 421, L. 12, fols. 23v-24.
  31. Sin embargo, debió regresar pronto a Santo Domingo por motivos de salud. (Altman, 1989, p. 600).
  32. Carta del presidente y oidores de Santo Domingo al emperador, Santo Domingo, 31 de julio de 1529. AGI, Patronato 174, R. 52. (Herrera, 1991, T. III, p. 202; Peguero, 1975, T. I, p. 192; Utrera, 2014, T. I, p. 220; Larrazábal, 2015, p. 138).
  33. Antonio de Herrera dice que el valor de las barras de oro era de 1.500 pesos, mientras que Joseph Peguero los reduce a 1.000. (Herrera, 1991, T. III, p. 202; Peguero, 1975, T. I, p. 194).
  34. Por ejemplo, los indios pueblo de Nuevo México se alzaron en 1680 y se emplearon con saña en destruir toda la simbología cristiana, lo mismo cruces que imágenes de santos, vírgenes y crucificados. (Reséndez, 2019, pp. 159-160). 
  35. Carta de la ciudad de Santo Domingo al emperador, Santo Domingo, 19 de julio de 1530. AGI, Santo Domingo 73, N. 2. Carta del doctor Infante y Alonso de Zuazo al emperador, Santo Domingo, 13 de marzo de 1532. AGI, Santo Domingo 49, R. 3, N. 15.
  36. Carta de la audiencia de Santo Domingo a Su Majestad, Santo Domingo, 27 de mayo de 1532. AGI, Santo Domingo 49, R. 3, N. 17.
  37. Carta de la audiencia de Santo Domingo a Su Majestad, Santo Domingo, 27 de mayo de 1532. AGI, Santo Domingo 49, R. 3, N. 17.
  38. Carta de la audiencia de Santo Domingo a Su Majestad, Santo Domingo, 27 de mayo de 1532. AGI, Santo Domingo 49, R. 3, N. 17.
  39. Carta de la ciudad de Santo Domingo a Su Majestad, Santo Domingo, 1 de diciembre de 1531. AGI, Santo Domingo 73, N. 3.
  40. De hecho, muchas de las cuadrillas de esclavos cimarrones se movían en la misma zona del Bahoruco que fuera santuario de las rebeliones indígenas. (Altman, 2007, pp. 587-614).
  41. Consulta del Consejo de Indias a Su Majestad, 9 de julio de 1532. AGI, Indiferente General 737, N. 25. Real cédula a los oficiales de la Casa de la Contratación de Sevilla, Madrid, 21 de noviembre de 1532. AGI, Indiferente General 1961, L. 2, fols. 237. (Utrera, 2014, T. I, p. 218).
  42. Real cédula a los oficiales de la Casa de la Contratación, Medina del Campo, 18 de junio de 1532. AGI, Indiferente General 1961, L. 2, fols. 187v-188v. También en AGI, Contratación 5009. Ha sido publicada por Genaro Rodríguez Morel (2016, p. 166).
  43. Real provisión de Fernando el Católico para que se pudiesen esclavizar a los Caribes, con tal de que no los traigan a España, Burgos, 3 de enero de 1510. AGI, Justicia 43, n. 2, fols. 65r-66v.
  44. Real cédula al presidente y oidores de la audiencia de Santo Domingo, Toledo, 20 de noviembre de 1528. AGI, Patronato 275, R. 6. 
  45. Real cédula ratificando la prohibición de esclavizar indios, otorgada un año antes, en Madrid, el 2 de agosto de 1530, Ocaña, 25 de enero de 1531. AGI, Indiferente General 422, L. 15, fols. 8r-9r 
  46. Real cédula a los oficiales de la Casa de la Contratación, Barcelona, 20 de mayo de 1533. AGI, Indiferente General 1961, L. 3, fols. r-44v.
  47. Así Francisco de Barrionuevo a su llegada a la isla afirmó lo siguiente: “Que la intención de Vuestra Majestad no fue que estos fuesen a la guerra, sino que quedasen en las haciendas de los españoles en lugar de los otros que de ellas se sacarán para la guerra porque no ignorarán que no era gente para ello...” Carta de la audiencia de Santo Domingo a Su Majestad, Santo Domingo, 12 de marzo de 1533. AGI, Santo Domingo 49, R. 4, N. 25. (Herrera, 1991, T. III, pp. 201-202).
  48. Probanza sobre la conquista de la isla Margarita, 1534. AGI, Justicia 1003, N. 4, 1ª pieza.
  49. Carta de los oidores de Santo Domingo a Su Majestad, Santo Domingo, 12 de marzo de 1533. AGI, Santo Domingo 49, R. 4, N. 23. Joseph Peguero dice que eran 52 los españoles, además de ocho o diez naturales de servicio. (Peguero, 1995, T. I, p. 196; Utrera, 2014, T. I, p. 229).
  50. Carta del padre fray Bartolomé de las Casas a Su Majestad, Santo Domingo, 3 de abril de 1534. AGI, Santo Domingo 95, R. 1, doc. 11.
  51. (Herrera, 1991, T. III, p. 305). Peguero lo dice con palabras similares, añadiendo que era una “deshonra a nuestra nación española de huir sin ver de quien huimos…” (1975, T. I, p. 200). 
  52. (Peguero, 1975, T. I, pp. 203-204). Desgraciadamente, no se han conservado ninguna de las dos misivas, aunque conocemos extractos de cronistas como Fernández de Oviedo y Las Casas, recogidas también por cronistas posteriores como Herrera, Charlevoix o Peguero. Sí se conoce, en cambio, una breve misiva que el ya don Enrique remitió al emperador, firmada en Santo Domingo, el 6 de junio de 1534. Ha sido reproducida en numerosas obras, como Utrera, (1973, pp. 487-488; Balcácer, 2022, pp. 48-49).
  53. Cronistas como Gonzalo Fernández de Oviedo se refieren a ella, desde la firma del acuerdo de paz, como doña Mencía. (Fernández de Oviedo, 1992, T. I, p. 133)
  54. Carta del capitán Francisco de Barrionuevo al emperador, Santo Domingo, 26 de agosto de 1533. AGI, Santo Domingo 77, R. 3, N. (Marte, 1981, p. 367) 
  55. Fue un personaje longevo que se vinculó a los pizarristas, huyendo de Lima cuando el gobernador Francisco Pizarro fue asesinado, aunque regresó luchando a favor de Gonzalo Pizarro en las guerras civiles. En 1551 era vecino de Loja, mientras que en 1578 aún vivía en la ciudad de La Paz, y debía ser nonagenario. Le sucedió en la encomienda su hija Ana de Mena. (Busto, 1986, T. I, pp. 217-218; Benzo de Ferrer, 2000, pp. 44-45).
  56. Carta de los oidores de Santo Domingo a Su Majestad, Santo Domingo, 20 de octubre de 1533. AGI, Santo Domingo 49, R. 4, N. 30. Esta interesante carta está transcrita en la obra de Genaro Rodríguez Morel (2007, p. 147).
  57. Por ejemplo, Antonio de Herrera cuando alude al encuentro en Azua afirma que ambos se conocían “desde mucho tiempo atrás” (1991, T. III, p. 307).
  58. Carta de los oidores de la audiencia de Santo Domingo a Su Majestad, Santo Domingo, 1 de agosto de 1534. AGI, Santo Domingo 49, R. 5, N. 35.
  59. Así, por ejemplo, en Puerto Rico, Caotaçibo que estuvo alzado entre 1524 y 1528, sabemos que asaltó estancias matando a indios de paz y a personas de color, al tiempo que nos consta la captura de algunas nativas (Caamaño, 2022, pp. 1-5). 
  60. Relación escrita por Gonzalo de Guzmán a Su Majestad, Santiago, 8 de abril de 1537. AGI, Santo Domingo 99, R. 1, N. 12. Efectivamente era en sus pueblos, y en medio de sus areitos cuando los más jóvenes, inducidos por los viejos del lugar, decidían llevar a cabo colectivamente un alzamiento frente a los cristianos. Carta de los procuradores de la isla de Cuba a Su Majestad, Santiago, marzo de 1528. AGI, Santo Domingo 9, R. 3, N. 1. Sin embargo, llegaban tan exhaustos a sus asentamientos, tras la demora, que difícilmente estaban en condiciones de planear los alzamientos. 
  61. Francisco Pizarro no dudó en decretar su ejecución para quitarse a un personaje incómodo de encima. Además, la decisión contribuyó a desgastar la moral de los últimos defensores del incario, acelerando su desplome. (Mira, 2018, pp. 131-135).
  62. (Monte, 1952, T. I, p. 359; Rouse, 1992, p. 153). El 26 de octubre de 1498 el primer almirante se comprometió a no molestar ni enojar ni a Francisco Roldán ni a los que estuviesen con él. Salvoconducto dirigido a Francisco Roldán, Santo Domingo, 26 de octubre de 1498. (Las Casas, 1951, T. II, p. 80). También en Fray Vicente Rubio O.P. (2007, T. I, p. 367). 
  63. Carta de los oidores de Santo Domingo al emperador, Santo Domingo, 1 de septiembre de 1533. AGI, Santo Domingo 49, R. 4, N. 28. (Marte, 1981, pp. 363-367)
  64. Carta de los oidores de la audiencia de Santo Domingo a Su Majestad, Santo Domingo, 1 de agosto de 1534. AGI, Santo Domingo 49, N. 5, R. 35.
  65. (Peguero, 1975, T. I, p. 120). El caso es que la mayor parte de la historiografía contemporánea hasta nuestros días ha seguido defendiendo Boyá como la villa en la que se asentó y murió el cacique. (Larrazábal, 2015, p. 138; Zabaleta, 2020, p. 83) 
  66. Obviamente no disponemos del registro de defunción, pero la audiencia informó al emperador, el 17 de octubre de 1535 que hacía veinte días había fallecido el cacique. AGI, Santo Domingo 49. (Utrera, 2014, T. I. p. 243)
  67. Carta de Diego Caballero a Su Majestad, Santo Domingo, 28 de septiembre de 1535. AGI, Santo Domingo 77, R. 4, N. 90. Carta de los oidores de la audiencia de Santo Domingo a Su Majestad, Santo Domingo, 12 de octubre de 1535. AGI, Santo Domingo 49, R. 6, N. 41. (Mira, 1997, p. 328; Altman, 2007, p. 608; Vega, 1987, p. 158)

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