Ciencia y Sociedad, Vol. 45, No. 3, julio-septiembre, 2020 • ISSN (impreso): 0378-7680 • ISSN (en línea): 2613-8751 • Sitio web: https://revistas.intec.edu.do/

DE LA NEUTRALIDAD VALORATIVA A UN NUEVO PACTO SOCIAL ENTRE ÉTICA, CIENCIA Y TECNOLOGÍA

From axiological neutrality to a new social deal between ethics, science and technology

DOI: https://doi.org/10.22206/cys.2020.v45i3.pp25-44

Profesor Auxiliar de Filosofía del Derecho en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Tucumán y Profesor Auxiliar de Ética en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán, Argentina. Correo-e: hugo.velazquez@derecho.unt.edu.ar. ORCID: 0000-0003-2085-7696.

Recibido: Aprobado:

INTEC Jurnals - Open Access

Cómo citar: Francisco Velázquez, H. J. (2020). De la neutralidad valorativa a un nuevo pacto social entre ética, ciencia y tecnología. Ciencia y Sociedad, 45(3), 25-44. Doi: https://doi.org/10.22206/cys.2020.v45i3.pp25-44

Resumen

La concepción estándar de la ciencia considera que el conocimiento científico implica un saber racional, objetivo y fiable. Desde esta perspectiva, se entiende, por un lado, que la ciencia debe prescindir de los juicios de valor y, por otro, que el conocimiento científico y sus aplicaciones son éticamente neutras. Así, los científicos y tecnólogos no son responsables moralmente por el uso que se haga de los conocimientos y aplicaciones que ellos han ayudado a producir. Habitualmente, esta posición se conoce, como la tesis de la neutralidad valorativa de la ciencia. El presente artículo pretende realizar un análisis crítico a dicha tesis a fin de determinar en qué medida puede hablarse de neutralidad axiológica en el ámbito científico y, consecuentemente, establecer hasta qué punto los científicos y tecnólogos son responsables moralmente por sus descubrimientos. Para ello, se toman como referencia los planteos de Maliandi, Jonas, Postman y Olivé. Esta revisión adopta una metodología cualitativa, basada en la teorización y reflexión crítica a partir del análisis bibliográfico o documental. 


Palabras clave:

ética; ciencia; tecnología; neutralidad; responsabilidad social.

Abstract

The standard conception of science considers that scientific knowledge implies rational, objective and reliable knowledge. From this perspective, science must dispense with value judgments and scientific knowledge and its applications must be ethically neutral. Thus, scientists and technologists are not morally responsible for the use that is made of the scientific knowledge and applications that they have helped to produce. Commonly, this position is known as the value neutrality thesis of science. This article aims to carry out a critical analysis of this thesis in order to determine to what extent it is possible to speak of axiological neutrality in the scientific field and, consequently, to establish to what extent scientists and technologists are morally responsible for their discoveries. Between others authors, the approaches of Maliandi, Jonas, Postman, and Olivé are taken as reference point. This study adopts a qualitative methodology, based on critical theorizing and reflection from bibliographic or documentary analysis.  


Keywords:

Ethics; science; technology; neutrality; social responsibility.

Introducción

Actualmente, podría decirse que vivimos en una sociedad de conocimiento1 donde la ciencia y la tecnología ocupan un lugar central en nuestras comunidades puesto que han transformado radicalmente las diversas formas de relacionarnos y de organizar la economía, la educación, la cultura, entre tantos otros aspectos de la vida social. En efecto, durante las últimas cuatro décadas hemos experimentado un aumento exponencial del ritmo de creación, acumulación, distribución y aprovechamiento del conocimiento científico, así también, del desarrollo de las tecnologías de información y comunicación que, paulatinamente, han llegado a desplazar en nivel de importancia a las tecnologías manufactureras. Los conocimientos, especialmente los científicos y tecnológicos, al ser incorporados tanto a las prácticas individuales como a las colectivas, se han convertido en fuentes de poder y riqueza de una forma nunca antes vista en la historia (Olivé, 2007). Así, en un mundo globalizado atravesado por la ciencia, la tecnología, las comunicaciones y la imperiosa necesidad de un tráfico permanente de información, no hay comunidad humana que sea capaz de progresar tanto en términos económicos como en términos sociales y culturales sin la realización de una apuesta concreta de recursos en áreas estratégicas relativas al conocimiento científico-tecnológico. 

Dentro de tal contexto ha constituido un lugar común afirmar que el conocimiento científico consiste en un saber preciso, objetivo y sistemático, que permite describir y explicar verdaderamente cómo funciona la realidad del mundo externo y sus fenómenos para lograr predicciones más exactas sobre los mismos y ejercer un firme dominio sobre la naturaleza, haciéndola funcional a nuestros intereses y necesidades (Bunge, 1991). De este modo, la ciencia se erige como el saber por antonomasia, ya que no solo permite conocer cabalmente la realidad, sino que nos posibilita concretar gradualmente el ideal baconiano de progreso2 que, desde la ilustración hasta nuestros días, coloca al conocimiento científico y tecnológico en el centro del desarrollo económico y social de la humanidad.

Ahora bien, en la consolidación de esta perspectiva tradicional resultó fundamental la idea de la universalidad del conocimiento científico-tecnológico posibilitada, entre otras cosas, por la pretendida neutralidad o asepsia valorativa (moral y política) de la ciencia respecto de todo entorno socio-cultural (Sánchez Daza, 2009)3 . Es decir, la validez universal de la ciencia y las aplicaciones que esta posibilita son factibles en gran medida porque el conocimiento científico importa un saber neutral y objetivo, que no se encuentra influido por intereses morales, políticos e ideológicos.

El propósito del presente artículo consiste en realizar un análisis crítico respecto a la pretendida neutralidad axiológica que sostiene esta visión tradicional de la ciencia con el objeto de establecer hasta qué punto puede hablarse de neutralidad valorativa y, en consecuencia, en qué medida es posible atribuir responsabilidad a los científicos y tecnólogos por sus descubrimientos. Para ello, comenzaremos por examinar en qué consiste la concepción tradicional de la ciencia y, en particular, la tesis de la neutralidad valorativa mostrando sus principales líneas argumentales. En un segundo momento, procederemos a realizar una indagación crítica sobre los puntos que consideramos más problemáticos en torno a la mencionada tesis. Para efectuar dicha indagación se procederá poniendo de manifiesto las relaciones existentes entre ética y ciencia presentes, especialmente, en los contextos de descubrimiento y de aplicación del conocimiento científico. Finalmente, efectuaré un breve balance del camino recorrido e intentaré responder —en la medida de lo posible— a las preguntas planteadas al inicio.

A grandes rasgos, podría decirse que la tesitura de este escrito consiste en que no es admisible sostener la tesis de la neutralidad valorativa en los términos planteados por la concepción estándar de la ciencia, pues lo contrario implicaría asumir una visión distorsionada de la empresa científica. En efecto, se concibe la ciencia y la tecnología de modo abstracto, negando sus implicancias ético-morales y separándolas de la sociedad en la que y para la cual se han gestado. Así, la pretendida neutralidad científica debe entenderse referida únicamente a los valores de sesgo, comprendiendo que actualmente la ciencia y la tecnología no pueden concebirse únicamente desde el paradigma del producto, sino como sistemas sociales científico-tecnológicos en los que interactúan diversos actores con diferentes necesidades e intereses.

La concepción estándar de la ciencia

Desde una concepción que podríamos llamar estándar se considera a la ciencia como un saber objetivo, desinteresado y confiable, que implica un conjunto sistemático y coherente de proposiciones verdaderas acerca de los fenómenos de la realidad con el fin de explicarlos y controlarlos a través del establecimiento de leyes causales a partir de sus regularidades observables (Bunge, 1991; Chalmers, 1990; Uzín Olleros, 2011). Distintos autores sostienen que la ciencia supone un conocimiento que se distingue del saber del sentido común o cotidiano y de otros saberes en general, principalmente, en virtud de una serie de características propias (Bunge, 1991; Guibourg, Ghigliani & Guarinoni, 2004; Medina, 2009; Uzín Olleros, 2011; Yuni & Urbano, 2014), a saber:

a) comunicabilidad: el conocimiento científico no es inefable ni privado, sino que es esencialmente público y se expresa a través de un lenguaje con ciertas características;

b) claridad y precisión: el conocimiento científico debe expresarse en un lenguaje preferentemente formal o técnico que permita la eliminación de las ambigüedades y vaguedades del lenguaje natural;

c) asertoricidad y apofanticidad: la ciencia emplea únicamente un lenguaje que busca dar cuenta de la realidad (lenguaje descriptivo) y que, por tanto, puede ser verdadero o falso;

d) racionalidad: la ciencia no se guía por los sentimientos o emociones, sino que esgrime razones que sustentan sus conclusiones y supone la realización de operaciones que importan el uso de la razón (análisis, síntesis, interpretación, descripción, comparación, entre otras);

e) metodicidad: el conocimiento científico es el resultado de una sucesión planificada, estandarizada y coherente de prescripciones de carácter procedimental, por lo que el mismo no tiene lugar de manera azarosa;

f) objetividad: el conocimiento científico está determinado por el objeto, por la realidad externa (objetiva) y es independiente de las creencias de los sujetos, aunque, también podría decirse que la objetividad viene garantizada por la corroboración intersubjetiva de la experimentación, mediante la cual los científicos llegan a resultados semejantes; 

g) sistematicidad y consistencia lógica: el conjunto de enunciados que integran la ciencia constituyen un todo coherente, tanto desde el punto de vista lógico como metodológico; de modo que tales enunciados se presentan de manera articulada —no aislada— conformando un corpus estructurado de saberes que guardan relaciones lógicas y metodológicas entre sí y, por tanto, no presentan contradicciones;

h) verificabilidad: cada uno de los enunciados, teorías, leyes y demás elementos conceptuales deben ser confirmados a través de los datos empíricos obtenidos de la observación (la experiencia es el tribunal supremo respecto de la validez de las teorías);

i) legalidad y predictibilidad: el objetivo principal de la ciencia es explicar los fenómenos de la realidad con base en leyes causales y generales que den cuenta regularidades de los mismos, a fin de poder predecirlos y controlarlos;

j) falibilidad: el conocimiento científico no es definitivo, acabado ni está exento de errores sino, más bien, constituye un saber provisional, refutable y transitorio, pero que puede ir perfeccionándose a través de la evaluación y crítica constante; podría decirse que la ciencia se autocorrige permanentemente. 

A su vez, Díaz (2007) agrega tres características más: la viabilidad (posibilidad de concretar un proyecto científico), la unicidad (las diferentes disciplinas científicas deben articularse bajo ciertos criterios metodológicos, simbología y objetivos) y la fecundidad (capacidad de continuar desarrollando conocimientos científicos a partir de conclusiones previas). Sin embargo, aclara que muchos de tales caracteres únicamente se corresponden parcialmente con la realidad de la empresa científica y que, en todo caso, constituyen ideales regulativos útiles para la investigación.

Sea como fuere, cabe afirmar que este concepto general y tradicional de la ciencia que, en cierta medida nos remite al Wittgenstein4 del Tractatus5 , se corresponde con la corriente epistemológica denominada concepción heredada. Como es sabido, esta última procede del refinamiento de las enseñanzas impartidas por el Círculo de Viena que pregonaba el positivismo lógico, el cual, puede ser visto como la unificación del positivismo clásico con las herramientas de la moderna lógica matemática (Villena Saldaña, 2014). Dicha concepción sostuvo que el ámbito de incumbencia relevante respecto a la ciencia era el contexto de justificación de sus teorías (Glavich Ibañez, Lorenzo & Palma, 1998), es decir, lo que realmente importaba era determinar cuándo una teoría resulta verdadera o válida quedando relegado a un segundo plano las consecuencias prácticas de tales teorías y las circunstancias de su emergencia6

Esta visión desinteresada del conocimiento científico o, mejor dicho, interesada únicamente por el conocimiento mismo y por la búsqueda de la verdad, entraña el ideal de ciencia pura que nos trae fuertes reminiscencias de la episteme platónica (Uzín Olleros, 2011)7 . Para dicha visión, la ciencia constituía un sistema ordenado y consistente de teorías donde cada una de ellas suponía un conjunto de proposiciones lógicamente vinculadas entre sí; de ahí que los pensadores de esta corriente otorgasen suma importancia al análisis de la estructura lógica del lenguaje científico. Asimismo, establecieron como criterio de demarcación científica la verificación y postularon un monismo metodológico (todas las ciencias debían seguir el método inductivo) y explicativo (modelo nomológico deductivo); se preocuparon por determinar significados claros y precisos para todo el lenguaje científico y por darle a la ciencia bases sólidas fundadas en estrictos controles lógicos y empíricos (Echeverría, 1989). De este modo, el progreso científico es concebido de forma gradual y acumulativa. El desarrollo de las ciencias tiene lugar acumulando nuevos conocimientos corroborados sobre las teorías, leyes e hipótesis ya verificadas, habiendo realizado un previo descarte de las teorías o fragmentos de ellas que hayan resultado ser manifiestamente falsas a la luz de la nueva evidencia empírica. Los descubrimientos científicos del pasado lo son precisamente en la medida en que han logrado contribuir al desarrollo científico actual, independientemente de sus particularidades históconceptos, etc.). Por otro lado, se halla el contexto de justificación que alude a cuestiones de validación del conocimiento producido tales como, por ejemplo, la autenticidad de un descubrimiento, la verdad de un enunciado, la confirmación de una hipótesis, la validez de una teoría, entre otras. Por último, está el contexto de aplicación que se refiere a las cuestiones que tienen que ver con el uso práctico del conocimiento científico y el desarrollo de tecnología a partir del mismo, considerando exclusivamente su utilidad, su beneficio o perjuicio para la sociedad. 7 Esta afirmación no pretende sugerir que la concepción heredada —partidaria de la visión estándar de la ciencia— comparta el talante metafísico propio de la episteme platónica. Bien es sabido que una de sus características distintivas consiste en un fuerte talante empírico y anti-metafísico (Asociación Ernst Mach, 2002). rico-contextuales (Glavich et al., 1998). Todo ello permitió atribuir a la ciencia un carácter objetivo rechazando toda influencia de factores subjetivos, sociales e ideológicos (Medina, 2009).

La tesis de la neutralidad axiológica de la ciencia

Tal visión lógico-formal, racional y ahistórica del conocimiento científico supone la tesis de la neutralidad valorativa de la ciencia y la tecnología8 . Tanto la ciencia como sus aplicaciones y sus productos, considerados en sí mismos, son éticamente neutros. Esto es, la producción científica (teórica, técnica y tecnológica) no puede ser juzgada en sí misma desde un punto de vista ético, en todo caso, lo que podría evaluarse moralmente como bueno o malo es el empleo de dicha producción. A su vez, la neutralidad está dada porque científicos, tecnólogos y demás profesionales vinculados a la ciencia deben actuar de manera objetiva al momento de realizar sus investigaciones. Es decir que, en ocasión de sus funciones, no deben obrar de manera interesada, ni realizar toma de partido alguno. Sus investigaciones tienen que estar completamente libres de razonamientos evaluativos y, a fortiori, de cualquier tipo de activismo ideológico o político a fin de que la actividad científica no resulte sesgada. Tal como han sostenido Moore y Hare —autores vinculados al modelo neopositivista— la ciencia e, incluso, la filosofía, no deben implicar ninguna toma de posición valorativa o ideológica sino, únicamente, el ejercicio imparcial de habilidades mentales (Shrader-Frechette, 2016).

La tesis de la neutralidad valorativa implica que la ciencia en tanto saber objetivo prescinde (o debe prescindir) de juicios estimativos (éticos, estéticos y políticos) y, por tanto, está libre de valores que no sean estrictamente epistémicos como, por ejemplo, la coherencia, la precisión, el rigor, la verdad, la fecundidad, etc. Por otro lado, implica que los conflictos éticos podrían surgir a partir de la utilización de las aplicaciones del conocimiento científico, pero no del conocimiento mismo (Olivé, 2007). De este modo, el científico solamente se avoca al conocimiento de los fenómenos naturales con fines explicativos, predictivos y de control, manteniéndose moralmente neutral respecto del mismo y delegando toda la responsabilidad en quienes lo emplean y manipulan (Díaz, 2000).

Esto último se conoce como el argumento de la ciencia martillo. En palabras de Maliandi (1998) tal argumento supone que “los científicos no son responsables del uso que se haga de sus teorías, fuera de sus laboratorios, así la ciencia es como un martillo que a veces se usa para clavar un clavo y otras veces para aplastar la cabeza de una persona” (p. 81). Los partidarios de la neutralidad valorativa de la ciencia argumentan que sostener lo contrario supone confundir las aplicaciones o concreciones prácticas del conocimiento científico con las consecuencias que pueden surgir para el medio ambiente y la humanidad a partir de su utilización, de modo que “una cosa son los productos de la ciencia y, otra muy distinta las consecuencias sociales o materiales de su uso indebido, precipitado o indiscriminado” (García & Arango, 2010, pp. 224-225)9 .

Esto que se dice respecto de las teorías científicas puede hacerse extensivo a la técnica y a la tecnología, arguyendo que al ser los artefactos en general meras herramientas de las que se vale el hombre para distintos fines, estos no son buenos ni malos en sí mismos, sencillamente su valor depende del uso que se les dé, por tanto, los reproches éticos y, en su caso, las eventuales responsabilidades, pesarán sobre quienes los emplean y no sobre los artefactos mismos o sus creadores (Monterroza Ríos, Escobar Ortiz & Mejía Escobar, 2015). Se incluye también a los creadores (científicos y tecnólogos), puesto que estos son humanamente incapaces de anticipar, prever y, menos aún, controlar todas las consecuencias posibles de los usos de sus creaciones, a fortiori, teniendo en cuenta el carácter eminentemente público que ostenta la ciencia en general.

Éticamente hablando, los partidarios de la neutralidad axiológica de la ciencia plantean que lo reprochable no son las teorías, aplicaciones o artefactos científico-tecnológicos obtenidos gracias al progresivo nivel de nuestro control sobre la naturaleza, sino la utilización que las personas hacen de los mismos, ya sea que actúen en forma asilada o colectiva, en su propio nombre o en representación de alguna ideología o entidad institucional particular (García & Arango, 2010). Desde tal perspectiva, imputar responsabilidad, por ejemplo, a Einstein o a Oppenheimer de los resultados catastróficos de las bombas atómicas lanzadas sobre Japón, deviene tan impropio como imputar responsabilidad a las filosofías nihilistas por los suicidios de muchas personas que, al rechazar todo principio religioso o moral superior, creyeron que la vida no tenía ningún sentido. En suma, se plantea que solo a través de un razonamiento artificioso e impropio que tome en cuenta absolutamente toda la cadena causal de acontecimientos, se podría llegar a sostener que las teorías y las aplicaciones científico-tecnológicas hacen responsables a los científicos y tecnólogos de los perjuicios que otras personas ocasionan con el uso de las mismas.

Algunas consideraciones críticas sobre la neutralidad ética de la ciencia

Ahora bien, creemos que dicha visión constituye un error. No solo niega las relaciones entre ética y ciencia y, con ello, la responsabilidad social de científicos y tecnólogos, sino que además sustrae a la ciencia del seno de la sociedad y de la cultura, lo cual, implica considerar a la misma desde una perspectiva abstracta dejando de lado el contexto de producción o descubrimiento (ciencia como proceso) y el de aplicación (tecnología y ciencia aplicada), sumamente necesarios para una cabal comprensión del fenómeno científico. Más aún, tal concepción aséptica de la ciencia y la tecnología importa un grave riesgo, pues, con todos los desarrollos científico-tecnológicos y sus consecuencias en las sociedades actuales no podemos darnos el lujo ni la comodidad de suscribir a la ingenua —o quizás no tanto10— tesitura de la neutralidad axiológica que impide toda evaluación ético-moral de la empresa científica (Esquerda, 2017).

Antes de hablar de las relaciones entre ética y ciencia, resulta necesario establecer algunos mojones conceptuales, a fin de evitar posibles equívocos que dificulten la tarea crítica que aquí se pretende llevar a cabo. Un primer obstáculo reside en la ambigüedad que presenta el término “ética”, ya sea por su confusión con el vocablo “moral”, ya sea por la multiplicidad de propuestas de ética normativa, o bien, por las formas de entender el vínculo entre la ética y la razón científica.

En primer lugar, debemos distinguir entre ética y moral. La primera constituye la tematización o reflexión crítica acerca de la moral, mientras que esta última importa el conjunto de actitudes, creencias, normas y valores vigentes en una sociedad determinada que establecen lo que es justo e injusto, correcto e incorrecto, es decir, el ethos (fenómeno moral). Como se ve, el ethos constituye esa facticidad normativa presente en toda sociedad y, por tanto, implica un fenómeno cultural que abarca también a la misma ética, ya que a través de su tematización el ethos se reconstruye dando lugar a diferentes niveles de reflexión, por ejemplo, la ética normativa y la metaética (Maliandi, 2004; Olivé, 2007). En segundo lugar, en el sentido especificado la ética es susceptible de asumir otros significados según sea considerada como una aplicación o no de la razón científica al ethos (fenómeno moral) y según se admita la posibilidad de la misma. Así, para Maliandi (1998), tenemos cuatro modelos de conceptualización de la ética según su vinculación con la razón científica:

  1. Cientificismo ético optimista: la ética supone la aplicación de la razón científica al ethos, mostrando que el conocimiento científico brinda una orientación para la acción moral.
  2. Cientificismo ético pesimista: la ética no es posible puesto que la razón científica no puede aplicarse al ethos en un sentido normativo práctico, es decir, el conocimiento científico no puede servir para orientar la conducta moral, dado que la razón científica se refiere únicamente a la realidad objetiva, a los hechos (descriptiva), mientras que la ética alude a las normas de conducta y a los valores (prescriptiva-valorativa), los cuales, son subjetivos y, por tanto, irracionales. En este sentido, la ética no tiene nada que ver con la ciencia.
  3. Irracionalismo ético optimista: la razón científica con su talante lógico y empírico resulta demasiado estrecha y limitada para poder abordar el fenómeno moral, por tanto, no es posible basar la acción moral en ella, siendo necesario apelar a elementos extrarracionales.
  4. Irracionalismo ético pesimista: toda pretensión racional de hallar principios morales está condenada al fracaso, pues, estos no existen y, si existiesen, no podrían ser conocidos en absoluto.

Ahora bien, cabe observar que de estos cuatro modelos de conceptualización de la ética solamente el cientificismo ético pesimista es el que se corresponde con la concepción aséptica, formal y ahistórica de la ciencia que sostiene la tesis de la neutralidad axiológica11

Huelga aclarar que estas consideraciones se oponen a lo que Postman (2009) entiende por cientificismo a secas, en tanto pilar fundamental de la tecnópolis (estado de la sociedad en el que todo pensamiento y actividad humana, toda forma de vida cultural, se encuentra sometida a la soberanía de la técnica y la tecnología, por lo que se posee una fe ciega en estas como medios para resolver todos los problemas sociales). En efecto, para este autor, el cientificismo se funda en tres ideas básicas, a saber:

  1. El método científico por antonomasia es el de las ciencias naturales, el cual, debe aplicarse al estudio del comportamiento humano.
  2. La ciencia social puede brindarnos principios concretos que sirvan para organizar y controlar racionalmente la sociedad humana encausándola de manera adecuada.
  3. La ciencia social puede brindarnos principios concretos que sirvan para organizar y controlar racionalmente la sociedad humana encausándola de manera adecuada.

De este modo, el cientificismo puro y simple que conceptualiza Postman se identificaría, más bien, con el cientificismo ético optimista planteado por Maliandi en tanto que admite que la ciencia es capaz de brindar principios morales adecuados. Sin embargo, Postman rechaza este cientificismo propio de la tecnópolis incurriendo justamente —aunque sin admitirlo— en un cientificismo ético pesimista, ya que plantea que solo puede haber ciencia respecto de los procesos naturales y no del comportamiento humano. En este sentido, luego de introducir la distinción entre procesos (naturales) y prácticas (sociales), nos dice expresamente:

Por consiguiente, denominaríamos ciencia a la búsqueda de las leyes inmutables y universales que rigen los procesos, dando por supuesto que hay relaciones de causa-efecto entre ellos. De ahí, se sigue que el esfuerzo por comprender el comportamiento y el sentimiento humano no puede ser denominado ‘ciencia’ en ningún sentido, excepto en el más trivial (Postman, 2009, p. 66).

En consecuencia, para Postman la ciencia versa sobre el mundo de la naturaleza y tiene por fin formular leyes causales basándose en la regularidad de los fenómenos. Esta no se ocupa del comportamiento humano, ni de sus normas y valores. En sentido estricto, no existen las ciencias sociales, pues, sus postulados no cumplen con la objetividad, precisión y falsabilidad (criterio de demarcación popperiano) que exige la ciencia (natural). Postman (2009) afirma que “en la ciencia social las teorías desaparecen, aparentemente, porque son aburridas, no porque se refuten” (p. 67). Las investigaciones sociales constituyen meros relatos interpretativos basados en registros documentales acerca del comportamiento y los sentimientos de las personas, equiparables a la literatura de ficción y que, en última instancia, no pueden probarse ni refutarse. En tal sentido, resultan categóricas las palabras del autor:

Los relatos de los investigadores sociales están mucho más cerca en su estructura y propósito a lo que se denomina literatura de ficción; es decir, tanto un investigador social como un novelista dan interpretaciones únicas a una serie de acontecimientos humanos y apoyan sus interpretaciones de formas diversas con ejemplos. Sus interpretaciones no pueden demostrarse ni refutarse, sino que basan su atractivo en la fuerza de su lenguaje, la profundidad de sus explicaciones, la pertinencia de sus ejemplos y la credibilidad de sus temas. Y todo esto tiene, en ambos casos, un propósito moral. Las palabras ‘verdadero’ y ‘falso’ no se aplican aquí en el sentido que se utilizan en las matemáticas o la ciencia. No hay pruebas críticas para confirmarlas o falsarlas. No hay leyes naturales de las que se deriven. Están limitadas por el tiempo, por la situación y, sobre todo ello, por los prejuicios culturales del investigador o del escritor (Postman, 2009, p. 69)

No obstante, el autor considera que los estudios sociales como, así también, el resto de las humanidades y el arte, constituyen las únicas formas en que el hombre puede otorgar sentido a la existencia humana y combatir el avance desmedido y alienante que en la tecnópolis adquiere la tecnología (Postman, 2009).

A pesar de que no coincidimos enteramente con el planteo de Postman, que —siguiendo la clasificación de Maliandi—, oscila entre un cientificismo ético optimista (concepción de la ciencia propia de la tecnópolis) y un cientificismo ético pesimista (concepción de la ciencia sostenida por el propio autor), lo valioso de su propuesta estriba en el hecho de que el autor vincula la concepción y el modo de hacer ciencia (y tecnología) con la forma en que se estructura la cultura y la sociedad. Lo cual muestra que la ciencia y la tecnología no son algo apartado de la cultura y la sociedad y, aunque se la conciba de forma amoral o apolítica, están atravesadas por normas, valores, intereses y necesidades sociales.

Cada sociedad desarrolla sus técnicas, sus saberes sobre las cosas, sus maneras por las que los individuos interactúan entre sí, básicamente, sus reglas de juego. A partir de ello se moldean las formas de vida y se definen los núcleos significativos públicos que constituyen los cimientos donde se asienta la sociedad. Entonces, cuando hablamos de cultura nos estamos refiriendo al tejido de significaciones comunicables elaborado por los hombres para organizar el mundo, es decir, a los horizontes de significatividad de la sociedad en palabras de Geertz (2003). Partiendo de su concepto de cultura, resulta obvio que la ciencia y la tecnología son algunos de nuestros modos más importantes de relacionarnos con el mundo (Bunge, 1991) constituyendo, simultáneamente, uno de nuestros horizontes de significatividad pertenecientes a la cultura. Este simple y obvio hecho, ignorado quizás deliberadamente por la concepción heredada, también ha sido mostrado por los sociólogos españoles Grimaldi Rey y Cardenal de la Nuez (2006) quienes destacan que el conocimiento científico integra, junto a otros saberes, la dimensión cognoscitiva de la cultura, aunque aclaran que tal dimensión interactúa y se superpone con las demás (normativa, simbólica y afectiva)12. En suma, la ciencia y la tecnología al formar parte de un todo cultural se encuentran atravesadas por valores, prescripciones, prácticas políticas, intereses y necesidades, de modo que no puede concebírsela de manera aséptica, meramente formal y ahistórica como pretende la concepción estándar y, en este sentido, no puede desligársela de la ética.

Ahora bien, siendo la ciencia un producto cultural y estando atravesada por valores, normas y prácticas no solo podemos afirmar que forma parte de lo que Maliandi denomina ethos sino que, al presentar en su mismo seno creencias, valores (dimensión afectiva), reglas y normas (dimensión normativa) específicas que orientan la conducta de los científicos, podemos afirmar que hay también un ethos propio de la comunidad científica. Esto no es novedoso. La idea de que existe un ethos científico ya fue propuesta por Merton, fundador de la sociología del conocimiento científico, en lo que Vessuri (2013) denomina la primera historia, aludiendo a la enérgica socialización de los científicos en un conjunto de valores propios por parte de una comunidad científica. No obstante, lo interesante del planteo de Merton es considerar la ciencia como una actividad, desde el contexto de descubrimiento y producción13. Según Merton, la ciencia no solo es un acervo de conocimientos acumulados y de métodos conforme a los que se logran saberes válidos, sino que también incluye un conjunto de normas, valores, prescripciones y sanciones que guían las prácticas científicas comunitarias y que, a pesar de su justificación metodológica (en términos de eficacia), los científicos las creen correctas y buenas, por tanto, no solo son prescripciones técnicas, sino también morales (Echeverría, 1998). El ethos científico, según Mertón, se compone de al menos cinco valores o imperativos institucionales (Ziman, 1986), a saber:

  1. Universalismo: cualquier proposición o teoría debe ser sometida a criterios públicos impersonales preestablecidos para ser afirmada como verdadera. La raza, el género, la condición social, la nacionalidad, la religión, la ideología política y demás condiciones personales no deben influir en el rechazo o aceptación de una propuesta científica, asimismo, debe haber una libertad en la investigación científica;
  2. Comunalismo: la ciencia debe ser una actividad colaborativa, competitiva, abierta y comunicable. Los descubrimientos no pertenecen a científicos individuales, sino que deben ser públicos y estar a disposición de todos. 
  3. Desinterés: los científicos deben llevar a cabo sus investigaciones dejando de lado sus intereses personales en la aceptación o rechazo de determinadas teorías o hipótesis científicas. Asimismo, deben emprender sus investigaciones con miras a contribuir al avance del conocimiento científico dejando atrás cualquier motivación económica, política e ideológica.
  4. Originalidad: las investigaciones realizadas por los científicos siempre deben intentar aportar algo nuevo al conocimiento. Esta norma plantea que la ciencia siempre consiste en el descubrimiento de lo desconocido. Así, se prohíbe la repetición y el plagio en el ámbito académico científico.
  5. Escepticismo organizado: todo conocimiento científico —por más consolidado que se encuentre— debe someterse contantemente a un examen crítico en busca de errores lógico-argumentales y a la luz de la nueva evidencia empírica. Ningún conocimiento debe darse por sentado ni considerarse absolutamente verificado. En suma, se prohíbe el dogmatismo acrítico.

Sea como fuere, teniendo en cuenta que en términos de Maliandi (2004) la ética supone la tematización delethos (fenómeno moral social), la existencia de un ethos específicamente científico permite aplicar tal reflexión a la ciencia. Por lo que resulta inadmisible desconocer que entre ética y ciencia existe un vínculo profundo. Si bien la propuesta mertoniana tuvo el mérito de mostrar la estructura axiológica de la ciencia (cuestión ignorada por los pensadores de la concepción heredada), Vessuri (2013) y Echeverría (1998) —cada uno por su cuenta— destacan la insuficiencia del planteo, ya que, por un lado, se centra —más que nada— en el contexto de producción (la ciencia en tanto que actividad o proceso institucional de investigación) y, por otro, el enfoque es meramente interno, es decir, considera a los científicos en el seno de una comunidad específica prácticamente aislada del mundo externo, lo cual, a la postre, también limitaría la reflexión ética.

Resta aún considerar a la ciencia y a la tecnología desde el denominado contexto de aplicación (Klimovsky, 1995; Glavich et al., 1998). Nos referimos a la ciencia aplicada y a la tecnología en tanto que invención y manufactura de bienes materiales y culturales que influyen en la vida social (Bunge, 1991). Aquí es donde se puede observar con mayor claridad que la ciencia y la tecnología se encuentran atravesadas por normas, valores, necesidades e intereses morales y políticos. Esta dimensión ética y política se pone de manifiesto en la ambivalencia de la ciencia y la tecnología. Si bien Maliandi (2006) plantea esta cuestión exclusivamente referida a la técnica en general y a la tecnología en particular, creo que la misma puede hacerse extensible a la ciencia en general, en tanto el conocimiento científico (básico o aplicado) puede ser empleado para distintos fines de manera análoga a como ocurre con la técnica y la tecnología.

La técnica y, por tanto, la tecnología, no son neutras, sino compensatorias y ambivalentes en virtud de su génesis. En efecto, la técnica (y la tecnología en tanto forma sofisticada de técnica) surge como un medio compensatorio respecto de la menesterosidad biológica del hombre como especie (condición protética) y, a su vez, adquiere una peculiar ambigüedad (ambivalencia), pues, supone la construcción de instrumentos que, si bien pueden favorecer a la vida, también, pueden perjudicarla o, incluso, destruirla (Maliandi, 2006). Dadas las falencias naturales del ser humano la compensación que supone la técnica implica, a su vez, la restauración de su desequilibrio ecológico.

Sin embargo, el desarrollo de la técnica genera otro desequilibrio, esta vez etológico, ya que aumenta la posibilidad de dañar a los congéneres en virtud de la invención y la disponibilidad de armas artificiales en una especie cuyos instintos inhibitorios de la agresión son relativamente muy endebles. Aquí es donde aparece la moral (y la ética en tanto reflexión sobre la moral) como un intento netamente cultural de resolver el desequilibrio etológico cumpliendo una función compensatoria de los endebles instintos inhibitorios de la agresión intraespecífica. Por otra parte, la ambivalencia de la técnica tiene un doble aspecto, a saber:

a. Ontológico: alude a la oscilación entre lo natural y lo artificial, pues, si bien la técnica se asienta en la naturaleza, a su vez, implica un desprendimiento de ella;

b. Axiológico: si bien, por un lado, la técnica resulta axiológicamente positiva (buena y útil) porque nos permite la superación de nuestra menesterosidad biológica confiriéndonos un poder frente a la naturaleza, por otro, resulta axiológicamente negativa (mala o nociva), pues no solo puede atentar contra nuestro medio natural, sino, también, ser nociva para nuestra sociedad al posibilitar el ejercicio del poder de unos hombres sobre otros.

Si bien Jonas (1995) reconoce el carácter ambivalente de la acción técnica14 y su desarrollo a partir de la menesterosidad natural del ser humano, sostiene que, antes del advenimiento de la modernidad con su programa baconiano y el acelerado avance científico-tecnológico, no existió desequilibrio alguno entre la intervención humana casi totalmente localizada en la ciudad y el medio natural que la contiene. Según este autor, la ciudad aparece como un artefacto social donde el hombre puede desenvolverse con cierta autonomía y resguardarse de las inclemencias de la naturaleza. La finalidad del enclave humano, producto de su inventiva, fue cercar, no extenderse. Podría decirse que el hombre a partir de su capacidad técnica y a fin de compensar sus carencias biológicas creó la ciudad —y, en su caso, la moral— formando un equilibrio dentro de un equilibrio superior y más amplio, el de la naturaleza. En suma, “antes de nuestra época las intervenciones del hombre en la naturaleza, tal y como él mismo las veía, eran esencialmente superficiales e incapaces de dañar su permanente equilibrio” (Jonas, 1995, p. 27), todo esto cambio con el desarrollo científico-técnico de la modernidad que confiere al ser humano un poder de acción desmesurado que deja expuesta la vulnerabilidad de la naturaleza, poniéndola en peligro no solo a ella misma, sino a la humanidad entera.

Tradicionalmente, esta fue la razón, a juicio de Jonas, por la cual la actividad científico-técnica del ser humano ha sido concebida como neutral desde un punto de vista ético. En efecto, nos dice que antes de la modernidad “todo trato con el mundo extrahumano —esto es, el entero dominio de la techne (capacidad productiva)— era, a excepción de la medicina, éticamente neutro tanto con relación al objeto como con relación al sujeto de tal acción” (Jonas, 1995, p. 29). Con relación al objeto, puesto que la naturaleza no era vulnerable en su conjunto ni a gran escala frente a la actividad técnica del ser humano. El despliegue técnico del hombre escasamente afectaba el orden natural, más bien este era objeto de contemplación (actividad teorética). Con relación al sujeto de la acción, también fue considerado éticamente neutro porque la capacidad técnica no era entendida como fin último de la humanidad (justificado en sí mismo), sino como una limitada compensación a la menesterosidad biológica del hombre. Así, la ética quedó circunscripta a la ciudad (ámbito humano) donde tienen lugar las relaciones sociales más directas (proximidad y antropocentrismo ético), mientras que la actividad científico-técnica quedó referida exclusivamente a los objetos no humanos (naturaleza) y no constituyó un ámbito de relevancia moral.

Por otra parte, Maliandi (2006) señala que no poseemos una real conciencia de la relevancia y del alcance de los desarrollos técnicos y tecnológicos, ya que “manejamos cada vez más aparatos, pero cada vez es mayor nuestra ignorancia acerca de cómo funcionan. No hay una conciencia general de la técnica, sino fragmentos muy especializados de ella, restringidos a los expertos” (p. 87). Este último planteo de Maliandi nos recuerda la categórica advertencia del célebre astrofísico norteamericano, Carl Sagan (2000), cuando pregonaba que en nuestra civilización se está gestando un peligroso cóctel que podría llevarnos al desastre, ya que, por un lado, los aspectos cruciales de nuestras sociedades (transporte, educación, comunicaciones, industria, instituciones democráticas, cultura, etc.) dependen profundamente de la ciencia y la tecnología, mientras que, por otro lado, la mayor parte de la ciudadanía ignora casi todo respecto a estos temas. Textualmente el autor nos dice que tarde o temprano “esta mezcla combustible de ignorancia y poder nos explotará en la cara” (Sagan, 2000, p. 36).

Si tenemos en cuenta el contexto actual de nuestra sociedad, preocupa que la inteligencia técnica ha comenzado a aplicarse desde adentro a dos ámbitos tradicionalmente influidos desde afuera: el de lo viviente (ingeniería genética) y el de lo automático (inteligencia artificial). Tales preocupaciones también han sido puestas sobre el tapete por Jonas (1995) al denunciar que la techne no solo ha extendido su ámbito de aplicación sobre la totalidad de la naturaleza en nuestro planeta haciéndola peligrar, sino también sobre la humanidad misma. El ser humano también se ha convertido en uno de los objetos de la técnica, lo cual, cabe observar —a juicio de Jonas— en la prolongación de la vida (mediante la posibilidad de contrarrestar algunos de los procesos bioquímicos del envejecimiento), el control de la conducta (a través del avance de las ciencias biomédicas) y la manipulación genética.

Resulta interesante el modo en que Postman (2009) ilustra estos peligros al retomar la historia de Thamus y Theuth contada por boca de Sócrates en el Fedro de Platón. En dicha historia el Rey egipcio Thamus se reúne con el dios inventor Theuth a fin de que el segundo le muestre sus inventos al primero, pero al llegar a la invención de la escritura Thamus interpela al Theuth diciéndole que esta representa una carga nociva para la sociedad dada su forma funcional intrínseca, independientemente de cómo se la emplee. Theuth, por el contrario, se la había presentado como una técnica altamente beneficiosa, sin ningún tipo de riesgo. Como cabe observar, el juicio de Thamus representa, por un lado, una voz de alarma respecto del desarrollo tecnológico sin control y sus consecuencias y, por otro, una actitud de desconfianza respecto del cientificismo propio de la Tecnópolis.

Este relato platónico puede interpretarse como una discusión en torno a los beneficios y potenciales peligros del desarrollo científico-tecnológico dentro de tecnópolis. Thamus representa al tecnófobo tuerto mientras que Theuth al tecnófilo tuerto. Ahora bien, puede afirmarse que ambos caen en un error —de ahí el epíteto de tuerto—, pues, tienen visiones sesgadas que no les permiten advertir la ambivalencia propia de la ciencia y la tecnología. A este respecto, Postman (2009) señala que “toda tecnología supone tanto una carga como un beneficio; no lo uno o lo otro; sino lo uno y lo otro” (p. 6).

A modo de cierre creo menester destacar que la ciencia y la tecnología no solo están vinculadas a la moral y a la ética (esto hace que rechacemos la tesis de la neutralidad valorativa), sino, en gran medida también, por la política, básicamente, por dos razones, a saber:

  1. Por un lado, la ciencia y la tecnología no importan saberes desinteresados y neutrales, sino que entrañan ——en sus diferentes etapas y contextos—— dispositivos de saber-poder, esto implica considerar al conocimiento científico como tecnología de poder (Díaz, 2000).
  2. Por otro lado, como sostiene Olivé (2007), constituye un serio error reducir la ciencia a conocimiento científico (producto) y la tecnología a técnicas y artefactos (producto), más bien deben considerárselas como sistemas sociales científico-tecnológicos, en donde se incluyen las comunidades de expertos de diversa clase con su relativa autonomía epistémica (ciencias naturales, exactas, sociales, humanidades y disciplinas tecnológicas), a gestores profesionales de tales sistemas cuya función radica en obtener inversiones privadas o públicas, a institutos públicos o gubernamentales que fomentan la investigación y demás profesionales de mediación que buscan comprender y articular demandas de diversos sectores sociales (divulgadores, agentes gubernamentales, empresarios, ONGs, entre otros). Tales sistemas no comprenden únicamente los sistemas y procesos donde se genera el conocimiento, también abarcan los mecanismos públicos y privados que garantizan que dicho conocimiento se aproveche socialmente para satisfacer las demandas de diversos grupos sociales a través de medios aceptables desde el punto de vista de los afectados (Olivé, 2007).

Consideración final

Teniendo presentes las consideraciones aquí expuestas podemos afirmar que la tesis de la neutralidad valorativa de la ciencia planteada en términos absolutos no puede sostenerse. Esto no quiere decir que deba adoptarse un relativismo epistémico radical a lo Feyerabend (1986)15 que niegue toda objetividad y neutralidad científica, sino más bien que la neutralidad no puede ser completa y debe entenderse en términos parciales, como una cuestión de grado y referida a ciertos valores. En este sentido, algunas afirmaciones y prácticas que tienen lugar dentro de la comunidad científica son más objetivas que otras, pero ninguna está absolutamente exenta de valoraciones. Así, la neutralidad no exige que la ciencia deba librarse de absolutamente todos los valores, sino solo de los valores de sesgo, es decir, aquellos que entrañan inclinaciones a malinterpretar u omitir deliberadamente ciertos elementos a fin de satisfacer propósitos personales. 

Existen valores contextuales (sociales, económicos, políticos, culturales) y metodológicos (aquellos valores constitutivos de la actividad científica que determinan las decisiones en torno a qué datos son relevantes y cuáles no, cómo interpretar la evidencia observacional, en suma, qué pautas metodológicas preferir) que, inexorablemente, atraviesan a todo quehacer científico y que no pueden excluirse (Shrader-Frechette, 2016). En relación con el contexto de justificación, la ciencia da prioridad a los juicios de hecho, pero teniendo en cuenta el contexto de descubrimiento, no puede prescindir totalmente de los juicios de valor.

Desde los planteos de Maliandi, Jonas y Postman la ciencia y la tecnología no son neutras. No obstante, su ambivalencia no se opone al enfoque tradicional que distingue, por un lado, las teorías y las aplicaciones científico-tecnológicas (axiológicamente neutras) y, por otro, el uso que individuos o instituciones determinadas hagan de ellas (susceptibles de ser juzgados éticamente). En tanto que la ambivalencia a la que se refieren dichos autores se encuentra referida precisamente al empleo beneficioso (correcto) o perjudicial (incorrecto) que se haga de las teorías, técnicas o tecnologías, pero no cabe emitir juicio moral alguno al considerarlas en sí mismas.

En términos generales, al ser la ciencia una empresa racional (que pretende una explicación sistemática de la realidad y, por otro, implica una crítica constante y metódica de todas nuestras presuposiciones), no puede ser juzgada moralmente, pues, la razón solo podría indicarnos cuáles han de ser los medios idóneos para lograr un fin determinado. Sin embargo, la elección de dicho fin dependerá siempre de nuestros deseos, inclinaciones e intereses. Son estos y no la ciencia los que, en definitiva, pueden resultar reprochables desde un punto de vista ético. En tal sentido, toma gran significación la célebre sentencia de Hume que prescribe que la razón es esclava de las pasiones, pues la razón por sí misma no constituye un principio activo que pueda mover a la acción, antes bien, son las pasiones las que movilizan a los hombres y, por tanto, son estas las que deben juzgarse desde una perspectiva moral. Así, como bien señalan García y Arango (2010), es el uso práctico del conocimiento científico y de la tecnología lo que resulta esclavo de las pasiones. Entonces, es necesario volver al cuestionamiento inicial: ¿son en alguna medida responsables los científicos y los tecnólogos por las potenciales amenazas y peligros que puedan entrañar sus investigaciones?

Según Jonas (1995), la modificación de las características de la acción técnica del ser humano, que ha adquirido un alcance y magnitud nunca antes vistos a partir del desarrollo de la moderna ciencia y tecnología, ha hecho surgir la necesidad de que el saber científico y el poder que él engendra se vinculen con un deber ético urgente, aun cuando no sea posible prever y controlar todos los efectos que el poder técnico es capaz de generar. El poder desmesurado que adquiere la acción humana a partir del desarrollo técnico debe ser limitado por una ética de la responsabilidad que trascienda el accionar interhumano y se despliegue también sobre la naturaleza extrahumana, ya que, “al estar sometida a nuestro poder se ha convertido en un bien encomendado a nuestra tutela planteándonos una exigencia moral no solo en razón de nosotros, sino también por su derecho propio” (Jonas, 1995, p. 35).

En consecuencia, Jonas (1995) opina que los científicos y tecnólogos, en la medida en que han acrecentado enormemente nuestro poder técnico, deben ser considerados responsables —éticamente hablando— por los potenciales peligros de sus investigaciones en virtud de la obligación —connatural a dicho poder— de garantizar en el futuro “la existencia de candidatos a un universo moral en el mundo físico, lo cual implica, entre otras cosas, conservar este mundo físico de tal modo que las condiciones para tal existencia permanezcan intactas contra cualquier amenaza que las ponga en peligro” (p. 38). El concepto de responsabilidad que esgrime Jonas se funda en la ampliación del campo de acción que el poder técnico-científico ha posibilitado, donde dicha responsabilidad es entendida no sólo como el deber de hacerse cargo y reparar el daño efectivamente causado (responsabilidad jurídico formal), sino también como la obligación de hacerse cargo por lo que se puede hacer y por lo que ha sido encomendado en virtud del poder adquirido (auténtica responsabilidad ética). Así, la responsabilidad ética es una responsabilidad en virtud de lo que el sujeto u objeto sometido a nuestro poder exige moralmente de nosotros. De ahí que su opuesta, la irresponsabilidad, sea definida como el “ejercicio arbitrario del poder sin la observancia del deber” (Jonas, 1995, p. 165).

Siguiendo este orden de ideas, propone la sustitución del viejo imperativo categórico kantiano —de carácter más lógico y reservado únicamente al trato próximo entre los seres humanos— por un nuevo imperativo que “apela a otro tipo de concordancia; no a la del acto consigo mismo, sino a la concordancia de sus efectos últimos con la continuidad de la actividad humana en el futuro” (Jonas, 1995, p. 41). Este nuevo imperativo aplicable a los científicos y tecnólogos asume la siguiente formulación: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra” (Jonas, 1995, p. 40)16. Otra formulación que propone el autor es: “No pongas en peligro las condiciones de continuidad indefinida de la humanidad en la Tierra” (Jonas, 1995, p. 40). Como cabe observar, no se trata de un imperativo individual con un criterio instantáneo dirigido al comportamiento privado, sino un mandato que se dirige a la esfera pública (política) contemplando las consecuencias reales sobre un futuro previsible donde se pone de manifiesto la responsabilidad por lo que se ha de hacer, y no solo por lo efectivamente hecho.

Ahora bien, teniendo en cuenta estas últimas consideraciones y el hecho de que la ciencia, además de ser una actividad de naturaleza racional, constituye un producto cultural situado en un determinado contexto social, creo que la pregunta por la responsabilidad de los científicos y tecnólogos podría responderse, como sugiere Olivé (2007), señalando la necesidad de arribar a un nuevo pacto social sobre ciencia y tecnología. Del mismo modo que Jonas propone sustituir el viejo imperativo kantiano por uno nuevo que tenga en cuenta las actuales características de la acción humana posibilitadas por el desarrollo técnico, así también Olivé propone sustituir el viejo contrato social sobre la ciencia por uno nuevo que entienda a la ciencia y a la tecnología como un sistema inserto en la sociedad cuyas interacciones con la misma tienen lugar en múltiples niveles y no únicamente a través de las innovaciones. El viejo acuerdo propone una representación lineal de la relación entre ciencia, tecnología y sociedad, donde la ciencia básica se encuentra en un extremo y la innovación tecnológica en el otro, siendo este el único ámbito que interactúa con la sociedad. Por su parte, la ciencia aplicada y las ingenierías constituyen, respectivamente, los eslabones intermedios subsiguientes en relación con la ciencia básica, seguidos por la investigación, la cual incide, inmediatamente, sobre el desarrollo y la innovación. Los principales puntos críticos de este modo de entender la relación entre el conocimiento científico-tecnológico y la sociedad son los siguientes (Olivé, 2007):

  1. La investigación científico-tecnológica –—con excepción del último eslabón de la cadena— se mantiene autónoma y relativamente aislada de la sociedad.
  2. La interacción entre ciencia y sociedad tiene lugar casi exclusivamente a nivel del desarrollo e innovación tecnológica.
  3. Corolario de lo anterior, la comunidad científica no tiene responsabilidad alguna con la sociedad que la sustenta, ya que solo se orienta a la producción desinteresada del conocimiento.
  4. Este modelo promueve el desinterés social, especialmente por la ciencia básica, ya que facilita que los encargados de diseñar las políticas públicas y la ciudadanía en general olviden el rol fundamental de la ciencia básica dentro de los sistemas científico-tecnológicos.

Por el contrario, el nuevo pacto social entre ciencia, tecnología y sociedad supone a grandes rasgos tres cosas fundamentales, a saber:

  1. La ciencia y la tecnología suponen un todo complejo que solamente puede crecer de manera integral. Por ello, se entiende de un modo no lineal la relación entre ciencia, tecnología y sociedad. Cada aspecto del ámbito científico-tecnológico (ciencia básica, aplicada, investigación, ingeniería, desarrollo e innovación tecnológica) guarda una mutua influencia con los demás, es decir, existe interdependencia entre los diversos sectores.
  2. La ciencia y la tecnología no solo son un producto social, sino que, además, no se encuentran apartadas de la sociedad misma. Por ello, se toma en cuenta la participación fundamental del Estado, las comunidades científicas (conservando su autonomía epistémica17), el sector productivo (industriales y empresarios) y la ciudadanía en general.
  3. La finalidad del nuevo pacto social consiste en: 

a) Que la ciencia y la tecnología se instituyan como medios idóneos y legítimos para satisfacer los valores de desarrollo cultural, bienestar, equidad y justicia social, pues adquirir un conocimiento tiene como correlato una responsabilidad moral;

b) Que los sistemas científico-tecnológicos contribuyan a encontrar soluciones a las demandas y problemas de los diferentes sectores sociales, especialmente de aquellos más vulnerables;

c) Que los diferentes actores, sobre todo la ciudadanía, lleguen a comprender la estructura, la dinámica y las obligaciones ético-políticas de los sistemas científico-tecnológicos para lo cual será necesario articular eficazmente la educación, la comunicación y la investigación dentro de tales sistemas.

Ahora bien, si consideramos que ciencia y tecnología no están separadas del resto de la sociedad, este nuevo acuerdo social permitiría hablar de una doble responsabilidad de científicos y tecnólogos, más allá de las vinculadas con la producción de conocimiento, en tanto que, según Olivé (2007) “los expertos tienen el deber ante el público de informar transparentemente acerca de los límites de lo que saben con respecto a las posibles consecuencias de las aplicaciones científico-tecnológicas” (p. 88). Asimismo:

los científicos deberían colaborar en el establecimiento de mecanismos sociales de control y de vigilancia del uso del conocimiento científico, y de monitoreo de las consecuencias de sus aplicaciones, en donde los especialistas participen junto con los representantes ciudadanos de otros sectores sociales (p. 89).

Pienso que tal pacto —en los términos esbozados por Olivé— incluye el nuevo imperativo y la ética de la responsabilidad de Jonas, pero también, logra ir más allá, actualizando el planteo del autor alemán al entender la ciencia y la tecnología como sistemas sociales integrales que influyen y son influidos por múltiples aspectos de la cultura y de cuyo desarrollo no solo participan los especialistas, sino también otros sectores sociales (Estado, industriales, empresarios, ciudadanos). La subsunción de los planteos de Jonas puede verse en el hecho de que su imperativo, al igual que el nuevo pacto de Olivé, supone que el conocimiento científico no debe entenderse separado de la sociedad, sino que debe evaluarse en virtud de las consecuencias concretas previsibles que el mismo pueda producir tanto en las comunidades humanas como en el medio ambiente natural que las contiene. Ambos planteos atribuyen responsabilidad en virtud del conocimiento científico-técnico en la medida en que ese conocimiento confiere poder sobre la sociedad y la naturaleza. Por otra parte, resulta inevitable observar cómo la doble responsabilidad que propone Olivé abarca el deber de custodia o tutela en que consiste la responsabilidad para Jonas, dado que los deberes éticos de informar sobre las consecuencias posibles y de colaborar en el establecimiento de mecanismos de vigilancia y control en relación con el uso del conocimiento científico-tecnológico materializan la exigencia del nuevo imperativo de Jonas, que pone atención sobre las consecuencias reales que las aplicaciones científico-tecnológicas podría tener sobre el futuro previsible de la humanidad en la Tierra. Así, podemos ver que la responsabilidad de los científicos y tecnólogos cabe entenderse como la participación activa en la vigilancia del uso del conocimiento de modo no arbitrario, esto es, concretando los valores de una sociedad plural (desarrollo cultural, bienestar, equidad, justicia social, etc.), valores que no pueden concretarse sin un medio ambiente sano. En definitiva, la responsabilidad ética se funda en el peligro por las consecuencias del uso arbitrario del poder obtenido por medio del conocimiento científico-tecnológico.

Por tanto, los científicos y tecnólogos son responsables moralmente por el conocimiento que generan y al que acceden por su posición, en la medida que los sistemas científico-tecnológicos no permanecen aislados del resto de la comunidad, sino que se articulan con los diversos ámbitos de la misma (político, económico, jurídico, social, etc.). Como afirma Vessuri (2002) “los actuales desarrollos no hacen más que confirmar que el conocimiento y la información científicos no fluyen en el vacío, sino en un espacio políticamente estructurado en torno a relaciones de poder e intereses de los Estados y los negocios” (p. 92).

En suma, a la luz de todas estas consideraciones creemos que no resulta aceptable sostener la tesis de la neutralidad valorativa del conocimiento científico-tecnológico como pretende la concepción tradicional de la ciencia. Tal como hemos visto, la ciencia y la tecnología no pueden ser concebidas de manera abstracta negando sus vínculos éticos, políticos y sociales; estas no se encuentran aisladas de la sociedad, por el contrario, hacen parte fundamental de la misma, a fortiori, tratándose de una sociedad de conocimiento. En efecto, la ciencia y la tecnología no deben entenderse únicamente desde el paradigma del producto, sino como sistemas sociales científico-tecnológicos en los que interactúan diversos actores con diferentes necesidades e intereses. Esto es así, dado que —como bien señala Olivé— estas se producen, desarrollan y aplican a través de sistemas regionales, nacionales e internacionales cuyo sostenimiento y progreso depende del financiamiento que proviene en último término de la ciudadanía y que se encuentra canalizado a través de las políticas públicas y privadas diagramadas por los Estados, los actores económicos y los organismos supranacionales. Así, en tal contexto creo que la pretendida neutralidad axiológica de la ciencia debe comprenderse referida únicamente a los valores de sesgo y de ningún modo puede eximir a los científicos y tecnólogos de la responsabilidad ética de vigilancia y custodia propia de su conocimiento. Espero que estas breves reflexiones nos ayuden a pensar las relaciones entre ética, ciencia, tecnología y política de un modo menos ingenuo, distorsionado y más acorde a nuestra realidad actual.

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Datos de filiación

Hugo José Francisco Velázquez. Abogado, Procurador y Licenciado en Filosofía, graduado en la Universidad Nacional de Tucumán, Argentina. Maestrando del Máster de Argumentación Jurídica de la Universidad de Alicante. Doctorando del Doctorado en Humanidades de la Universidad Nacional de Tucumán. Miembro colaborador del Proyecto de Investigación PIUNT: “Filosofía desde la ciencia VII. Nuevos cruces entre ética y ciencia”. Sus intereses de investigación se centran en la lógica deóntica, argumentación jurídica, razonamiento normativo (moral y jurídico), sistemas normativos y epistemología del derecho. 

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