La tradición histórica ha reservado los méritos para los principales, los importantes, las élites. No es este el momento ni el espacio para argumentar esta afirmación, lo que resulta innegable es la invisibilidad de los de abajo, de los sin nombre.
En el proceso formativo académico, nos someten al estudio de una historia que ignora lo particular y que levita en una atmósfera de fechas, héroes, justificaciones de procederes. Casi siempre el discurso se enfila hacia el documento como única verdad fiable, creíble y contable. Lo otro es especulación.
Por suerte, va aflorando un nuevo modo de ver e interpretar las realidades desde una historia oral que, a juicio de Mariezkurrena-Iturmendi, tiene el valor de que los testimonios orales transmiten algo que no se encuentra en la documentación escrita y facilita el contacto directo y personal con un individuo o un grupo humano que recuerda el pasado, y que aporta una dimensión humana a la historia. Definitivamente, la Great Traditions que enarbolaba Radfield ha perdido fuerza al valorar el quehacer de los de a pie.
Desde esta óptica menos documental- escrita, aparece En Sánchez dicen que… El propósito de la obra ha sido rescatar un trazo de historia de la otrora muy prospera ciudad de Sánchez que con su puerto y el ferrocarril dinamizo la vida económica, cultural y política del Cibao por un buen tiempo.
Como un anticipo del libro, les presento algunas de las crónicas en la esperanza de despertar su interés de los buenos lectores.
En Sánchez dicen que…
Rosita Mondesí era espiritista. No se le vio asistir a eventos sociales nunca, ni a los mítines de adhesión a Trujillo. Su casa era su refugio y a ella entraba poquísima gente. En las tardes se sentaba junto a la puerta principal que era de dos hojas y se protegía con una de ellas cerrada. Su silla para observar los transeúntes era un haragán1 en madera, de un color que se suponía había sido verde.
Figura 1. Yola en que se transportaba pasajeros y mercancías desde el poblado hacia el pueblo de Sánchez (Del archivo personal de Manuel Matos Diedoné)
Algunos conocidos se detenían a saludarla y para alguna brevísima charla. Quizás quien más tiempo le ocupaba en conversaciones era la Paula… No se le conoció esposo. Su casa tenía dos niveles y dicen que para su construcción debieron respetarse unas medidas, tomando en cuenta que en el segundo nivel estaba el salón de las tenidas espiritistas.
Cuando uno aminoraba el paso y lograba penetrar con la mirada hasta el fondo de la casa, no se encontraba con lujos ni decoraciones especiales. Los límites del terreno en que estaba su casa se conseguían con planchas de zinc de buena altura y en el extremo este del frente del patio, dando a la calle, sobresalía una frondosa mata de limoncillos… quizás los más dulces de todo Sánchez.
A las tenidas espiritistas de Rosita dicen que venían personas de otros lugares y que, por el porte, lucían importantes. Rosita era menuda y de labios gruesos. Sus ojos apagados se veían más juntos, obligados por un ceño fruncido, casi siempre. Su visión se había diezmado, pero se conocía tanto su casa que podía andarla con los ojos cerrados.
No sé por qué razón a los niños les atemorizaba hasta pasar por la acera de la casa de Rosita, que en el conjunto arquitectónico en que estaba situada era la más bonita, con su techo irregular y sus caprichos victorianos. Después de su muerte, la casa fue vendida y finalmente destruida, algunos alegan que por miedo a lo que ella encerraba como misterio.
En Sánchez dicen que…
La fiesta a La Altagracia, de Canutica era mejor que las otras fiestas que para entonces se celebraban en honor a algún santo o alguna divinidad. Producto de un sincretismo religioso no muy estudiado en su trasfondo antropológico, en Sánchez surgieron manifestaciones de religiosidad popular sorprendentes. Los negros libertos norteamericanos que vinieron a la península, el significativo reducto haitiano, los atraídos por la bonanza económica que se respiraba, y los viajeros que debían embarcar a islas vecinas, como Puerto Rico y otras, dejaron su impronta en las creencias.
Pese a que la fiesta, supuestamente, era en honor a la virgen de la Altagracia, la asistencia de la feligresía católica era mínima, los rituales que allí se hacían estaban muy distantes de ser aprobados por una iglesia regida por misioneros, en su mayoría canadienses, que no tenían idea de la religiosidad popular. Para ser honesto, habría que decir que en el imaginario de estos sacerdotes los lugareños eran infieles a los que había que convertir y bautizar, como lo hacía la congregación en Papúa Nueva Guinea.
Estas fiestas de palos eran amenizadas con atabales. El adorno de los espacios tenía el primor de los papeles de colores con formas diferentes, con predominio de pequeñas banderitas pegadas a un cordón y que se colgaban formando una especie de techo de colores. La ingesta de alcohol era considerable, en especial de Ron Caballito, ya que la cerveza no tenía la popularidad de hoy. El vino era, en las clases populares, una bebida desconocida y solo era consumido en ceremonias invocatorias de vudú.
La comida se brindaba siempre después del ritual de la que se ofrecía a los espíritus. El menú incluía el clásico moro, la carne de cerdo o chivo y los dulces. Cuestión aparte era la vestimenta que las mujeres exhibían: rojo, amarillo y verde eran colores comunes; mientras que, raso, arroz con coco, tafetán y algodón eran los géneros de las telas.
El costo de estas fiestas no corría únicamente por cuenta de Canutica, los amigos y relacionados y, sobre todo, los creyentes la solventaban. En la medida que el éxito de asistencia a esta fiesta era mayor, la competencia –La Doñita, por ejemplo– tenía la obligación de superarle. Sin embargo, para los asiduos a estos eventos la fiesta de Canutica era la mejor.
En Sánchez dicen que…
La fiesta de San Miguel, donde Elvira, era descomunal. Fue una de las últimas fiestas en la cronología de las fiestas de religiosidad popular. Eso no quiere decir que fuera la de menor vistosidad y asistencia. Era la fiesta en honor a San Miguel. El pueblo asistía en riadas cada una de las nueve noches y se contagiaba de alegría en una enramada rectangular donde se exhibía el baile de palos, los repiques de Pio y los falsetes e improvisaciones de Piro, que hacían de la noche un verdadero espectáculo.
Amén de la espaciosa enramada, había un espacio aparte donde estaba el altar, con sus iluminaciones y olores a cera quemada. Por allí pasaban los creyentes y hacían sus peticiones y ceremoniales particulares. Elvira era una mujer enérgica hasta en la vejez. De hablar llano y directo, de caminar rápido y de decisiones entre sonrisas. En su estatura mediana, casi pequeña, había un espíritu capaz de mover el mundo. Era firme en lo que creía, no escondía nada y odiaba las burlas, más aún cuando ellas se referían a sus creencias.
Cala era un hombre que se ganaba la vida de vigilante. En una oportunidad, hizo un comentario que Elvira juzgó como impropio y su respuesta fue un empujón que lo hizo rodar por la pendiente que daba a la capilla y a la enramada donde se hacía la celebración.
Un dato gastronómico para considerar era que un caldero de considerable tamaño en que se cocinaba un moro2 se volteaba al suelo por ser la proporción perteneciente a los espíritus. Esa comida se llevaba luego al mar, donde se botaba. Algunas personas dicen que también arrojaban la sangre de un cerdo o de un chivo que había sido parte de lo que se brindaba. La fiesta de Elvira parecía no tener fin; los paleros se turnaban y uno que otro hacía alarde de repiques especiales acompañados de cánticos en tonalidades sorprendentes. Amanecían tocando y los ritmos se oían en el pueblo a grandes distancias. Era una fiesta donde los vendedores hacían buena venta, en especial, de maní tostado, cuya medida era una latita vacía de leche condensada. Después, Elvira tuvo un bar cerca del Barrio chino y vivió en una casa próxima al parque con Antonio, su marido, y Elsa, una hija muy atractiva y graciosa.
En Sánchez dicen que…
La fiesta de La Doñita compitió con la fiesta de Canutica. En el pueblo arriba, frente a lo que hoy es el hospital, en el lado norte, había un árbol que pegaba al cielo. Al lado, había una casa de cuartería con no sé cuántas piezas de alquiler. Ahí vivió inicialmente La Doñita, antes de comprar un terreno en la boca de uno de los caminos carreteros que subían a Las terrenas. Tuta era hija de La Doñita y los más jóvenes la recuerdan por su pamela de marchanta santiaguera, cuando a lomo de un caballo traía sus productos agrícolas para vender en el pueblo de Sánchez.
Anualmente, para la celebración de la fiesta de La Doñita, los padrinos y las madrinas de cada día eran notificados y se desvivían porque la fiesta a San Santiago no tuviera parangón. Se alistaba la enramada rodeada por unos árboles que le proporcionaban discreción y belleza, y los avisos personales iban en boca de mensajeros bien informados. Durante las nueve noches se seguía el evento y se comparaba cuál día había sido el mejor. Pese a la distancia desde el centro del pueblo hasta la casa de La Doñita, que sería de casi dos kilómetros o más, las personas iban en pequeños grupos; otros iban solos, desafiando la oscuridad y la grima de El Javillar que cubría el Chorro, en donde había aparecido un ahorcado que nadie se atrevió a tocar y que se sabía era una de esas ejecuciones del régimen de Trujillo. Para ese entonces, no había atajo alguno desde el pueblo arriba, como lo hay hoy.
Aquel era un trayecto poco agradable en las noches y, pese a ello, valía la pena el suplicio porque la fiesta bien lo merecía. Igual que en cualquier celebración como esta, hacía acto de presencia ese híbrido de maíz, coco en pedacitos minúsculos y maní. La ofrenda a los espíritus iba al mar y, contrario a las fiestas donde Canutica, aquí se conglomeraba un público de marcada fe católica que venía a ver y a participar en lo que se decía y se hacía.
Cuando pasaba la fiesta, La Doñita seguía en su comercio con los compradores que vivían en los alrededores o en las montañas y que debían desafiar lodazales y el rigor de la Loma de María Santísima para abastecerse de lo indispensable, sin tener que llegar al pueblo. En el frente de su negocio se detenían algunos de los vendedores que iban al pueblo; otros lo hacían en el dispensador de agua (La pluma) que estaba casi al frente de la casa de Moncito Cepeda. Aquí se quitaban el lodo y se ponían los zapatos para recuperar cierta compostura en el porte.
Figura 2. Remanentes de una turba. Derecha al fondo puede ver el local del Club “Sánchez Inc.” [En primer plano la casa de don Álvaro Caamaño] (Del archivo personal de Manuel Matos Diedoné)
Pueda que se discuta cuál era la mejor celebración de esas manifestaciones de religiosidad popular, pero lo cierto es que ellas constituyen un legado nada estudiado que es parte fundamental del ser de un sanchero.
En Sánchez dicen que…
En el bar de Milún no se bailaba quemando. Milún y su esposa vivían casi al frente del negocio que tenían. Este era un bar cuya vellonera desgranaba los éxitos musicales del ayer y lo último que sonaba en La voz del trópico o en cualquier otra emisora. Para entrar había que sortear un escalón un tanto peligroso para borrachos o para damas que no dominaran los zapatos de tacos altos. En el lado izquierdo de la entrada estaba la estantería de bebidas y el despacho de estas. Al fondo, en el rincón derecho, estaba la vellonera cuadrada con su pantalla de letras y números que indicaba el título y el intérprete de la canción; Niebla del riachuelo era F-5, Mona Lisa, de Roberto Yanes, era H-4. Para disfrutar la canción, usted introducía una moneda y marcaba. En el orden de la marcación iban sonando las canciones. En ciertas ocasiones, alguien quería desahogar su dolor o enviar un mensaje de amor o desamor y el vehículo para hacerlo eran los discos, las canciones.
Milún era uno de los nombres familiares; los habitué, próximos o conocidos, le decían El Gallo. Este nombre obedecía a que Milún les decía Gallos a los parroquianos. El bar tenía una doble iluminación, en ocasiones muy clara para evitar cualquier cualquier intento libidinoso, aunque muy tenue en ocasiones. Eso se lograba mediante un sistema de luces en el piso que entre los colores verde y rojo daba el romanticismo necesario para bailar un bolero de Los Panchos, de Carlos Lico o de Vitín Avilés.
Las madres de Sánchez confiaban en la seriedad del Bar de Milún. Esta confianza nacía de las historias que circulaban acerca de que, en plena eclosión de romanticismo, Milún podía acercársele a la pareja de bailarines y conminarlos a que bailaran más separados; no importaba quien fuera, si intentaba propasarse, corría la suerte de la reprimenda o de la sutil invitación a que abandonara el negocio. Al frente del bar, iban los mirones y los jueces implacables de los bailadores. Alejandro Flores era una de esas figuras que se desenvolvía bien bailando, aunque por momentos se le revoloteaba una sensualidad que afloraba en una risa a mitad de labios. Algunas madres venían a ver cómo estaban sus hijas en la fiesta y los galanes aprovechaban la ocasión para obsequiarle, por medio de la hija, alguna que otra bebida o galletas, que era lo que se vendía.
Milun y su bar debieron competir con el bar de Aramis Morales. Este bar era más laxo, más permisivo en los tratos, más frecuentado por un segmento poblacional conformado por los pescadores y las personas que rechazaban lo que entendían como elitismo de Milun. Aquí no se le impedía a nadie que entrara, mientras que donde Milun se evaluaba la reputación de la dama.
La música en el bar de Aramis era más viva, más mexicana. A este bar llegó, primero que donde Milún, la canción “Payaso”, interpretada por Javier Solís, y que una tarde de borrachera en solitario Luis Matos quiso rayar hasta que se lo impidió su madre. En el intento, Luis gastó lo que no se tomó en alcohol.
Milún era un católico de misa y comunión, tímido pero directo, que consiguió levantar una familia gracias a la mujer que tuvo, quien era su mano derecha en todo.
En Sánchez se dice que…
Piculy enloquecía a los hombres. El puerto y los marinos, el ferrocarril y las exportaciones, la vida apacible y barata de Sánchez aupó las migraciones de todo tipo de personas y profesiones. En una vida económica tan activa no era de extrañar que una de las profesiones más antiguas del mundo tuviera cabida. El número de prostitutas en Sánchez era considerable. Las había de todos los talajes y volúmenes, y su presencia suscitaba a la reflexión sobre la solidaridad. Cuando alguna tenía un problema médico o legal, ese problema era de todas. Iban donde fuera y hacían el sacrificio necesario para ayudar a su compañera. Era su presencia militante en el juzgado de paz lo que más llamaba la atención. Entre ellas hubo rivalidades comerciales, pero más como ardid que como realidad.
Algunas de esas prostitutas hacían servicios a domicilio, siempre en una necesaria clandestinidad que protegía al solicitante. Estos servicios siempre contaban con intermediarios que no necesariamente eran sus chulos. Sánchez no contaba con unas facilidades que permitieran el anonimato, como las hay en el presente. En el bar de Ana había una cuartería en el patio que era utilizada para esos encuentros furtivos y su uso era fundamentalmente para los parroquianos del bar. En Los Tocones, dicen que había una casa de citas que era propiedad de una tal Juanita, pero en verdad Sánchez no contaba con lugares adecuados para el amor clandestino.
Figura 3. Regimiento de “pobladores en el servicio militar obligatorio” portan armas fabricadas en madera (Del archivo personal de Manuel Matos Diedoné)
Piculy era una negra delgada, sin los atractivos de la negritud. Su trasero era casi plano, sus senos escasos, el caminar rápido y un pelo crespo que ella lograba domesticar pasándose el peine caliente tres veces por semana. Piculy era una mujer de pocas palabras y con una timidez de niña, que vivía en una habitación alquilada en el pueblo arriba y a la que no llevaba sus clientes. No amanecía con hombres, dormía sola o no dormía.
Su clientela no eran los borrachines impertinentes. Cuando aparecía alguien que valía la pena y que no fuera tacaño, ella cedía a la entrega con límites bien claros y dinero desde el principio. Por tiempos se desaparecía del escenario y vivía una vida normal en su habitación alquilada y en una aparente inactividad. Dicen que cuando eso pasaba era porque algún principal del pueblo sufragaba sus gastos para mantenerla alejada de cualquier posible enfermedad. Esta posibilidad no era muy convincente porque las prostitutas tenían que someterse periódicamente a un examen sanitario que se consignaba en una tarjeta.
Piculy tenía un misterio y dicen que era el cocomordan. Quien estaba con ella la iba a desear todos los días de su vida cuando pensara en sexo. Sin la elegancia altanera de Sinforosa y, en su anodina presencia, Piculy se desenvolvió en Sánchez.
En Sánchez dicen que…
En la escuela de Doffy se aprendía. Desde muy temprano en la vida del municipio, se instalaron escuelas particulares con maestras y maestros memorables, con métodos cuya efectividad se veía en los resultados de los alumnos. Estos soldados de la cultura pasaron, en muchos casos, a formar filas en la escuela oficial o simplemente se quedaron en sus escuelitas. La dureza de que la letra con sangre entra parece haber sido un elemento común. La correa, la regla, el ponerte de pie o de rodillas por equis tiempo, el no participar de los recreos y el hacer mil líneas eran una mínima parte de los recursos de aprendizaje que manejaban las escuelas en Sánchez. La escuela de Doffy no era la excepción.
Ubicada cerca de la playa de Los Morales, justo al cruzar el puentecito que iniciaba la primera subida del camino real, a mano izquierda, estaba la casa y la escuela de Doffy. El mobiliario era más propio de una iglesia que de una escuela, pues la mayoría se sentaba en bancos. La población estudiantil era lo peculiar de aquella escuela. Allí llevaban a los muchachos de lento aprendizaje o a los que por su vagancia o haraganería les daba trabajo aprender.
Pese a lo que se quiera argumentar, Doffy era un hombre paciente y dedicado. Esto podría contradecirlo su caminar rápido y marcial, su hablar en tono firme y casi cortante y los castigos a los perezosos, a los cuales, sin importar tamaño ni edad, podía tocarle un reglazo. Algunos padres autorizaban y animaban a Doffy en sus métodos, ellos querían hijos que pudieran leer, escribir mínimamente y dominar las cuatro operaciones matemáticas fundamentales: sumar, restar, multiplicar y dividir. En la época de vacaciones, la escuela de Doffy se llenaba de muchachos que debían nivelarse para el próximo curso. ¿Cuánto se pagaba en esa escuela? No lo recuerdo… supongo que muy poca cosa.
Si Carmela Shepard era la vigilante y aupadora del rigor casi policial en la escuela pública, Doffy lo era en su escuela particular del pueblo arriba. Quizás ese rigor en la escuela sanchera, azusado por padres preocupados que no querían ver en sus hijos las limitaciones académicas que ellos mismos padecían, determinó buena parte del carácter de los lugareños.
En Sánchez dicen que…
Las García eran costureras finas. Contrario a Las García de Julia Álvarez, Las García de Sánchez no perdieron su apellido. Eran mujeres laboriosas y una de sus ocupaciones era la confección de ropa. Viéndolas juntas se apreciaba un ligero parecido, pero, al tratarlas, eran seres independientes y únicos. La agudeza mental de Tatica no era la de las otras, aunque en materia de religión todas eran católicas, apostólicas y romanas, de misas de domingos y fiestas de guardar reverencia a los santos.
Su casa estaba al lado de lo que una vez fue biblioteca y también residencia de Mr. Norman. Se entraba por una galería frontal, no muy larga, que daba a la sala en cuya frontera con el comedor había una máquina de coser. Esa máquina era el sostén de la casa. De Las García de Sánchez solo se casó Nanan, quien enviudó antes de procrear, aunque criaron a Davisito, con más esmero del debido, permitiéndole todos sus caprichos.
Una especialidad de Las García era las vestimentas de ocasión que tenían cierta premura, como podía ser un vestidito de bautismo o de primera comunión, una chacabana para un cumpleaños, etc. Frente a Las García vivía Clota y, en diagonal este, en la esquina, estaba la casa de Los Languazco Chan. Los domingos y en las fiestas de guardar, al segundo repique de las campanas de la iglesia, Las García iban como en procesión a la iglesia, con pasos tan tímidos que se diría no querían maltratar el suelo. Ya en la iglesia, ocupaban los lugares de su preferencia, pero nunca juntas. Muy al final de sus años, la timidez y sentida humildad de Tatica le jugó una mala pasada haciéndole un poco rígido el cuello. En ese entonces, la negrura de sus ojos pequeños se enfilaba en oblicuo para mirar mejor y su voz pausada, plagada de sentencias y sabiduría, manifestaba la hondura de su espíritu.
Notas
- Sillón grande sin balancines.
- Plato típico de la gastronomía dominicana consistente en una mezcla de arroz y los frijoles conocidos como guandules (Cajanus cajan). Este plato es de los mas consumidos en actos sociales y lúdicos y se acompaña con otros ingredientes.
Referencias
Mariezkurrena-Iturmendi, D. (2008).La historia oral como método de investigación histórica. Recuperado de https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=3264024
Redfiels, R. / Singer, M.B. «City and Countryside: the cultural Interdependece». En Shani, T. (Ed.). (1971). Peasants and Societis, Harmondsworth (337-365). New York: Penguin.
Datos de filiación
Manuel Matos Diedoné. Nacido en Sánchez, República Dominicana. Residente en Santo Domingo, desde 1968. Graduado de Educación, mención Letras y Filosofía por la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD); tiene además una maestría en Ciencias por Nova Southeastern University. Es profesor de Comunicación en Lengua Española en el Instituto Tecnológico de Santo Domingo (INTEC). Ha publicado varios libros de creación literaria; entre los más recientes están Esas cartas; La hija del hougán; La mujer de Hostos. Correo electrónico: manuel.matos@intec.edu.do