Ciencia y Sociedad, Vol. 44, No. 4, octubre-diciembre, 2019 • ISSN (impreso): 0378-7680 • ISSN (en línea): 2613-8751 • Sitio web: https://revistas.intec.edu.do/
TRADICIÓN Y RUPTURA EN LA POESÍA DOMINICANA DE LOS SIGLOS xx Y xxi. DINÁMICA DE SUS MOVIMIENTOS
Tradition and rupture in the dominican poetry of the xx and xxi centuries. Dynamics of their movements
Cómo citar: Mármol, J. (2019). Tradición y ruptura en la poesía dominicana de los siglos xx y xxi. Dinámica de sus movimientos. Ciencia y Sociedad, 44(4), 71-91. https://doi.org/10.22206/cys.2019.v44i4.pp71-91
Resumen
Este artículo, basado en una conferencia dictada en el Instituto Cervantes de Madrid, en el marco de la Feria del Libro de Madrid, el 3 de junio de 2019, presenta un fresco sobre la dinámica de la evolución de los movimientos poéticos dominicanos en las dos últimas centurias y su proyección hacia el presente siglo xxi, con base en la relación convergente de tradición y rupturas.
Palabras clave:
Abstract
This article, based on a conference given at the Instituto Cervantes de Madrid, within the agenda of the Madrid Book Fair, on June 3, 2019, presents highlights of the evolution of Dominican poetic movements in both last centuries and present 21st century, based on the relationship of tradition and ruptures.
Keywords:
Existe una compleja relación de ruptura dentro de la tradición [literaria] y, aunque parezca paradójico, una tradición de rupturas, ambas convergentes en la evolución de la poesía dominicana durante el siglo xx y lo que va del siglo xix, sustentadas en las ideas estéticas y la praxis poética o la poiesis misma de los creadores. Esta dinámica afinca sus fundamentos originarios en la asimilación y rechazo de los ismos en boga, especialmente en Europa, en el siglo xix.
Es preciso anotar, como punto de partida, que desde los tiempos fundacionales de la literatura colonial en Santo Domingo, época que tiene su punto final en la denominada, por fallida, Independencia Efímera de Núñez de Cáceres de 1821, la creación literaria en nuestro país como en toda Hispanoamérica, se acrisolaba en la adscripción, con aparente retraso, a lo que iba aconteciendo en Europa, especialmente en España, desde el conceptismo y el gongorismo del Siglo de Oro hasta movimientos y tendencias como el barroco, el neoclásico o racionalismo y, posteriormente, el romanticismo, parnasianismo y simbolismo. Críticos e investigadores de fuste como Marcelino Menéndez y Pelayo, Dámaso Alonso, Guillermo Díaz Plaja, Pedro Henríquez Ureña, su hermano Max Henríquez Ureña y Emilio Rodríguez Demorizi, entre otros, lo confirman.
Aunque confluyeran remanentes tardíos de movimientos estéticos europeos en América, no será sino hasta el advenimiento del modernismo a finales del siglo xix y la imponente y singular figura de Rubén Darío, que el vector del impacto e influencia cambiará de dirección, yendo en este momento desde América hacia Europa. Relevancia significativa tendrán algunos de los precursores del modernismo como José Martí.
Cuando en 1956, Carlos Federico Pérez, brillante ensayista y nieto del gran poeta José Joaquín Pérez, da a conocer su inconclusa obra Evolución poética dominicana, que comprende desde el siglo xvi hasta el modernismo y posmodernismo de inicios del siglo xx, lo que procura es, justamente, mostrar las avenencias propias del concepto poético puro con el de la evolución histórica. De manera que, la noción de evolución en este autor remite a la articulación entre expresión estética de la poesía y los acontecimientos históricos precedentes o vigentes, ya fueran en la metrópoli o bien, en la república independiente y su entorno geográfico, cultural e histórico. En el prólogo a la segunda edición de esta obra ensayística, que data de 1987, Pedro Troncoso Sánchez afirma que Pérez ofrece una concepción orgánica del movimiento poético dominicano, subrayando que le destaca “su sentido evolutivo”, antes que enfocarlo como una simple sucesión cronológica de poetas. Acota que ve el ensayista Pérez en cada poeta dominicano representativo “un antecedente y una consecuencia” (Troncoso, en Pérez, 1987, p. 6). Es por ello que, según Troncoso Sánchez, la novedad de esta obra consiste en que el curso de los tiempos hace ver en la poesía dominicana “un crecimiento, un proceso de maduración, un desarrollo que aumenta su valor y le imprime una mayor universalidad” (1987, p. 6).
Expresada muy resumidamente, esa es la atmósfera con que a la vida republicana y sus avatares históricos entrarán en vigor ideas estéticas y movimientos literarios, particularmente poéticos que, enraizados en la segunda mitad del siglo xix, marcarán tempranamente cambios importantes en la poesía dominicana del siglo xx, en una oscilación de tradición y rupturas, y rupturas dentro de la tradición.
Es importante subrayar, desde ahora, la intención de desmontar la vigencia del mito de la llegada tardía (una especie de síndrome del hegeliano búho de Minerva) de movimientos o ismos relevantes en Europa y en América al seno de la creación poética de nuestro país, pudiéndose demostrar la coetaneidad, o bien, la presencia temprana de aquellos conceptos, obras, movimientos y autores innovadores y posteriormente vanguardistas en el ambiente literario y cultural dominicano, pese a nuestro escaso desarrollo socioeconómico, los avatares del patriotismo contra el anexionismo, la incertidumbre del caudillismo y la reciedumbre de las dictaduras de Ulises Heureaux (1887-1899) y de Rafael L. Trujillo (1930-1961), además de dos intervenciones militares dirigidas por los Estados Unidos, una en 1916, cuyas fuerzas de ocupación censuraron y cerraron la prestigiosa revista Letras, y otra en 1965, que aplastó la rebelión popular, cívica y militar, a favor de la reposición del derrocado presidente Juan Bosch y la vuelta a la Constitución de 1963.
La presentación de un mosaico de movimientos poéticos y generacionales dominicanos por medio de luxaciones culturales y lingüísticas y de rupturas y convergencias paradojales de planteamientos estéticos nos revelará la articulación y contraste de las ideas centrales de las vanguardias europeas y latinoamericanas, como también las de carácter autóctono, en la evolución poética dominicana, que en el siglo xx parte, en términos cronológicos, no del todo irrefutables, del alegado, al tiempo que cuestionado vedrinismo (1912), seguido del postumismo (1918- 1921), para continuar con Los Nuevos (1936), los Independientes del 40, La Poesía Sorprendida (1943), la Generación del 48, la Generación del 60, La Joven Poesía o Poesía de Posguerra (1965), independientes del 70 (premios Siboney), el grupo Y punto (1970), el Pluralismo (1974), la Generación del 80 y los talleres literarios, el Interiorismo (1990) y el Contextualismo (1993), en calidad de principales. Las ideas de estos ismos y posturas estéticas individuales o generacionales van a ser asimiladas o rechazadas por los jóvenes poetas que gravitarán en la primera y segunda décadas del siglo xxi.
Si bien parece darse una secuencia lineal desde una perspectiva diacrónica, las dinámicas estéticas, las adhesiones particulares y las preferencias literarias podrían, en ocasiones, ser mejor entendidas desde una perspectiva sincrónica, por cuanto, las luxaciones, zafaduras o fracturas en las ideas y en la escritura, si bien representan una ruptura respecto del ismo, movimiento o generación precedente, o como la llamaba Ortega y Gasset, generación decisiva, es probable que, pese a los adelantos e inflexiones críticas, se remonte a la tradición o a un momento más remoto, tomando elementos de sus fundamentos teóricos o de sus temas y giros expresivos. Este decurso se comporta como una espiral de convergencias y divergencias, más que como una línea recta evolutiva.
La tipificación de las ideas estéticas centrales, fueran expresadas a través de manifiestos literarios o no, nos pondrá en aviso acerca de una dinámica, nunca químicamente pura, aunque sí contrastable, que escenifica una serie de rupturas dentro, grosso modo, de la tradición y, a la vez, cómo queda presente la tradición en el seno de encumbrados y particularistas planteamientos de ruptura. Esta suerte de ambigüedad es propia del fenómeno abarcador de esta dinámica poética y de lo que ocurre en la sociedad occidental de finales del siglo xix e inicios del siglo xx que se conoce con el nombre de modernidad.
En 1976, el sociólogo polaco Zygmunt Bauman (2012) plantea como un hecho muy sabido, que la modernidad es un fenómeno multifacético que se resiste denodadamente a las definiciones tajantes. Añade que prevalece una aceptación general de que el fenómeno de la modernidad “está íntimamente relacionado con la ‘revolución tecnológica’, con el drástico crecimiento en espesor de la esfera intermediaria artificial que se extiende entre el Hombre y la Naturaleza, a menudo formulada como dramático fortalecimiento del ascendiente humano sobre la Naturaleza” (Bauman, 2012, p.37). Hay, pues, que librarse del equívoco de fechar la modernidad y presentarla como un reducto de lo que antecede a la posmodernidad. Se trata, más bien, de situarla como acontecimiento socioeconómico y cultural en el que el individuo y los procesos históricos mismos experimentan transformaciones relevantes. No hay contenidos antagónicos entre la modernidad y la posmodernidad. Muy por el contrario, sus fronteras analíticas unen, en vez de separar.
Antes que comprender esta característica estructural y constitutiva de la modernidad y de la posmodernidad como fenómenos de orden societal, Henri Meschonnic (2017) tejerá, con un hilo de ironía y sarcasmo, una caterva de críticas a intentos de aproximación definicional de ambos conceptos, bajo el alegato dogmático de que ninguno llega a sustentar una teoría del lenguaje y, por tanto, tampoco del sujeto, de lo ético ni de lo político. No llegan a ser una poética. “El postulado necesario a mi modo de ver, para plantear que el sujeto es la modernidad, es la necesidad de una implicación recíproca y de una interacción entre la teoría del lenguaje, la teoría de la literatura y del arte (digo la poética), la ética y la política (donde se incluye lo político)”, dice Meschonnic, en un reclamo en torno a la necesidad de volver a la retórica, la poética, la ética y la política de Aristóteles (2017, pp. 142-143).
Por ello se adscribe Bauman, en principio, a quienes admiten, teóricamente, que se trata de un fenómeno estrechamente relacionado con la llamada revolución tecnológica, que va a entablar una mediación, una separación entre el ser humano y la naturaleza; es más, una supremacía, un ascendente del hombre sobre lo natural, de la razón sobre el mito. No obstante, valida también el sustento teórico de que el fenómeno de la modernidad no es reducible, strictu senso, a la explosión y diversificación de la tecnología.
La modernidad es también un fenómeno social y psicológico; su advenimiento implica cambios cruciales en el sistema social al igual que en el conjunto de las condiciones bajo las cuales tiene lugar la acción humana (…) Como trasfondo y fuente de inspiración para los ideales humanos, la modernidad significa, sobre todo, una red moderna de relaciones humanas (Bauman, 2012, p. 37).
A partir del fenómeno moderno tendrá lugar el principio de “impersonalismo” que devendrá en proceso de individuación y constitución del individuo como ciudadano responsable de su propio destino. Esto es importante para comprender, cómo en el siglo xix, en la poesía de Salomé Ureña, la idea de progreso, de ascendencia positivista, estaba desprovista de los avances del primer mundo y ceñida a las limitaciones socioeconómicas y de otro orden de nuestra incipiente vida republicana.
Meschonnic, desde el terreno de la poética, es decir, desde la crítica del arte y la literatura, más allá de lo que denomina sociologismos, ve una suerte de embrollo en el intento de establecer una diferencia cronológica entre modernidad y posmodernidad. Se resiste a que lo moderno se reduzca a un período histórico fechado como antecedente de lo posmoderno. Colocar como antagónicos los términos deriva en un equívoco, por cuanto en ambos se da la misma transacción de poder respecto de la razón, el orden y la autoridad. Ve en la modernidad una obra incumplida: “lo eterno en lo transitorio” de Baudelaire. Con el apogeo de los prefijos y, sobre todo, del post o pos, no sacamos nada válido en términos de conclusión. Los discursos sobre la modernidad, muchas veces fanáticos en el establecimiento de disciplinas separadas del saber, a veces se comportan como una “asamblea de autistas”, que no llegan a saber que son autistas.
Entiende por modernidad, aun a sabiendas de que en esa palabra se dan múltiples acepciones y estrategias, “el lugar y el cruce de los conflictos fundamentales que conducen el mundo desde hace ciento cincuenta años” (Meschonnic, 2017, p. 11). Esos conflictos, que desde la poética cubren los órdenes epistemológico, estético, ético y político, todavía perviven. No han sido superados, resueltos ni suplantados por lo posmoderno. Por el contrario, lo que ha hecho es enmascararlos y cubrirlos con el manto de la globalización. Lo posmoderno está condicionado a ejercer un doble balance: el de los fenómenos de la modernidad y el de la posmodernidad misma. En la búsqueda de las permanencias y las transformaciones de la modernidad ocupa su lugar el proceso, sometido a un constante recomienzo, de las “identidades y las anti-identidades”, en cuyo “principio organizador” vamos a encontrarnos con “una búsqueda de las máscaras, de los caracteres y de los olvidos” (Meschonnic, 2017, p.12).
Lo que resulta innegable, como demuestran Eagleton (1998) y otros autores, es que en el ámbito de la arquitectura y del arte, la modernidad va a tener su origen en la lengua española de América a través de la noción de modernismo que el poeta nicaragüense y universal Rubén Darío (1867-1916) trasladará a Europa, a finales del siglo xix, convirtiéndolo, luego del fenómeno del encuentro de las culturas del viejo y el nuevo mundos en 1492, en el segundo impacto relevante de valores culturales latinoamericanos en la cultura europea. De hecho, Carlos Federico Pérez (1987, p. 13) llega a sostener que es una “transparente emoción poética”, dada en las descripciones de Cristóbal Colón, lo que enaltece en la conciencia del europeo el advenimiento de América, que constituye, según él, un privilegio para el acervo estético del Nuevo Mundo.
Como ha sido bien recogido y sintetizado por Anderson (2000), los términos modernismo y posmodernismo son, radicalmente, de origen hispano. El primero, modernismo, remite al poeta nicaragüense Rubén Darío, al referirse a sus ideas estéticas y estilo literario arraigado en el romanticismo, parnasianismo y simbolismo europeos, especialmente franceses, y del cual habló Ricardo Palma refiriéndose, a propósito de Darío y otros poetas, al espíritu modernista. El segundo término, posmodernismo, emergió en el ámbito hispánico de los años treinta del siglo xx, cuando Federico de Onís lo empleó para describir “un reflujo conservador dentro del propio modernismo, que ante el formidable desafío lírico de este se refugiaba en un discreto perfeccionismo del detalle y del humor irónico” (Anderson 2000, p. 10). A este va a seguir, en poco tiempo, el ultramodernismo, el cual intensifica los impulsos radicales modernistas, hasta llevarlos a la creación de un lenguaje poético rigurosamente contemporáneo y más universal. Desde el ámbito de la lengua española, el término modernista o moderno pasó a la lengua portuguesa brasileña, cuando en 1922, en Sao Paolo, se inaugura la Semana de Arte Moderno. Entre finales del siglo xix y las dos primeras décadas del siglo xx, en República Dominicana tuvieron lugar acontecimientos relacionados con la decadencia del modernismo y el empuje de las vanguardias europeas y latinoamericanas que deshacen el mito de la llegada tardía de estos a nuestra media isla.
Para Octavio Paz (1990), la modernidad es un fenómeno que se inició con el Renacimiento, la Reforma o el Descubrimiento de América; o bien, que se inició con el movimiento de los Estados nacionales, la institución de la banca, el nacimiento del capitalismo mercantil y la aparición de la burguesía, teniendo como fundamento la revolución filosófica y científica del siglo xvii, con el racionalismo cartesiano y leibniziano a la cabeza, termina siendo una serie de suposiciones admisibles y coherentes si se las ve en conjunto, aunque aisladas serían insuficientes.
Lo que el Premio Nobel mexicano considera primordial es asumir que la modernidad tiene su fundamento en el espíritu crítico que desarrolla y que comienza como una crítica de la religión, la filosofía, la moral, la historia, el derecho y la economía política. “La crítica es su rasgo distintivo, su señal de nacimiento. Todo lo que ha sido la Edad Moderna ha sido obra de la crítica, entendida esta como un método de investigación, creación y acción” (Paz, 1990, p. 32). Es de la crítica de donde brotan conceptos modernos como progreso, evolución, revolución, libertad, democracia, ciencia y técnica, entre otros, aunque como promesas de emancipación hayan constituido, en algunos casos, verdaderos fracasos de la humanidad. Aun así, es de la crítica del pasado y del presente, como fundamentos de la historia, de donde surgieron fenómenos revolucionarios como la Independencia de Estados Unidos, la Revolución Francesa, los movimientos de independencia de las colonias españolas y portuguesas de América, que terminaron en fracasos, en muchos casos. Por ello Paz afirma, categóricamente: “Nuestra modernidad es incompleta o, más bien, es un híbrido histórico” (1990, p. 33).
El romanticismo, gestor del gran cambio en el pensamiento y la sensibilidad del siglo xix occidental, va a ser el cuestionador por excelencia de la racionalidad clasicista que cubrió el espectro de pensamiento de los siglos xvii y xviii, pero, al mismo tiempo, se convierte en negación de la modernidad dentro de la modernidad, convive con ella para afianzar su transgresión, una ruptura radical con la tradición renacentista. Esa transgresión conllevará el germen de lo que, en la etapa subsiguiente, que Paz llama Edad Contemporánea, conoceremos como ambigüedad e incertidumbre de la posmodernidad, que van a profundizar y expandir el proceso de individualización que había engendrado el romanticismo, en tanto que discurso individual y sintético particular, contra los grandes relatos épicos del neoclasicismo y el naturalismo: algo así como el clochard citadino que vence al heroico semidiós, las luces artificiales que destronan la belleza salvaje de la naturaleza. La raíz de esa ambigüedad, presente en la poesía moderna, se manifiesta en ella como expresión simultánea de afirmación y negación de los atributos de la misma modernidad. Paz sustenta que la estética del cambio (1990, p. 50), como una expresión de modernidad, ha dominado las artes y la literatura desde el romanticismo hasta nuestros días. De ahí que la tradición moderna sea una tradición de ruptura, “una tradición que se niega a sí misma y así se perpetúa” (1990, p.51). Sin embargo, Paz vio en el arte y la literatura de finales del siglo xx una pérdida de ese creativo poder de negación, entonces convertido en mera repetición. La bancarrota de las rebeldías, las transgresiones, los cambios representan el fin de la estética moderna como la que descansaba sus principios en el cambio y la ruptura.
En su singular e insoslayable empresa autodenominada arqueología literaria, el escritor y crítico Manuel Mora Serrano emprende un cuestionamiento radical a ciertos presupuestos y mitos propios de la tradición crítica en la evolución poética dominicana, como también, de lo que entiende mezquindades y regateos de ciertas figuras preponderantes en la historia literaria y crítica de nuestro país, sobre todo, Max Henríquez Ureña, Pedro René Contín Aybar, Manuel Rueda y Diógenes Céspedes, respecto de la llegada tardía o no de los ismos del siglo xix y las vanguardias del siglo xx a nuestra poesía; como también, acerca de la valoración prejuiciada a favor de una figura o una poética en detrimento de otras. Con sus ensayos Postumismo y vedrinismo. Primeras vanguardias dominicanas (2011) y Modernismo y criollismo en Santo Domingo en el siglo xix (la turba letrada y los mitos literarios) (2018), el investigador se vuelve una auténtica máquina de revelaciones, de hallazgos que dan al traste con frágiles o infundados argumentos que operaron como verdades incontrovertibles, repetidas hasta la saciedad, en la historia literaria nacional. Mora Serrano utiliza fuentes bibliográficas fehacientes que convierten en difícilmente refutables sus argumentos contra lo que, basándose en la expresión de Domingo Moreno Jimenes (1894- 1986), llamó “la turba letrada”.
Mora Serrano, en el ámbito del siglo xix, cuestiona el error miope de nuestra crítica de considerar que el modernismo, que había triunfado con la publicación de las ediciones de Azul, de Rubén Darío, entre 1888 y 1890, y de Prosas profanas e 1897, aparece tardíamente en nuestro panorama, es decir, en 1901 con versos de Pedro Henríquez Ureña, o bien con el poema “Mi vaso verde”, de Altagracia Saviñón (1886-1942), publicado en la revista La Cuna de América, en 1903, o si acaso, en 1907 con la publicación del soneto “Virginea” de Valentín Giró (1883-1949). En realidad, en 1898, el modernista dominicano por excelencia, Tulio M. Cestero (1877-1955), publicó su libro de ensayos sobre figuras preponderantes del modernismo, además de otros autores contemporáneos, titulado Notas y escorzos, y, por si fuera poco, en 1884, el poeta mayor de entonces, José Joaquín Pérez, publicará unos versos de un joven poeta nicaragüense, sin el oropel de la fama, recogidos de un folleto titulado Poesías de adolescente, que Darío reconoció como suyos. Estas evidencias destronan el criterio asentado de Max Henríquez Ureña en su obra Panorama histórico de la Literatura Dominicana (Río de Janeiro, 1945), según el cual, es después de 1900 que se inicia el modernismo en la poesía dominicana, lo que hace “tardía” su aparición. En cambio, el crítico literario y jurista Néstor Contín Aybar, en su Historia de la literatura dominicana (UCE, 1986), reconoce en Cestero, y desde 1898, al “propagandista” del modernismo en nuestro país. Además, en la revista Letras y ciencias, fundada por Federico Henríquez y Carvajal en 1892, a la altura de 1893, en su número 44, el escritor Federico García Godoy publica un artículo titulado “La crítica”, en el cual aborda aspectos relevantes del modernismo como el “presente estado intelectual” (Mora Serrano, 2018, pp. 80-81). Mientras que en los números 46, 54 y 66 de esa revista, del año 1893, aparecen poemas de figuras modernistas como Julián del Casal, Salvador Rueda y José Santos Chocano. En 1894, Fabio Fiallo (1866-1942), funda la revista El Hogar, que tendrá a Tulio M. Cestero como cofundador, y en su primer número del 2 de noviembre aparecerá el poema en prosa “Fugitiva” de la autoría de Rubén Darío.
Importante es, de igual modo, para desmadejar la dinámica de la evolución poética dominicana del siglo xx, situar quién y en qué fecha publica el primer poema modernista en prosa en Santo Domingo y quién el primer poema modernista en verso. Mora Serrano evidencia, contra cualquier argumento de “la turba letrada”, que el mérito del primer poema modernista en prosa y, por tanto, precedente del versolibrismo del siglo xx en nuestro país, lo publica Cestero, cuestionador impenitente del romanticismo y del clasicismo y traductor de los poetas simbolistas, en el número 2 de la revista El Hogar, el 11 de noviembre de 1894, con el título de “Pálida” (Mora Serrano, 2018, pp. 86-87). El primer poema modernista en verso, en cambio, se publicará en la revista Ciencias y Letras, número 94 del 31 de marzo de 1896, titulado “Azul”, de la autoría de un poeta que no refiere “la turba letrada”, aunque se le antóloga en El parnaso dominicano, de 1915, el cual responde al nombre de Bienvenido Salvador Nouel (1874-1934).
Otro acontecimiento interesante de la poesía de finales del siglo xix que gravitará en la del siglo xx es la eclosión del criollismo como reacción antimodernista y como piedra de base del surgimiento de las vanguardias en nuestra poesía. Aquí se acrisolarán los elementos y recursos ideológicos y léxicos del lenguaje poético de color y sabor locales, con lo que se desmonta otro argumento de la crítica tradicional según el cual es Arturo Pellerano Castro (1865-1916) el primer criollista nacional. En realidad, esa deuda la tenemos con José Joaquín Pérez, quien en 1896 empieza a reclamar que en la escritura hay que “ser criollo y americano”, por medio de su poema titulado “De América”, y a Bienvenido Salvador Nouel, quien utilizará la palabra “criolla” para titular su poema publicado en la revista Letras y Ciencias número 97, del 19 de mayo de 1896. Si bien en Pérez y su poema figuran la oposición de lo americano frente a lo europeo, algo que notaremos en el Manifiesto Postumista de 1921, en Nouel encontraremos poemas como “El campesino”, en que se habla acerca de “chapear las mayas”, “rancho de palma y yagua”, “andullo”, “cachimbo”, “conuco”, que junto a otro texto como el titulado “Voces del alma”, publicado en 1899, bajo la dictadura de Heureaux, ya invita al “pueblo”, con antelación al poema “Proletario” de Suro, de 1939, y para un mejor porvenir de su propia clase, a “cambiar el fusil por la azada”, con lo que cuestiona el caudillismo que va de la guerra restauradora a la invasión norteamericana de 1916, cuestionándole, además “preferir al burdel a la escuela”. ¿Acaso no hay aquí un síntoma de lo que luego sería la encumbrada poesía social dominicana?
¿Podíamos estar atrasados con relación a las corrientes literarias y movimientos en Europa, cuando, en 1912, desde la ciudad de La Vega, el entonces respetado crítico Federico García Godoy escribió artículos sobre el futurismo de su amigo Filippo Tomasso Marinetti, publicados en libro en 1916, si el Manifiesto Futurista se publica por primera vez en diarios y revistas de Italia y Francia en febrero de 1909? Parece que no. Pero, más aun, en el número 132 de la revista La Cuna de América, del 1 de agosto del mismo año 1909, se publicó “completo y con diversos comentarios” (Mora Serrano, 2018, p. 38) el Manifiesto Futurista. Estamos hablando de apenas unos meses de diferencia.
En su labor de arqueología literaria, Mora Serrano procura instaurar las reservas con las cuales crear lo que llama “el banco central poético nacional” (2011, p. 285), con base en el oro genuino del arte escritural de nuestra tradición poética, diferenciando los meros “palabreros” y los auténticos poetas. Asimismo, continuará derribando los cimientos de otros mitos literarios en la tradición y las rupturas propias de la evolución poética dominicana. En ese tenor, en su ensayo de casi 800 páginas titulado Postumismo y Vedrinismo. Primeras vanguardias dominicanas (2011), deja muy mal parados a críticos e historiadores de nuestra literatura como Contín Aybar y Manuel Rueda, al desvelar la trama que fuerza la invención del vedrinismo como movimiento con la única y alevosa intención de desprestigiar al postumismo y en particular, a Moreno Jimenes como su fundador, ensalzando para ello las figuras de Vigil Díaz y del propio postumista Rafael Augusto Zorrilla, quien en 1934 protagonizará el golpe de Estado a Moreno Jimenes como Sumo Pontífice del movimiento.
La socorrida argumentación de que el vedrinismo es nuestra primera manifestación de vanguardia, que, admitido por Rueda tiene en Ricardo Pérez Alfonseca y su poema Finis Patria (1912) un apreciable antecedente; que, además, introduce el versolibrimso en nuestra tradición, con el poema de Vigil Díaz titulado “Arabesco”, publicado en la revista La Primada de América, en su número 2 del 10 de noviembre de 1917, y que las ideas estéticas vedrinistas se inspiran en las piruetas aéreas de un piloto francés llamado Jules Vedrines, acrobacias que presumiblemente el poeta materializaría en sus versos, sin que haya evidencia de ello, pasa por alto el hecho de que Moreno Jimenes, en su segundo libro de 1916, Vuelos y Duelos, publica versos blancos o libres contenidos en los poemas “Invitación al dolor” y “Bajo unas nubes blancas”. Mora Serrano contrarresta el argumento de Diógenes Céspedes en su trabajo Obras de Vigil Díaz y Zacarías Espinal (2000) según el cual existe rima asonantada y no verso libre en uno de los poemas de Moreno Jimenes.
Rueda (1999) sustenta que:
contamos, dentro de nuestros primeros vanguardistas, con Vigil Díaz y su vedrinismo, a quien debemos adjudicar el primer intento de versolibrismo en el país con su poema ‘Arabesco’ y sus distorsiones formales y estróficas, aunque también es preciso señalar que este proceso ya había comenzado con Ricardo Pérez Alfonseca al atomizar los metros en una sucesión de versos cortos (p. 18).
Mora Serrano, en oposición, y con base documentada, afirma categóricamente que:
Otilio Vigil Díaz no es el padre de la criatura llamada vedrinismo, nacida para la historia literaria en 1926. Por el contrario, el señor Manuel Zacarías Espinal es el legítimo padre literario de la criatura llamada vhedrinismo, vendrinismo, veedrinismo o vedrinismo (2011, p. 573).
Rueda, además, insiste en desligar a Vigil Díaz de las ideas y las publicaciones conjuntas con los postumistas. Mora Serrano aporta elementos acerca de una relación sostenida y no fugaz. Sobre el postumismo, en cambio, Rueda afirma que:
fue un movimiento de esencia criollista, tomando en cuenta que haya existido alguna vez con tales propósitos; en él solo Almafuerte reinaba como inspirador único de un proclamado mesianismo en el que Moreno Jimenes vio visiones de una América futura. Si la intención era débil y ya bastante trasnochada como filosofía del nuevo hombre americano, al ser trasladada al verso se volvía más que inoperante, inocua (1999, p. 19).
Para Rueda Zorrilla es el “gestor” del movimiento postumista, Andrés Avelino “su teórico” y Moreno Jimenes su “poeta principal”. Rueda se hace eco del juicio despectivo de Patín Maceo que considera el postumismo como “el pozo negro de la literatura dominicana” (1999, p. 19).
Por el contrario, un poeta social de fuste y crítico de merecido prestigio como Héctor Incháustegui Cabral (1912-1979), en su libro El pozo muerto (1960), considera a Moreno Jimenes como aquel poeta que, más que Vigil Díaz, a quien le reconoce sobriedad y exageración en la escritura, le hace descubrir como un legado el paisaje que le rodeaba y la voz humilde de nuestra gente (1960, p. 163). Afirma que lo ha admirado siempre y que debe mucho a Moreno Jimenes (Incháustegui, 1960, p. 56), sobre todo, el nacimiento de la fe en nuestra América, habiéndole hecho encontrar, “en su prédica poética, un asidero, un consuelo contra un mundo desquiciado” (Incháustegui, 1960, pp. 40-41). El autor de Poemas de una sola angustia (1940), quien también valora la reacción de los que llama “elegantes de la poesía, los sólidamente pulidos” (1960, p. 173) integrantes de La Poesía Sorprendida, se identifica con el reclamo de volver a lo nuestro, para poder salvarnos, retornar al buen salvaje, al hombre natural:
Europa —dice— no tenía nada qué hacer. Lo que durante siglos había constituido el ideal humano, el ejemplo digno de imitación, rodaba por un fango ensangrentado, entre ruinas humeantes, debajo de los rotos zapatos de hombres que habían perdido a Dios, carentes de esperanza, sin fe (Incháustegui, 1960, p. 41).
Europa estaba, de hecho, sumida en la Segunda Guerra Mundial.
Desde la concepción del poema, no como teoría per se, porque la trasciende, sino como sustento de una teoría del lenguaje, de la literatura, del Estado, del sujeto, de lo ideológico, lo ético y lo político, el crítico Diógenes Céspedes (1985) aduce que la polémica acerca de si fue Vigil Díaz o fue Moreno Jimenes quienes introdujeron un cambio en la poesía dominicana es un asunto que no puede cerrarse. “En rigor —dice Céspedes—, Vigil Díaz no elabora una teoría propia del poema. Él se suscribe y adopta, sin crítica, la opinión que Baudelaire elabora sobre el poema. La modalización [sic] del discurso de Vigil Díaz es la repetición” (p. 17). Añade que frente al neoclasicismo y el modernismo “tardío”, la relación teórico-práctica Vigil Díaz-Baudelaire, “con la introducción del poema en prosa tiene una apuesta” (p. 18). Admite Céspedes que con la publicación del poema “Arabesco” en 1917 y del libro Galeras de Pafos en 1921, su autor “cambiará el ritmo de la estructura clásica y cambiará por tanto el sentido de lo que dice en ese ritmo poético en prosa. Y ese cambio en el ritmo-sentido de la poesía dominicana se acelerará con el postumismo” (p. 18). Cambio que tiene su correspondencia con la modernización de la sociedad mediante la introducción de la electricidad, el ferrocarril, el automóvil, entre otros productos y servicios. Lo importante es que Céspedes ve a Vigil Díaz como el introductor de un cambio, el poema prosado, mientras que ve a Moreno Jimenes como el acelerador de ese cambio. No obstante, admite que, en términos teóricos postumistas, “Antes de que Andrés Avelino escribiera su ‘Manifiesto Postumista’ de 1921; antes de que Rafael Augusto Zorrilla escribiera sus ‘Orígenes del Postumismo’ y los ‘Apuntes Postumistas’ en 1921 y 1922; antes de que otros trataran de explicar las ideas literarias de esta corriente, ya Domingo Moreno Jimenes había lanzado, en una entrevista publicada en La Nación, en 1920, los principios estéticos que modalizarían [sic] los discursos posteriores” (p. 64).
Mora Serrano, aduce, en otro sentido, que “Arabesco” no es un poema versolibrista, al contrario, es un poema rimado, y por tanto “es falso que se trate de un poema libre” (2011, p. 189). Se trataba, en efecto, expone, de un poema en prosa que, por resultar muy breve al construirse las líneas en bloque el autor “lo repartió”, aunque no en versos reales. Díaz “no admitió jamás que había intentado la liberación del verso”, tampoco “se vanaglorió de haber escrito poemas en versos libres” (p. 192). Ni escribió jamás Vigil Díaz la palabra vedrinismo en texto suyo alguno, aunque al atribuirlo al libro Góndolas, de 1912, sus defensores hablen de este como primacía de las vanguardias en América, aun antes que el creacionismo (1913-1916) y coincidiendo con el imaginismo norteamericano de 1912 (Mora Serrano, 2011, pp. 217-218). Era, en definitiva, más modernista y parnasiano que vanguardista (p. 308). El crítico sustenta que en nuestro país había poema en prosa desde 1892, como ya vimos antes, y que para que un autor pueda considerarse “introductor” de alguna novedad deberá “sacrificarse”, deberá recibir los embistes de los “reaccionarios” (p. 202). Es por ello que alude zanjar la discusión sustentando que el verso libre “modernistas” debe atribuirse a Vigil Díaz, mientras que el verso libre “vanguardista” será una conquista de Moreno Jimenes y el postumismo (p. 367).
Lo realmente nuevo, que introduce cambios, está siempre acompañado del riesgo, atributo que habría de corresponder a los auténticos vanguardistas. El caldo de cultivo de nuestras vanguardias tiene lugar en el criollismo, en el yoísmo o interiorismo de Ricardo Pérez Alfonseca, con sus textos Finis Patria (1912) y Oda de un yo (1913), y en el poema de corte social de Federico Bermúdez y su obra Los humildes (1916), último que constituye el eslabón que lo vinculará, como ruptura dentro de la tradición, al postumismo, cuyo manifiesto se conocerá en 1921, de la autoría de Andrés Avelino, pero cuyos atisbos de cambio en el cuerpo del poema los inicia Moreno Jimenes al escribirlos en 1918 y publicarlos en 1919 (p. 325), considerándolo Mora Serrano como el primer movimiento vanguardista documentado en suelo dominicano (p. 343).
Desde un enfoque particular, el crítico y poeta José Rafael Lantigua (2006), quien reconoce en el vedrinismo un movimiento unipersonal y atribuye carácter vanguardista a Vigil Díaz y su obra, considera, además, que la descalificación de Moreno Jimenes por parte de Manuel Rueda tiene su origen en una disputa personal (pp. 169-174). Rechaza la adjetivación de Rueda contra Moreno Jimenes al tildarlo de poeta “ramplonero” y “torpe” (p. 180) y exalta en el poeta postumista al creador de “una obra que parte de un principio sólido que no es alterado en lo más mínimo en todo su proceso y que permanece invariable en todo su contenido naturalista, realista, nacional, paisajista, místico, emocional y trascendente” (p. 181). Concluye Lantigua que el vedrinismo fue un acto solitario, mientras que el postumismo fue un acto de masas (p. 178). Así, dirá, acercándose a Incháustegui Cabral, que la poesía de Moreno Jimenes “es la exaltación de las cosas simples, del sentir del pueblo, del paisaje real, expuesto dentro de una tónica sensible y esencialmente nacional” (p. 187). ¿Acaso no significa esta ruptura postumista una vuelta parcial al criollismo del siglo xix y al socialismo o la poesía civil de inicios del siglo xx? ¿Cuánto de postumismo han de contener el tono expresivo y el trasfondo ideológico de los poetas posteriores como Rubén Suro, de Los Nuevos del 36, y otros de la década del 40 como Tomás Hernández Franco, Héctor Incháustegui Cabral, Pedro Mir y Manuel del Cabral? Así teje el hilo de Ariadna el eterno retorno de la tradición en la ruptura y la ruptura dentro de la tradición. Así tiene lugar la convergencia en la divergencia de la evolución poética dominicana.
Octavio Paz, en el citado ensayo La otra voz. Poesía y fin de siglo (1990), llama a la poesía de finales del siglo xx un arte de convergencia, mientras que la característica central de la poesía de finales del siglo xix y buena parte del recorrido del siglo xx se comportará como una tradición de la ruptura (pp. 53-54). Se pregunta si no hay algo en común entre La Odisea y A la búsqueda del tiempo perdido. Ve en la vocación de cambio el acento particular de la poesía del siglo xx. Pero, en la de final de ese siglo aprecia una suerte de “perpetuo recomienzo y un continuo regreso” (pp. 53-54). La poesía, estimo yo, independientemente del tiempo cronológico en que nos situemos, va a buscar eso que Paz llama la “intersección de los tiempos”, o bien, el “punto de convergencia”.
Céspedes (1985, p. 50) nos dice que La Poesía Sorprendida no deja de reconocer los aportes del postumismo y la deuda que tiene con este grupo, aunque lo va a hacer desde una perspectiva crítica, de no adhesión espontánea La revolución poética postumista está vinculada a las ansias de libertad patriótica. Andrés Avelino (1900-1974) escribe el Manifiesto Postumista en 1921, con la nación ocupada por el ejército de Estados Unidos de Norteamérica, que comprende, en su primera ocasión, desde 1916 a 1924.
Vale la pena recordar que Domingo Moreno Jimenes y Andrés Avelino, junto a otros intelectuales, artistas y poetas como Américo Lugo, quien lo redacta, Jaime Colson, Ramón Marrero Aristy, Héctor Incháustegui Cabral, entre otros, son firmantes del Manifiesto de 1938 de los intelectuales contra el fascismo franquista en España y el fascismo internacional, en plena dictadura de Rafael L. Trujillo, hecho en el que Céspedes ve una condena implícita al trujillismo (1985, pp. 69-72), aunque, paradójicamente, muchos de esos intelectuales firmantes serán luego soporte ideológico del régimen dictatorial.
El postumismo es, pues, nuestro primer movimiento de vanguardia, el cual se dota a sí mismo de un manifiesto, que se publicará como epílogo del libro de poemas Fantaseos, de Andrés Avelino, en 1921, redactado por él, pero, que recoge la luz poética de trabajos precedentes de Moreno Jimenes, publicados en 1918, por lo que el propio Zorrilla sitúa en ese año el origen de la visión poética revolucionaria postumista. Su manifiesto deja muy claramente sentada la intención de introducir un cambio en la tradición poética dominicana. Propone romper con los cánones y preceptos románticos oponiéndose a Víctor Hugo, de los realistas contrarrestando a Balzac, y de los modernistas declarando la muerte de Darío. Llama a distanciarse del simbolismo, que lo considera un fósil, a reaccionar contra el ultraísmo, el futurismo y el creacionismo. Fondo y forma serán una misma cosa, como lo explicaría más tarde Octavio Paz en El arco y la lira (1959), y dentro de esa unidad dialéctica que reúne las ideas y las emociones, el reclamo de lo nacional mediante la exaltación del lenguaje ordinario, del español dominicano, con sus vocablos particulares, su cantidad y matices de luz en el paisaje. Hace un llamado a no seguir siendo súbditos de Europa y de una aristocracia intelectual ajena. El poeta será pensador y filósofo, un ideal romántico, después de todo, pero, tendrá que mezclarse con las masas, dejará de ser un ente privilegiado.
Llama a la juventud de América a “extender el índice hacia el horizonte de los siglos”; es decir, hacia la posteridad, hacia lo que para el poeta pensador habrá de ser póstumo.
Más allá del criollismo de José Joaquín Pérez, Nouel y Pellerano Castro, y del socialismo de Federico Bermúdez, el postumismo de finales de los años 20 sentará las bases de una poesía dominicana, en el fundamento estético y en la praxis del poema, con carácter de denuncia política y social, con un ideal americanista que impactó, incluso, a un líder político continental como Raúl Haya de la Torre, según carta de este a Moreno Jimenes, luego de leer el número 2 de la revista El Día Estético, en noviembre de 1929.
Así se sientan las bases de los poetas sociales de relevancia en nuestra evolución poética pertenecientes a los decenios del 30, con Los Nuevos, surgidos en 1936 y del 40, con voces preponderantes como las de Incháustegui Cabral, Hernández Franco, Mir, del Cabral y Domínguez Charro, entre otros. Acerca de Los Nuevos, Guillermo Piña Contreras (2015), luego de reafirmar el criterio de Veloz Maggiolo (Cultura, teatro y relatos en Santo Domingo, 1972) de que fueron orientados por Moreno Jimenes (p. 28), y siguiendo las precisiones panorámicas de Manuel Rueda y Lupo Hernández Rueda, sustenta que el movimiento “tenía la innovadora característica de que sus miembros cultivaban, además de la poesía, la música, la historia y la pintura” (Piña Contreras, 2015, p.19). Entre los más destacados de los novistas habría que mencionar a Rubén Suro, y su connotado poema “Proletario” (1938), quien cultivó la poesía negroide conjuntamente con la de sentido social, su hermano pintor Darío Suro, Luis Manuel Despradel, Arturo Calventi, Alberto Rincón, Mario Bobea Billini, entre otros.
Con respecto a la década del 40, luego de subrayar el impacto en la cultura dominicana de la llegada en 1939 y permanencia, pese a la dictadura de Trujillo, de un buen grupo, hasta 1945, del exilio español del franquismo, hay que hacer notar que es un período de extraordinario dinamismo y esplendor de nuestra literatura, música y pintura, y en particular de la poesía, que da a luz a los llamados Independientes del 40, a La Poesía Sorprendida y a la Generación del 48, también llamada Generación Integradora, por su cercanía relativa a los principios estéticos de los sorprendidos, un rasgo evolutivo singular, aunque con matices divergentes, o bien, Generación de Posguerra, en referencia al término de la Segunda Guerra Mundial.
El otro gran momento de las ideas estéticas en la evolución poética dominicana, luego del postumismo, lo constituirá el surgimiento de La Poesía Sorprendida en 1943, considerado por la crítica como el punto más alto de nuestra evolución poética (Rueda, 1999, p. 22). Con La Poesía Sorprendida tiene lugar la entrada, con pisada aún más firme, de nuestra tradición poética y sus cambios o rupturas, sus convergencias y divergencias, sus luxaciones y fracturas en los impulsos de la modernidad de la sociedad mundial, tendencia que se había iniciado, en cierto modo, con algunas de las individualidades de los Independientes del 40, especialmente aquellos que vivieron en el exterior, como Mir, autor de Hay un país en el mundo (1949) y del Cabral, autor más diverso, que va desde Compadre Mon (1940), poema de la tierra, pasando por Trópico negro (1941), hasta Los huéspedes secretos (1951), poesía de corte metafísico. Por su parte, Incháustegui Cabral, afincado en nuestro suelo y sus complejas realidades sociopolíticas y culturales, encarna la dialéctica de un discurso poético centrado en lo nacional, pero, revestido de un aire estético universal, que se hace patente en Poema de una sola angustia (1940). Lo mismo podríamos afirmar de Hernández Franco, quien conoció y vivió en Europa, y su singular poema Yelidá (1940).
La Poesía Sorprendida, que, de acuerdo con uno de sus poetas relevantes, Freddy Gatón Arce (1988), senutrió de los aires de su tiempo cargados de surrealismo, existencialismo, neonaturalismo y literaturas comprometidas y gratuitas, elevó su tono a nivel de exigencia estética que implicó desprenderse del peso de los “temas locales y de la coerción de las formas tradicionales, pero no para entregarse a la facilidad, sino para imponerse un nuevo rigor. Se mantuvo atenta a las novedades de la literatura mundial y así fue refinando sus modales imaginativos” (Arce, 1988, p. iii). Todo esto, acota, sin que hubiera una estética que prevaleciera, buscando, más bien, la integración de antiguos y modernos, europeos y americanos, simbolistas y existencialistas. Su esfuerzo iba en la dirección de que la cultura dominicana “concertara” con la cultura del mundo. De ahí su lema: “poesía con el hombre universal”, con el que nació su revista homónima, que, además, coloca la filosofía estética y la teoría del lenguaje de La Poesía Sorprendida en un ángulo opuesto al reclamo nacional del postumismo. Su objetivo se centró en fortalecer una poesía nacional “nutrida” en la poesía universal, con base en la creación sin límites, sin fronteras y en busca de la soledad, el misterio, la intimidad y el secreto del ser humano como ente creador. Se acercaron a la poesía haitiana y reconocieron los aportes fundacionales del postumismo.
La poesía se forja sobre la base de conjugar la historia de la sociedad hasta el momento del sujeto creador, su presente y la historia de la literatura hasta él y su tiempo. Esto la faculta para “interpretar” la realidad, antes que simplemente negarla. La insularidad, el aislamiento es una cuestión subjetiva, sugieren los sorprendidos, por cuanto hay en la cultura elementos, recursos, fundamentos para superar las distancias materiales. La poesía puede, decía George Bataille, superar verbalmente al mundo. No es cierto que fuera escapista la obra poética de los sorprendidos. En sus metáforas, abstracciones, símbolos y alegorías subyacen la protesta social, el repudio a la dictadura, la denuncia política que, como sugiere Rueda (1999, p. 25) pueden notarse en poemas emblemáticos como Clima de eternidad (1944) de Mieses Burgos y Vlía (1944) de Freddy Gatón Arce.
Entre los nombres más sobresalientes de los sorprendidos figuran Franklin Mieses Burgos, su voz más encumbrada y alma del movimiento, Rafael Américo Henríquez, Aída Cartagena Portalatín, Manuel Valerio, Manuel Rueda, Antonio Fernández Spencer, el chileno Alberto Baeza Flores, Mariano Lebrón Saviñón, Manuel Llanes, entre otros artistas de la palabra, que contaron para la edición de la revista con el apoyo del gran artista español Eugenio Fernández Granell. Otro rasgo característico de este movimiento poético fue la búsqueda en la interioridad del individuo, la exploración de la psiquis y del alma, para poder explicar y reflejar en su lenguaje figurado las penurias de nuestra sociedad y la oscuridad del mundo. José Alcántara Almánzar (2014) apunta que, por su actitud y por sus logros, los poetas sorprendidos bien pueden considerarse como parte de una intelligentsia que “actualizó la literatura dominicana, integrando el legado de los clásicos antiguos y modernos e incorporando a la práctica poética las expresiones más innovadoras de la poesía europea” (p. 24).
La poesía de tono social, caracterizada por una praxis del lenguaje de orden coloquial, se afianzará en la tradición y las rupturas de la evolución poética dominicana conforme nos abocamos al delirio criminal de la etapa final de la dictadura de Trujillo y las convulsiones sociopolíticas de la década del 60 en nuestra historia. De esta forma, la Generación del 48, que encuentra como espacio las páginas del suplemento “Colaboración escolar”, que en el periódico El Caribe dirige María Ugarte desde el año 1948, se dará a conocer a inicios de la década del 50. Su concepción y práctica de la escritura poética conjuga recursos y fundamentos estéticos del postumismo, especialmente su preocupación por exaltar lo histórico en el ser nacional, y de La Poesía Sorprendida, sobre todo, por el uso del lenguaje figurado, que, tejido con símbolos y metáforas, entre otros recursos, eludían la censura del régimen trujillista, lo que en algunos casos no logró evitarles encarcelamiento, persecución y exilio. Pero, además, de acuerdo con Veloz Maggiolo y Piña-Contreras, los del 48 son poetas que valorarán la poesía de los Independientes del 40 y la harán parte de su ejercicio poético y su cosmovisión humanística y estética. Destacan en esta generación nombres como los de Abelardo Vicioso, Máximo Avilés Blonda, Lupo Hernández Rueda, Víctor Villegas, Luis Alfredo Torres, Alberto Peña Lebrón, Abel Fernández Mejía y Rafael Lara Cintrón, entre otros.
Arte y Liberación, un grupo conformado en 1962, será la base de la denominada Generación del 60, de la cual forman parte poetas, narradores y artistas como Jeannette Miller, Antonio Lockward, Miguel Alfonseca, René del Risco, el poeta haitiano Jacques Viau Renaud, quien muere enfrentando las tropas invasoras norteamericanas, José Ramírez Conde y Silvano Lora, entre otros. La guerra civil de 1965 dará lugar a la conformación del Frente Cultural, compuesto por artistas, intelectuales y escritores que tomaron acción en la confrontación cívico-militar, situándose del lado que reclamaba la soberanía nacional frente a la segunda invasión del ejército norteamericano, el 28 de abril de ese año, y la vuelta a la constitucionalidad que imperó durante los siete meses de gobierno del profesor Juan Bosch. La poesía de este grupo se caracterizará por su compromiso social y por un lenguaje, quizás, demasiado belicista, so pretexto de dejar de lado los temas existenciales o metafísicos que habían encumbrado el lenguaje poético de movimientos y generaciones anteriores. Entre sus figuras destacadas se encuentran, de nuevo, Miguel Alfonseca, René del Risco, Juan José Ayuso, Antonio Lockward y Pedro Caro, entre otros. En este Frente Cultural también participaron voces más conocidas al momento como las de Pedro Mir, Máximo Avilés Blonda, Ramón Francisco y Juan José Ayuso. Durante esta etapa, y en parte de la que sigue como Poesía de la Posguerra, afiliándonos a una clasificación de Julio Cortázar de la literatura latinoamericana de los decenios 60 y 70, hubo más literatos de la revolución imposible que auténticos Che Guevara del lenguaje, últimos que son, en términos de evolución poética y transformación del discurso estético, los verdaderamente necesarios. En aquella famosa polémica entre Oscar Collazos, joven novelista y ensayista colombiano que dirigía el Centro de Investigaciones de Casa de las Américas, quien escribiera un artículo titulado “La encrucijada del lenguaje”, publicado en Marcha de Montevideo, en agosto de 1969, y el afamado escritor Julio Cortazar, quien le contestara con una nota titulada “Literatura en la revolución y revolución en la literatura”, este último contradice juicios críticos del primero afirmando, entre otras argumentaciones que universalizan y despojan de ideología tercermundista el fenómeno literario: “uno de los más agudos problemas latinoamericanos es que estamos necesitando más que nunca los Che Guevara del lenguaje, los revolucionarios de la literatura más que los literatos de la revolución” (Goloboff, 2013).
La experiencia del Frente Cultural y su involucramiento en las luchas por la soberanía abonó el ideal de cambio social y dio lugar al surgimiento de grupos literarios como nunca antes se había visto en nuestro país. La lucha, en distintos frentes y por diversos recursos, se constituyó en un plebiscito cotidiano. En este escenario se dan a conocer grupos como El Puño, integrado por autores como René del Risco, Miguel Alfonseca, Iván García, Rubén Echavarría, Enriquillo Sánchez, Armando Almánzar Rodríguez, Antonio Lockward y Arnulfo Soto, entre otros. El grupo La Isla, derivado de El Puño, aglutinó a escritores como Andrés L. Mateo, Norberto James, Héctor Amarante y otros. Además, surge La Máscara, un grupo de autores más inclinados a la narrativa breve y del cual formaron parte artistas visuales, destacándose Héctor Díaz Polanco, Aquiles Azar, Ángel Haché, entre otros. También nace en este período el grupo La Antorcha, del que formaron parte voces hoy muy reconocidas de la poesía dominicana como son Mateo Morrison, Soledad Álvarez, Alexis Gómez Rosa, Enrique Eusebio y Rafael Abreu Mejía.
Respecto de la actitud de particularidad expresiva y ruptura, el poeta, narrador y ensayista Manuel García Cartagena (2017) sustenta, y lo comparto, que no será sino hasta el decenio de los 70 que de ese período de poesía social “lograrán definirse las tres individualidades más importantes”, atendiendo a su producción poética, que son Miguel Alfonseca, Enriquillo Sánchez y Alexis Gómez Rosa, “precisamente después de haberse desprendido de la serie de rasgos comunes que los mantenían dentro de una circularidad referencial respecto del resto de compañeros generacionales” (p.34).
De la recomposición y disolución de los grupos anteriormente señalados, más la integración de voces que formaron parte del Movimiento Cultural Universitario (MCU), tendrá lugar el fenómeno literario conocido en nuestra cultura como Poesía de Posguerra o Generación de Posguerra, que si bien trae algunos nuevos nombres, no lleva consigo una transformación de la concepción de la poesía ni de la praxis del lenguaje poético, todavía degradado en el belicismo y la expresión coloquial, salvo más adelante, en poetas como Alexis Gómez Rosa y Enrique Eusebio. Otros nombres que se destacan en esta etapa son los de Tony Raful, Federico Jóvine Bermúdez, Luis Manuel Ledesma, Apolinar Núñez, Miguel Aníbal Perdomo, Radhamés Reyes Vásquez, José Enrique García y Rafael García Bidó, para solo mencionar una parte. Las obras de estos autores empiezan a publicarse, en su mayoría, en el decenio de los 70. Se trata de poetas, dice con meridiana claridad Manuel Rueda (1999, p. 36), “abrumados por el peso de la Historia”. Sin embargo, buena parte de ellos evolucionará con el tiempo su concepción de la poesía y la praxis del poema, rompiendo con el adocenamiento y el reduccionismo ideológicos, y asumiendo los retos que, en tanto que materia de lenguaje, la escritura exige a la imaginación y a la libertad creativa, llegando algunos al experimentalismo, como en los casos de Enrique Eusebio y Alexis Gómez Rosa.
En 1977 se crean los premios Siboney. Las voces de Cayo Claudio Espinal, con Banquetes de aflicción, José Enrique García, con su poema El fabulador y de Rafael García Bidó, con el poemario Revivir un gesto tuyo, obtienen ese premio en 1978, 1979 y 1981, respectivamente, imprimiendo un cierto giro al lenguaje poético, de vuelta, si se quiere, al esplendor del lenguaje de La Poesía Sorprendida y del Pluralismo. “Tanto en El Fabulador como en Revivir un gesto tuyo”, indica el narrador, poeta y crítico Efraim Castillo (2019), “las voces, emitidas desde una cabal función del lenguaje, enfrentan, transforman y convierten sus aprehensiones, cuitas y fervores en historias que resisten lo cotidiano y lo social, tornándolas en formas-sujeto” (El Nacional, “Dos premios Siboney”, 22 de enero de 2019). Otras voces premiadas por Siboney, que contribuirán al distanciamiento del lenguaje poético de posguerra, reducido a las trincheras, el testimonio, las efemérides y el coloquialismo, serán las de Juan Carlos Mieses, con Urbi et Orbi (1983) y Flagellum Dei (1985), Manuel Marcano Sánchez, con De puño y letra (1980) y Manuel García Cartagena, con el poemario Palabra (1985).
El precedente más importante del retorno a hacer del lenguaje el problema central de la poesía, que sobresale en lo más conspicuo de esos autores mencionados, y muy especialmente en Cayo Claudio Espinal, y antes, aunque circunstancialmente, en Alexis Gómez Rosa y Luis Manuel Ledesma, lo constituye el Pluralismo, creado por el destacado escritor, poeta y músico Manuel Rueda, quien lo da a conocer por medio de una conferencia que dicta el 22 de febrero de 1974, la cual tituló “Claves para una poesía plural”, concretizadas en el poema o “pluralema” llamado “Con el tambor de las islas-Génesis”, que también leyó en el marco de su conferencia. Desde esta óptica, quetiene como referentes los Caligramas (1913-1916) de Apollinaire, el creacionismo de Huidobro, las experimentaciones textuales de James Joyce, el simbolismo en Mallarmé, los juegos verbales e imaginativos de Paz, Cortázar y Cabrera Infante, la obra de Robbe-Grillet, la Poesía concreta brasileña, el folclor caribeño y, por supuesto, el lenguaje musical universal, la evolución poética dominicana evidencia una singular luxación en el uso del lenguaje y en la concepción estética del poema.
Dos acontecimientos relevantes tienen lugar en 1952 y ambos, de una u otra forma, se reflejarán en el Pluralismo. Uno, el surgimiento del grupo Noigandres en Sao Paulo, Brasil, que persigue sacar la palabra poética de la página y llevarla a otras latitudes estéticas, en especial, el espacio-tiempo, dando inicio con ello a la poesía concreta a manos de creadores como los hermanos Haroldo y Augusto de Campos y Décio Pignatari, entre otros posteriores. Cabe resaltar que también en 1952, y sin comunicación establecida, el poeta de origen boliviano instalado en Europa Eugen Gomringer empezó a escribir poesía concreta mediante textos que él denominó constelaciones. Pignatari y Gomringer se reunirán por vez primera en Ulm, Alemania, en 1955, y concuerdan allí hablar del fenómeno como poesía concreta.
El otro acontecimiento se debe a la publicación de “Cuatro minutos treinta y tres segundos” (4´33´´), obra musical en tres movimientos creada por el músico vanguardista norteamericano John Cage, la cual, pudiendo ser interpretada por cualquier instrumento musical, tiene en la partitura la indicación expresa (con la palabra Tacet) al intérprete de que ha de guardar silencio, sin tocar su instrumento, por el tiempo que da título a la obra. La significación se fundamenta en que, durante ese tiempo de silencio, lo que hemos de entender por música es lo que acontezca, en términos sonoros, en el medio ambiente o contexto en que se esté ofreciendo el concierto. La introducción del pentagrama musical al lenguaje poético, por parte de Rueda, en forma de lo que denomina “bloque” o “pentagrama poético” invita, precisamente, a la idea de que el poema es en sí mismo una manifestación de la palabra en la mente abierta, plural, del lector, y que su escritura y su lectura pueden ser infinitas. Se procura la liberación de la palabra, del verso y del lector, dando lugar a la validez de sentido en la superficie del poema del color, la grafía, una suerte de collage. El propio Rueda señala, en su conferencia fundacional de su postura vanguardista, que el bloque poético multidimensional que sustituye al verso lineal
en su horizontalidad única abre el espacio a nuevas dimensiones. Leer un bloque significará moverse, no solo hacia delante, sino hacia atrás, hacia arriba, hacia abajo y en diagonal, lográndose todas las combinaciones que el ánimo, el capricho o la agudeza del ojo deseen (Mateo, 1997, p. 132).
La palabra será una “célula” polisémica, cuyo significado va a depender de su “ámbito sonoro”.
Así como en Cage con “Cuatro minutos treinta y tres segundos” se establece la imposibilidad del silencio, con la poesía plural de Rueda se establece la imposibilidad de no comunicar en el lenguaje estético, al que ha de integrarse el lenguaje científico. Si bien era de un lenguaje universal la apuesta estética y discursiva pluralista, no es menos cierto que, como el mejor ideal postumista y la mejor praxis poética de La Poesía Sorprendida, en su horizonte brillaba, como especifica Alcántara Almánzar (2014, p. 29) “el marco de una visión antillana”. Rueda retomará este tema en el poema La metamorfosis de Makandal (1998), obra culminante de su extraordinaria carrera poética.
Otra luxación, torcimiento o punto de inflexión en la evolución poética dominicana ocurrirá con los cambios de apertura democrática en la sociedad dominicana, en correspondencia con fenómenos políticos y sociales en Latinoamérica, Centroamérica y el Caribe. En 1978 la sociedad dominicana decide, mediante elecciones libres, dejar atrás el despotismo que la guio por doce años y permite el acceso de la oposición al poder político. Estos nuevos aires de libertad despiertan en la juventud de entonces un marcado interés por las artes, y de las favorables experiencias de los talleres literarios en la Cuba de Castro y en la Nicaragua de la triunfante Revolución Sandinista, nace en el seno de la universidad del Estado, la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), y por impulso del poeta Mateo Morrison, el Taller Literario César Vallejo, en 1979. Aunque en sus inicios la instrumentación ideológica de la poesía estuvo a la orden del día, no faltó mucho tiempo para que ese reduccionismo diera lugar, concomitantemente, a una concepción y praxis de la poesía que retomara lo mejor y más plural de los principios estéticos del postumismo y de La Poesía Sorprendida, tamizados por la expansión e influencia internacionales de voces como las de los Independientes del 40 y la singular ruptura que representó el pluralismo de Manuel Rueda. En ese crisol tiene lugar la denominada Poética del pensar, conjuntamente con la llamada Generación del 80, y una singular asunción del neobarroco latinoamericano y la provocación de la gramática de la moral convencional, en la voz de León Félix Batista, surgen posturas individuales, porque no hubo aquí ni manifiestos ni escuelas, con inédita presencia de la mujer creadora, que tienen hoy día un peso específico notorio en la poesía, el teatro y la narrativa dominicanos, tanto dentro del país como en las comunidades dominicanas establecidas en Estados Unidos y Europa.
Nombrarlos, con justicia y equidad, casi todos nacidos entre finales del 50 e inicios del 60, alargaría demasiado este apartado. Habría que destacar a figuras que aun hoy tienen actualidad y un peso específico en nuestras letras y que formaron parte de la primera camada del “César Vallejo” como Miguel Jiménez, Plinio Chahín, Dionisio De Jesús, Reynaldo Disla, Tomás Castro, Ylonka Nacidit Perdomo, Myriam Ventura, León Félix Batista, César Zapata, Rafael García Romero y Julio Cuevas, entre otros. Del César Vallejo surgieron varios talleres y círculos literarios en Santo Domingo y distintas provincias del país, porque recorrimos el país alentando esas creaciones. Otros nombres relevantes que pertenecieron a nucleaciones diferentes o actuaron individualmente, para engrosar las filas dispersas de la Generación del 80 son los de Martha Rivera, Manuel García Cartagena, Médar Serrata, Basilio Belliard, Marianela Medrano, Emilia Pereyra, Amable Mejía, Carmen Sánchez, Fernando Cabrera, Avelino Stanley, Pastor de Moya, entre otros.
Los atisbos de una proclamada Generación del 90 fueron absorbidos por un movimiento que aglutinó, empezando ese mismo año, una enorme cantidad de jóvenes creadores en prácticamente toda la geografía nacional. El peregrinaje poético de Moreno Jimenes, aunque con una distinta acepción de la poesía y el lenguaje estético, será continuado por Bruno Rosario Candelier, creador del Interiorismo o Movimiento Interiorista del Ateneo Insular. La Poética Interior es sustentada por su creador como el recurso que “presta su atención a la íntima urdimbre humana como prototipo ideal con vocación trascendente”. Además, “orienta su vocación estética hacia la potenciación de la virtud lírica que orilla un cauce creador por donde fluyan, junto a la belleza y el pensamiento, a la forma artística y el contenido trascendente, los efluvios interiores de los humanos” (Rosario Candelier, 2015, p. 5). Hay en esta poética la clara intención de recuperación del ideal clásico, con fundamento metafísico, místico o mítico, para dirigirse hacia lo trascendente, hacia lo permanente encarnado en imágenes y símbolos culturales, más allá de los experimentalismos formales y los reduccionismos sociologizantes. Lo trascendente radica en el acto de que el sujeto creador pueda “inteligir” su propia voz interior.
El ideario estético o decálogo que asumen los distintos grupos literarios del Ateneo Insular conlleva principios como: 1) expresión del valor interior de la condición humana, profundizada en la realidad trascendente; 2) búsqueda del sentido prístino, puro, originario, trascendente que hay en la naturaleza y en el espíritu místico o religioso; 3) inmersión en la experiencia subjetiva; 4) creación mitopoética, metafísica y mística en procura de la realidad trascendente; 5) revalorar los legados literarios de la clasicidad y la modernidad, subrayando la sensibilidad y la inteligencia y evitando reducir la obra a la racionalidad o la mera técnica; 6) cultivo de la belleza como plenitud de lo humano; 7) potenciación de la multivocidad del arte; 8) aprecio y cultivo de las imágenes eternas; 9) desarrollo de la obra literaria como recurso para acrecentar la sensibilidad trascendente de la vida interior y los valores espirituales, y 10) asumir la obra literaria como aliento de esperanza y prevalencia de lo trascendente, más allá de lo anecdótico y transitorio. De ahí su constante búsqueda del Logos, porque este propicia el desarrollo del intelecto, en tanto que “energía interior de la conciencia”, para la reflexión, la intuición, el habla y la creación, haciendo de la palabra “el atributo que nos distingue de las bestias y las plantas” (2018, p.1). Entre los nombres fundadores de este movimiento, todavía muy activo, figuran, en adición a Bruno Rosario Candelier, Pedro José Gris, Manuel Salvador Gautier, Carmen Pérez Valerio, Rafael Peralta Romero, Miguel Solano, Carmen Comprés, Johanna Goede, Fausto Leonardo Henríquez y Ángel Rivera Juliao, entre otros. El evangelio interiorista ha reclutado una extensa lista de cultivadores de la poesía, la narrativa y el ensayo.
La manifestación de ruptura que baja el telón del siglo xx en la evolución poética dominicana es la que responde al nombre de Contextualismo o Movimiento Contextualista, fundado por el poeta Cayo Claudio Espinal, quien con antelación había prolongado la vigencia del pluralismo con obras como Banquetes de aflicción (1979), antes referida, y Utopía de los vínculos (1982), ya, según Rueda (1999, p. 543), algo más distanciada de lo que es un pluralema, y dueña de un hermetismo y una complejidad estilística que resguardan “más de una filosofía de la escritura”. Espinal da a conocer el contextualismo en 1993 a través de su obra Comedio (entre la gravedad y la risa). Las ideas estéticas, lingüísticas y filosóficas de este movimiento, de escasos seguidores, se afianzarán con obras del mismo autor como La Mampara (en el País de lo Nulo), de 2002 y Clave de estambre, de 2007, entre otras. El contextualismo y su escuadrón ideológico, tipo surrealismo bretoniano, de la Anticentral Contextualista, que persigue formar escuela, plantean la búsqueda de una estética que haga del lenguaje científico su contexto, para alcanzar un nuevo humanismo por medio de la creación de una cuarta dimensión, tal vez sarcástica o irreal, de los objetos y el entorno perceptibles y cognoscibles.
Céspedes (Hoy, 2010) dice que, en esta postura estética, teoría y práctica, forman una especie de “unidad dialéctica”, en la que cada texto comprende su propia teoría, es decir, su contexto, lo que deriva en una suerte de “discurso ideológico-informativo que ofrece al lector casi todas las circunstancias en que se produce la obra”. El contexto es el que “precisa” la lectura, el que “causa” la lectura y escritura “correctas”, de manera que habría que dar al contexto mismo el “privilegio del primer término”, para poder crear en función de él, al tiempo que se le diseña una “especificidad” capaz de provocar un “corrimiento” del sistema, “en la relación ausencia-presencia, que deconstruya la textualidad” (Espinal, 2002, p. 350).
Este discurso estético ve en la ciencia el contexto general. Por ello, La Mampara (en el País de lo Nulo), que sustenta la poética contextualista, se basa en un ensayo científico titulado “El pseudo-hermafroditismo de las Salinas (Barahona, RD)”, en el que trabajaron varios investigadores. Procura, además, dar a la poesía una imagen geométrica y matemática, que trascienda el cómputo tradicional de las sílabas y la disposición gráfica de las letras en la escritura. El poema, será pues, la “dimensión” en que se proyectan, de manera figurada, las distintas culturas del mundo. El neohumanismo al que se aspira tendrá en la creatividad y el intelecto la esperada transformación de la humanidad. Como se puede apreciar, apenas en un esbozo de su ideario, hay demasiada sustentación teórica, que arriesga al poema a una aventura de autofagia de sentido. En definitiva, la poesía no es solo cuestión de ideas, porque en la preeminencia de estas estriba la castración del poema. Lo decía Mallarmé, no es ni con emociones ni con ideas que se escribe el poema, es con palabras. Y el poeta norteamericano Ron Padgett lo subraya: “La poesía no es cuestión de ideas. Si me hubiera dado por pensar en la poesía desde un punto de vista abstracto, probablemente jamás habría escrito un solo poema” (Padgett, citado por Lago, 2018, párr. 2).
En las casi dos décadas que hemos recorrido del presente siglo xxi, en mi óptica, no se ha producido un movimiento poético que, desde la perspectiva de provocar rupturas, luxaciones o esguinces en la tradición poética dominicana, merezca resaltarse. Actitudes individuales iconoclastas, respecto de la tradición, sí, eso lo ha habido. Nombres como los de Homero Pumarol, Farah Hallal, Alejandro González, Néstor Rodríguez y Frank Báez se sitúan, ex profeso y con diferencias de matices, en la estructura coloquial, en la gramática de la oralidad, en la fusión dentro del poema de recursos de la música y el lenguaje callejeros, del cine y la ficción narrativa, de personajes simbólicos de las culturas autóctona y universal, que van desde Jack veneno a Marilyn Monroe, de la multiplicidad de soportes que el medio digital, la tecnomúsica y la cultura online, con el ciberespacio y las redes sociales, ofrecen a los creadores de hoy día. De estas voces individuales que ponen su acento en la poesía dominicana del siglo xxi, Luis Reynaldo Pérez (2014, p. 12) reunió un puñado de treinta en una antología, en cuya introducción subraya que algunos de esos poetas, unidos por el azar cronológico de haber nacido entre 1970 y 1990, están influenciados por corrientes estéticas como el interiorismo, el contextualismo, la Generación Beat, el realismo sucio, el neobarroco, la poesía conversacional, la poesía neotestimonial y la poesía de la cotidianidad.
Hay, pues, convergencias y divergencias, tradición y rupturas, así como una suerte de tradición de rupturas que, de una forma u otra, implican el distanciamiento intencional, pero al mismo tiempo, la vuelta, quizás inconsciente, de un movimiento a otro, de un planteamiento estético a otro, de un manifiesto a otro, de una aproximación teórica al fenómeno poético a otra concepción y praxis de la escritura creativa. La poesía, expresó Eliot, evoluciona conforme se acerca al lenguaje natural. Se trata de un ir y venir que se materializa en el hecho concreto del poema y en la lengua como sistema simbólico por excelencia en una cultura.
Referencias
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Datos de filiación
José Mármol. Poeta y ensayista. Doctor en Filosofía (Cum Laude) por la Universidad del País Vasco (UPV/EHU). Fundador, en 1985, de la Colección Egro de Poesía Dominicana Contemporánea. Ha publicado diversos libros de poemas, ensayos, artículos y aforismos o sentencias filosóficas. Premio Anual Salomé Ureña de Poesía en 1987 y 2007; Premio Pedro Henríquez Ureña de Poesía en 1992; Premio Casa de Teatro de Poesía y Accésit al Premio Internacional de Poesía Eliseo Diego, revista Plural (México), en 1994; xii Premio Casa de América de Poesía Americana (España) en 2012; Premio de la Academia Dominicana de la Lengua 2012; Premio Nacional de Literatura por toda su obra (Ministerio de Cultura y Fundación Corripio, Inc.) en 2013. Miembro de número de la Academia de Ciencias de la República Dominicana. Profesor Honorario de la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) y Doctor Honoris Causa por la Universidad Tecnológica de Santiago (UTESA)