Introducción
No cabe duda de que el uso de uniformes en las escuelas es una práctica común y poco cuestionada en los sistemas educativos latinoamericanos. Aunque su origen tiene un pasado sabido dentro de los centros educativos de tendencia religiosa desde el siglo XIX, no resultó extraño que durante el siglo XX fueran adoptados de manera cotidiana por las escuelas administradas por el Estado, considerando su practicidad y objetivo común (Dussel, 2005).
Diversos son los argumentos que motivan el uso de estas prendas en las escuelas, entre los que están el dar identidad y sentido de pertenencia a los estudiantes, el mantener ciertas normas de conducta y valores, así como evitar hacer distinciones entre ellos a partir de su ropa. También, se considera el que sean indumentarias de alta duración, de fácil mantenimiento y de acceso económico para todos los estudiantes (Quesada, 2015).
Aunque los uniformes escolares pueden ser muy variados entre las escuelas y los países, suelen tener un distintivo común, hay un uniforme para hombres y otro para mujeres, considerando la relevancia de constreñirse a las normas de género que culturalmente se han arraigado en las sociedades como parte de la formación y desarrollo de la personalidad de los estudiantes (Dussel, 2007).
Sin embargo, cada vez hay un mayor cuestionamiento en torno a esta política de diseño binarista de los uniformes escolares, al valorar que la misma arraiga estereotipos y excluye a las personas de género fluido o no binarias, rompiendo con el objetivo inicial de promover la igualdad. Así, el presente artículo busca hacer una aproximación, a partir de un recorrido cronológico de la historia mexicana, del uso de uniformes escolares, con la intención de argumentar la necesidad de cuestionar su diseño binarista y adoptar una visión realmente genérica y promotora de igualdad.
Una aproximación histórica
Al considerar que el uso de uniformes escolares es una práctica de tipo religiosa, el pasado común que se tiene es la influencia de la iglesia católica durante el proceso de conquista y colonización de las Américas, momento histórico que vino acompañado de un interno y profundo sentido de evangelización y formación en valores europeos cristianos (Ansari, et al., 2022).
La conquista, colonización y poblamiento del territorio que se denominaría el Virreinato de la Nueva España, así como del resto de los territorios de la América española, demandó a la corona ordenar el establecimiento de instituciones que se encargaran de su administración y gobierno, pero también el que se atendieran las necesidades que sobre la marcha iban apareciendo. A la par de la evangelización de los nuevos fieles, encomendada sobre todo a los miembros de las tres órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos y agustinos), se planteaba la necesidad de dotar de educación a los hijos de quienes se establecían en los nuevos territorios, la cual debía apegarse a los principios y valores que se tenían en la península española (Staples, 2005).
Así, conforme se crearon poblaciones bajo la tutela de los misioneros y quedaron sujetas en un inicio a la custodia de los encomenderos y, posteriormente, de funcionarios reales, a estos se les indicó que entre sus responsabilidades, además de la recolección de los tributos, la administración de justicia y la protección de los sujetos que se les habían encomendado, estaba la misión de que implementaran la enseñanza de la lectura y la escritura, además de procurar la evangelización de los indígenas (Gonzalbo, 1990).
En lo que concierne a la educación, esta no fue homogénea, sino que se dividió a los alumnos a partir de la fundación de diferentes internados, escuelas y colegios. De esta manera, algunas de estas instituciones creadas a partir de la conquista fueron: el Colegio de la Santa Cruz y el de San Juan de Letrán, para hombres; el de Nuestra Señora de la Caridad, para mujeres; y la Real y Pontificia Universidad de México, todas en la capital del virreinato.
A la par de la fundación de estas instituciones, se planteaba la necesidad de replicar los valores y principios cristianos que se profesaban por las órdenes religiosas, imponiendo prácticas como la oración, la misa diaria y el uso de uniformes escolares como “una manera de distinguir a los estudiantes de su entorno e influir sobre su conducta y formación intelectual y moral” (Staples, 2005, p. 200). Es importante precisar que, durante la época virreinal, la educación formal fue exclusivamente masculina, y accesible a una pequeña parte de la población pues, aunque existieron conventos y colegios para niñas, estos fueron entendidos más como repositorios y lugares de resguardo que como espacios de instrucción.
La vasta bibliografía que se ha producido sobre historia de la educación en México permite un acercamiento a las referencias sobre el uso de uniformes en las instituciones educativas, en una de ellas, Pilar Gonzalbo Aizpuru menciona lo siguiente: “En 1580 asistían 60 estudiantes a las clases de gramática del Colegio del Espíritu Santo y vivían 18 convictores en el Seminario de San Jerónimo. Los colegiales vestían uniformes y becas1” (Gonzalbo, 1990, p. 184).
De la misma manera, en el caso de los alumnos de los colegios de San Pedro y San Pablo, sin excepción, todos portaban uniformes y becas, distintivos de ambas instituciones. Estos estudiantes usualmente prestaban sus servicios en algún convento de las órdenes que se establecieron en la Nueva España, llevando un uniforme diferente al de los que solo iban al colegio. Este segundo uniforme tenía inscrito el escudo de la institución, así como se les daba un manto y recibían seis pesos para la compra de zapatos (Gonzalbo, 1990).
El segundo de los seminarios tridentinos que se fundó en el suelo novohispano tuvo como sede la Ciudad Real de Chiapa, contando, desde 1609, con fondos para la contratación de maestros de gramática y teología. En un principio tocó a los religiosos dominicos hacerse cargo de las asignaturas, sin embargo, sus clases eran muy irregulares, no llamaban la atención de los alumnos, quienes registraban una baja asistencia y, además, había quejas sobre el bajo nivel académico de los frailes, por lo que, con el arribo a la silla episcopal de Marcos Bravo de la Serna en 1676, sobrevino un cambio en la impartición de la educación en el seminario, pues este lo dotó de una biblioteca y se encargó de la redacción de unas constituciones (reglamento interno) para la institución. Los aspirantes ingresaban entre los 12 y los 17 años, portando un uniforme distintivo y sometiéndose a un horario y al cumplimiento de actividades además de sus clases (Gonzalbo, 1990).
Aún después de decretada la expulsión de los miembros de la Compañía de Jesús, en 1767, por el monarca Carlos III, los alumnos que se encontraban en Querétaro continuaron con la tradición de usar pantalón y corbata, de la misma manera que lo hicieron en otras instituciones de Guanajuato, Xalapa y Zacatecas.
Los seminaristas usaban manto negro, café oscuro, vino, azul, pardo o morado y las becas de distintos colores. Los de Guadalajara portaban una beca adornada con el escudo nacional, signo inequívoco de que no había empezado la guerra de los símbolos, cuando los nacionales se convirtieron en sinónimo de laicismo o de enseñanza antirreligiosa (Staples, 2005, p. 203).
En el caso del Colegio Internado de San Ildefonso, en el período de transición de virreinato a nación independiente hacia 1823, su continuidad era incierta, pero sí existió una preocupación por reglamentar la vida cotidiana de los estudiantes, sus uniformes y la selección de las materias que se impartirían. Incluso, en lugar de continuar con la tradición del uso del uniforme se pensó en eliminarlo como un signo de dar fin a una tradición de estamentos y privilegios, sin embargo, al no retirarlo totalmente se buscó adecuarlo a las nuevas necesidades. Por ejemplo, “el rector del colegio dominico de San Luis de Puebla solicitó para sus alumnos el privilegio de vestir el tradicional manto y beca, diciendo que sería un estímulo para ellos” (Staples, 2005, p. 200).
Caso contrario, los alumnos del Colegio Mayor de Todos los Santos, de la Ciudad de México, solicitaron poner fin al uso de esa indumentaria, que además se complementaba con puños, guantes y otros accesorios. Mientras que los responsables del Colegio Guadalupano Josefino de San Luis Potosí decidieron que sus alumnos no usaran el manto ni beca, pero que debían vestir “con decencia y honestidad dentro del colegio y para salir a la calle debían llevar levita, o frac negro o azul” (Staples, 2005, p. 201).
Aunque gran parte de la motivación del uso de uniformes se enfocaba en el sentido de distinguir a los estudiantes entre una institución y otra, así como de una orden religiosa y otra, estos también tenían el sentido de fomentar la humildad, promoviendo el de que todos tuvieran una característica que los hacía comunes e iguales ante los ojos de Dios, sin importar su familia o recursos económicos (Caballero, 2020). Claro que este argumento se rompía en algunos casos, como sucedía con los estudiantes del Colegio de San Juan Bautista de Guadalajara, quienes usaban diferentes atuendos según la cátedra a la que pertenecían, “los teólogos beca blanca, los alumnos de jurisprudencia beca verde, los filósofos beca azul y los gramáticos beca encarnada. Todas las becas tenían un escudo de oro y plata” (Staples, 2005, p. 201), este último distintivo era considerado un lujo innecesario en una época de precariedad y limitaciones, aunque se utilizó para establecer diferencias entre los ricos y los pobres.
Es importante considerar que el uso de uniformes en esta época no solo se adoptaba para las instituciones de educación básica, ya que incluso, en el caso de los futuros abogados, el Supremo Tribunal Ejecutivo dispuso que los pasantes debían presentarse a sus prácticas vestidos con un traje negro. En San Juan de Letrán el atuendo era de color oscuro y con beca blanca. Los colores que se utilizaban en el caso de las becas2 tenía sus antecedentes en las utilizadas en las universidades medievales. Sobre los uniformes, el político, ideólogo e historiador, José María Luis Mora, “asociaba la sotana con la desagradable vida monástica que nada tenía que ver con la ciudadanía preparándose para vivir en el mundo moderno del siglo XIX” (Staples, 2005, p. 203).
Conforme se avanzaba con el proceso de desarrollo histórico de la nueva nación, también se gestaba cierto rechazo a todos los valores de la colonia, sobre todo a los de sentido monásticos, incluido el uso de uniformes, como es el caso de los alumnos del Colegio San Luis Gonzaga en Zacatecas quienes decían:
No hay alumno de esta casa que no deteste y se avergüence de presentarse en sociedad con traje tan ridículo y además no hay uno entre nosotros que logre su asueto con gusto, por el odio que le concibe, eligen antes perder su recreación por no hacerse dignos de la risa a que mueve el vestido manto (Staples, 2005, p. 203).
El mismo Mora nutrió la discusión al mencionar:
Hasta los trajes contribuyen a dar el aspecto monástico a instituciones que no son sino civiles: el manto del educando se diferencia muy poco de la cogulla del monje y tiene, entre otras, la desventaja de todos los talares; de contribuir al poco aseo y al ningún gusto en vestirse que manifiestan los que lo portan, cosas todas que hoy tienen una importancia real en la sociedad culta y en la estimación de las personas con quienes debe vivirse (Staples, 2005, p. 204).
Por si fuera poco, la elección del uniforme conforme pasó el tiempo no se ajustó a las condiciones climáticas de cada una de las regiones del país e incluso se ordenó que los alumnos debían portar un sombrero de corte redondo. Esta imposición desató críticas y peticiones para sustituir dicho accesorio por otro de menor costo, sin embargo, no fueron escuchadas y se ordenó que usaran el sombrero. De esta manera se apreciaba al uniforme como “banderas ideológicas, igual que los libros de texto, los planes de estudio y materias como el latín” (Staples, 2005, p. 204).
La visión de un nuevo siglo
En la conformación de la incipiente nación en 1843, el gobierno ordenó la nacionalización de los colegios y establecimientos de educación secundaria, lo que significó que se llevara a cabo una evaluación de lo administrativo, de las fianzas, de los uniformes y de la vida cotidiana en los planteles (Staples, 2005).
La gradual incorporación de niños y niñas a la educación formal, ya en el siglo XIX y la influencia del liberalismo, determinó la diferenciación por género dentro de las escuelas. Por ejemplo, en los amplios salones de educación básica, dentro del modelo de educación lancasteriano, las niñas ocupaban un extremo y los niños el otro, con el afán de no mezclarlos y con la intención de establecer actividades (algunas comunes y otras diferenciadas) y todas de acuerdo con su sexo (Dussel, 2003).
La costumbre de los uniformes distintivos, para niños y niñas, prevaleció en el modelo positivista y nacionalista de la educación, en el entrecruce de los siglos XIX y XX, conservando la idea de la diferenciación y con la intencionalidad de propiciar distintas actividades “propias de su sexo”, que privilegiaban las áreas tecnológicas, científicas y humanísticas para los varones, y las de carácter auxiliar, caritativa, de enfermería y aun del ámbito moral para las mujeres. Las actividades físicas, promovidas ya a finales de estos siglos, marcaron también la incorporación de niños y niñas con distintos atuendos para la realización de ejercicios y tablas gimnásticas en espacios abiertos, como patios y plazuelas, que hacían distinción en el tipo de actividad realizado. Por lo demás, los atuendos y uniformes establecidos reproducían los roles distintivos y de materia de estudio entre hombres y mujeres (Dussel, 2007).
Pero esto no quedaba asumido únicamente para la niñez, ya que con el paso del tiempo se podría decir que el traje en tonos oscuros, sobre todo, compuesto por tres piezas: pantalón, chaqueta y chaleco, y acompañado de un sombrero, se convirtió en el uniforme oficial de los hombres durante mediados del siglo XIX y mediados del XX para ser portado en eventos importantes. Dicha prenda era vista como el símbolo de la modernidad y la productividad. Por su parte, los tonos vivos o los motivos florales eran reservados para prendas de las mujeres de la época, al considerar que no eran colores propios de los hombres y la masculinidad (Riello, 2021).
En el caso de Argentina, a lo largo de los últimos años del siglo XIX y primeros años del siglo XX, la educación significó “uno de los elementos indispensables del crecimiento material y de la legitimación de un modelo social. Se trataba de un factor de liberación y progreso que permitiera capacitar al mandatario para el ejercicio de sus derechos y responsabilidades” (Lioneiti, 2003, p. 293). En un momento caracterizado por la aparición de un sentimiento nacionalista que rechazaba y veía con preocupación las actitudes de los extranjeros, se ubican los discursos sobre la moral y su casi ausencia en la escuela pública. Por ende, el uniforme adopta sus principios de humildad, igualdad y sentido económico para los estudiantes y sus familias, alejado de su sentido religioso:
Los trajes de los alumnos serán sencillos, sin atavío que fomenten emulaciones de lujo y de tal manera que no sean onerosos para los padres de familia. Dentro de las condiciones el traje escolar para las mujeres consistirá en una pollera azul marino, amplia, blusa blanca y saco azul marino para verano e invierno respectivamente (Lioneiti, 2003, p. 310).
De manera concreta en México, en los años de la posrevolución y en un contexto diferente a la escuela, como lo fue el caso de la Asociación de Exploradores Mexicanos (ADEM), el uso de uniformes continuaba siendo una práctica arraigada y con alto sentido moral de la época:
el uniforme era un símbolo de la modernidad y de la prosperidad económica. Los niños bien uniformados eran un símbolo de su educación dentro de la organización y fue la imagen que exportaron de la niñez mexicana moderna al mundo (Jackson, 2012, p. 259).
Durante la década de los 30, en México se adopta el uso de los uniformes escolares como se venía haciendo en las escuelas de los países socialistas, motivados por el afán de evitar la distinción de las clases sociales de los estudiantes. Esto se daba a partir del mandato del expresidente Lázaro Cardenas, quien constitucionalmente planteaba que la educación del país sería socialista y laica. Aun así, esta práctica no fue popular durante décadas, y resultaba ser una cuestión más característica de las escuelas privadas, que se mostraba como un símbolo de estatus, lo que era contrario a su motivación inicial (Chávez, 2009).
Fue hasta la década de los 60 en que México definió el uso de uniformes de forma obligatoria para las instituciones de educación básica, lo que se mantendría hasta la actualidad por parte de la Secretaría de Educación Pública, apoyado por los padres de familia, con la intención de promover la igualdad social al interior de las aulas, así como los roles y características culturales que los niños y las niñas debían desarrollar según su género en la futura sociedad mexicana (Chávez, 2009).
El reto de la inclusión escolar
Con el siglo XXI, a la par del gran avance tecnológico, también se han desarrollado fuertes cuestionamientos en torno a algunos paradigmas que enmarcaron circunstancialmente la educación, al considerar la importancia de ver por el desarrollo y el bienestar de los estudiantes como una prioridad, de forma paralela al nivel educativo de las instituciones (Salum, 2020). El combate al acoso escolar, la atención al estrés y el síndrome de burnout académico, así como la adopción de una visión inclusiva y diversa en las aulas, son solo algunos de los aspectos que este nuevo siglo ha traído a la discusión académica (Ortuño & Muñoz, 2018). Así, se pone mayor atención a la construcción de la personalidad de los estudiantes, valorando su visión del mundo y la forma en la que se conciben socialmente.
Cabe señalar que las escuelas, a la par de ser espacios educativos, también son entornos en donde se reproduce el imaginario cultural, y, por ende, se reflejan muchos estereotipos arraigados en la sociedad como es la división binarista del género y el sexo. Los estudiantes, deben adoptar las expectativas que se tienen de ellas y ellos, tanto en la forma en la que visten, se proyectan, hablan, se expresan y relacionan. Las personas jóvenes deben, en las escuelas, cumplir con su rol de género para evitar ser rechazados o ser víctimas de acoso y segregación (da Cruz, Nardi, Hostensky, da Silva, & Espelt, 2021).
Sin embargo, y conforme nos adentramos en el nuevo siglo, existe una mayor tendencia a rechazar las categorías genéricas del sexo y el género por los estudiantes, al considerar que estas coartan su diversidad natural y la posibilidad de flexibilidad y constante construcción de su personalidad (Cordova, 2020). Para Butler (2015), ni el sexo, ni el género son cuestiones que deban considerarse como naturales u obligatorias, sino más bien como construcciones sociales que nunca llegan a estar completas o en un estado terminado y estático.
A nivel escolar, y de manera concreta, cada vez son más las instituciones que señalan una mayor presencia de estudiantes del colectivo LGBTIQA, lo que ha implicado un reto para las escuelas, al no saber muchas veces cómo plantearse como verdaderamente inclusivas, considerando las necesidades de estas y estos estudiantes (Barrientos, et al., 2021). Uno de los temas centrales que se relacionan con este colectivo, es la identificación del género como una norma de construcción social, lo que da espacio al reconocimiento de identidades fluidas y a una deconstrucción de lo que significa ser hombre y ser mujer. Esto, académicamente, conlleva la necesidad de hacer modificaciones a nivel curricular, logístico e incluso de infraestructura (Ruiz & Evangelista, 2020).
Es un error el querer aferrar a las personas a categorías estáticas, sobre todo en las escuelas, argumentándose únicamente con el objetivo de proteger valores culturales o sociales, ya que esto implicaría el que la sociedad o la cultura también fueran estáticos, lo que sabemos no es así (Butler, 1997). Estudios empíricos como el de Mujica-Johnson (2019), realizado en diferentes centros de educación escolar de Chile, demuestran que aun en estos días existe una clara presencia de ideologías sexistas que hacen referencia a la imagen corporal de hombres y mujeres, arraigando así estereotipos que pueden afectar la identidad de los estudiantes.
Por años, para la teoría queer, la norma del género y sus categorías estáticas y genéricas deberían de haber sido abolidas, al considerar que este enfoque no es natural pues termina cosificando a las personas, al circunscribirlas a un estado constante y estructurado, pero poco realista (Fonseca & Quintero, 2009). Por lo anterior, no resulta adecuado el querer formar a la persona a que se constriña a este tipo de identificaciones limitativas, pues esto no es acorde al espíritu de la educación de estar abiertos a la evolución y al cambio. En este sentido, la adopción de visiones incluyentes de diversos grupos y colectivos resulta ser determinante para las instituciones educativas, sobre todo si se busca plantearse como una institución que promueve la educación en y para la diversidad (Pais & Salgado, 2020).
A la par de las razas, las etnias, las nacionalidades y los géneros, la diversidad sexual y de género se vuelve un elemento que también debe considerarse como parte del microcosmo social que se constituye institucionalmente (Andrades, et al., 2021). No hay nada que desanime más a un joven que el sentirse ignorado, por lo que, como instituciones, existe una responsabilidad hacia la apertura y la diversidad que incorpore a todos los que integran su comunidad, incluidas las personas no binarias (Garrido, et al., 2020).
Rompiendo el binarismo de los uniformes escolares
Señalarse como verdaderamente inclusivo es claramente un reto para las escuelas, sobre todo por los cuestionamientos que pueden generarse dentro de la comunidad institucional, en donde conviven diferentes perspectivas, algunas modernas y otras tradicionales. Según el Diagnóstico Nacional sobre Discriminación a las Personas LGBTIQA en México (CEAV, 2019), el espacio educativo es donde hay mayor discriminación para las personas de este colectivo, mucho del cual viene tanto de los estudiantes, como de las propias normas institucionales.
Baños con categorías binarias, prohibición sobre el abordaje de temas relacionados con la diversidad sexual y de género, restricciones sobre el desarrollo de grupos estudiantiles LGBTIQA y, por supuesto, uniformes limitativos para hombres y mujeres, son solo algunos de los muchos ejemplos en donde el género como norma se filtra en las políticas escolares (Azorín, 2017). Claro está, que los constantes movimientos sociales de este nuevo siglo comienzan a impactar a las instituciones educativas; sin embargo, más que una evolución de políticas es necesario un cambio profundo en el paradigma sobre el que se ha construido la visión que se tiene de las y los estudiantes, y sobre la responsabilidad e incumbencia que tienen las escuelas en su formación (Barrientos, 2021).
Los estudiantes, aun los menores de edad, son personas que gozan de derechos que requieren respetarse y con libertades que las instituciones deben salvaguardar. Así como se procura el desarrollo cognitivo y profesional, es necesario considerar el proceso de construcción de su identidad, incluida su identificación de género (Barrientos, et al., 2018). Para ello, es necesario que se incluyan estrategias de sensibilización sobre este tema en todos los niveles educativos, iniciando por sus políticas institucionales y llegando incluso a impactar tanto a sus comunidades internas como externas. Se requiere el diseño de políticas educativas que busquen cambiar patrones sociales, con la intención de eliminar prejuicios y costumbres discriminatorias que se han arraigado en el imaginario cultural, es decir, adoptar una verdadera perspectiva de diversidad sexual y de género en las instituciones, que vea más por las personas y menos por su sexo o por el rol que desempeñarán por su género (Castelar & Lozano, 2018).
En este sentido, el uso de uniformes escolares que no se adecuan a las necesidades propias de los estudiantes es un punto que debe considerarse, ya que como se ha analizado con anterioridad, estas vestimentas fueron adoptadas en su momento como un elemento formativo de valores y promotor de una sensibilización sobre la desigualdad económica que se vivía en ciertas etapas históricas, lo que hoy en día, aunque no se ha superado, debería considerar otras prioridades.
Países como Japón y Australia, desde el 2014, han venido discutiendo sobre la conveniencia del uso de uniformes escolares, sobre todo, considerando la cada vez mayor presencia de estudiantes que no se identifican con las normas binaristas de género y quienes manifiestan su rechazo hacia el diseño y adopción de estos (Parrondo, 2017). En México, estas medidas también han comenzado a considerarse, aunque existe una fuerte presión política por grupos conservadores que no comprenden la relevancia del tema, y que se aferran a patrones hegemónicos tradicionales, por encima de las necesidades de las y los estudiantes (Arce & Martínez, 2019).
El hecho es que romper el binarismo en los uniformes escolares no implica únicamente el que se elija qué prenda es más conveniente vestir, sino el que se genere una consciencia colectiva sobre la relevancia de no limitar el desarrollo de la identidad de los estudiantes por el simple hecho de si se usa un pantalón o una falda. Aunque no se cuestiona que los uniformes resultan ser convenientes para la promoción del sentido de igualdad económica entre los estudiantes, sí se ve como una necesidad replantear su diferenciación por sexo, al considerar que esto es limitativo y contradictorio con la promoción de la diversidad, el respeto y la inclusión que las mismas instituciones promueven. Aunque se fomente la igualdad económica, es necesario que también se considere la igualdad en otros aspectos como la identidad y los roles de género.
La separación por género de los uniformes escolares no debería ser algo asignado institucionalmente, ya que ello tiene implicaciones en la vida de las y los estudiantes, siendo ellos quienes deberían elegir sus expresiones de género a partir de su percepción de sí mismos. Así, los antecedentes planteados permiten apreciar que la adopción del uso de uniformes efectivamente cuenta con argumentos suficientes para su implementación en cierto momento histórico, pero que más allá de una vestimenta, los uniformes son herramientas de fomento de ciertos valores que, a la par de los cambios sociales, también deben ir evolucionando. El motivar la adopción de uniformes verdaderamente genéricos no solo permite seguir respetando su razón de ser: la promoción de la igualdad económica de los estudiantes, sino también el considerar las nuevas necesidades sociales, rompiendo con los estereotipos arraigados por el sexo y el género como normas.
Conclusiones
Según Rich (1986), cuando alguien con autoridad describe el mundo y tú no estás en él, hay un momento de desequilibrio psíquico, como si te miraras en el espejo y no vieras nada. Esta frase es fácilmente trasladable al terreno educativo, dentro del cual las y los estudiantes deben comprender el rol que desempeñan dentro de la sociedad, considerando sus habilidades y competencias, así como también sus creencias y diferencias, mismas que les permitirán enriquecer su aportación como agentes sociales. Sin embargo, si dentro de sus escuelas, sus necesidades son invisibilizadas, es como si ellos mismos no fueran importantes y, por ende, socialmente considerados.
Alcanzar una verdadera inclusión educativa debe traer aparejado un compromiso no solo institucional, sino también de toda la comunidad que interactúa con los centros de formación, sin importar su nivel. Hay que retomar el sentido mismo de estos espacios, en donde su objetivo es buscar el desarrollo de las y los estudiantes, franqueando cualquier factor que pudiera limitar o restringir su formación integrada y plena. Se reconoce que el cambio en los uniformes escolares no es una solución profunda, ni definitiva, pero atiende a una de las primeras necesidades de la comunidad no binaria, el ser visibilizados y reconocidos.
El objetivo de este artículo era plantear la necesidad de llevar a cabo una discusión más profunda sobre el objetivo real que tiene la separación por género de los uniformes escolares, con la intención de promover una reflexión sobre la necesidad de retomar su sentido original: la promoción de la igualdad entre todos los estudiantes. De esta manera, la igualdad, pero vista desde un sentido amplio y social, debería prevalecer sobre los límites culturales y morales que, más allá de velar por el desarrollo de los estudiantes, se apega a una tradición limitativa que ve por la norma, incluso encima de las personas.