1. Violencia escolar: aproximación a una definición
Lo que se considera o no violencia ha ido cambiando con el paso de los años, en la medida que se ha ido reconociendo el derecho de todo ser humano a la vida en dignidad, seguridad y felicidad. A mi entender, y en consonancia con diversos autores (Debarbieux, 1996; Ortega & Mora-Merchán, 2000; Beane, 2006; Ortega, 2006b; Debarbieux, 2007; Marchesi, 2008; Collel & Escudé, 2014), siempre ha existido violencia en las escuelas, pero es desde las últimas décadas que se le ha prestado atención como una grave problemática educativa a nivel internacional.
La escuela es reconocida como el espacio donde probablemente todas las relaciones allí experimentadas se transforman en modelos de convivencia social (Berger et al., 2009), sin embargo, a lo largo de la vida escolar, todos los actores del proceso educativo están inmersos –de distintas maneras y desde distintas manifestaciones– en la violencia escolar, ya sea como víctimas, agresores o espectadores (Ortega & Mora-Merchán, 2000; Díaz-Aguado, 2005). Más allá de ser un fenómeno aislado, esporádico o episódico, la violencia escolar es un problema sistémico y relacional de gran relevancia pues afecta las dinámicas sociales sobre las que debe producirse la actividad educativa (Ortega et al., 1998) y, por tanto, es un obstáculo para la mejora de la calidad educativa y el logro de los aprendizajes (Ortega y Mora-Merchán, 2000; Abramovay, 2005; Díaz-Aguado, 2006; Perrenoud, 2008).
Mientras que la agresividad debe ser entendida como una conducta biológica sin intencionalidad, esto es, como un instinto de sobrevivencia inherente a todo ser vivo (Avilés, 2006; Ortega & Córdoba, 2008; Horno, 2009; Egenau, 2013; Bisquerra & Pérez-Escoda, 2014), la violencia es un comportamiento aprendido que supone siempre una direccionalidad y una intencionalidad de sometimiento y control. Recuperando los aportes de diversos autores, podemos afirmar de la violencia que:
- Es un fenómeno complejo y multifacético (Pintus, 2005; Dogutas, 2013) que es, a su vez, social y psicológico (Ortega, 2008), y que no tiene un origen innato ni biológico en el ser humano (Jacinto y Aguirre, 2014).
- Es una problemática presente en todas las culturas y en todos los contextos socioeconómicos dentro de cada sociedad (Horno, 2009, 2012), que debe ser entendida y analizada tanto desde sus motivaciones como desde sus efectos (Valdivieso, 2009).
- Es una forma ilegítima de confrontación de intereses o necesidades (Ortega, 2006), por tanto un método ilegítimo de resolución de conflictos entre las personas (Díaz-Pintos, 2007; Garaigordobil & Martínez-Valderrey, 2014). A su vez, alude al deseo y necesidad de controlar, imponer, manipular y dañar a otros (Martínez-Otero, 2001; Del Barrio, Martín, Almeida& Barrios, 2003; Avilés, 2006; Torrego, 2006; Álvarez-García et al., 2014; Ortega & Mora-Merchán, 2008; Garaigordobil Oñederra, 2010). Por tanto, la violencia está siempre basada en la desigualdad y el abuso de poder (Del Rey & Ortega, 2005; Avilés, 2006; Ortega, 2006; Díaz-Aguado, 2007).
En el ámbito escolar, la violencia puede ser entendida como cualquier comportamiento que viole la finalidad educativa de la escuela (Pulido, Martín & Lucas, 2011), como cualquier situación que genere miedo de estar en la escuela (Carbonero, Martín, Rojo, Cubero & Blanco, 2002) y como cualquier acción o situación que se geste y/o ocurra en la escuela y que atente contra la integridad de algún miembro de la comunidad escolar (Del Tronco, 2013).
Para Sanmartín (2006), violencia escolar es “cualquier acción u omisión intencionada que, en la escuela, alrededores de la escuela o actividades extraescolares, daña o puede dañar a terceros” (p. 27) y, enfatiza Gómez (2005) que también “es un recurso de poder establecido por el maestro para hacer valer su autoridad y mantener el control en el aula, y entre los alumnos forma parte de una fuerza abierta y oculta con el fin de obtener de un individuo o de un grupo algo que no quiere conseguir libremente” (p. 699).
Existe violencia escolar cuando, de manera recurrente, una persona o grupo de personas del centro se ve insultada, físicamente agredida, socialmente excluida o aislada, acosada, amenazada o atemorizada por otros que realizan impunemente sobre las víctimas estos comportamientos y actitudes (Del Rey & Ortega, 2001: 134); es una situación “en la que alguien se encuentra en desigualdad física o psicológica respecto de otra persona o personas y no tiene recursos para confrontar ese poder como tampoco posee la posibilidad de poder comunicar su situación” (Ortega y Mora-Merchán, 1997: 12, citado en Moral, 2011: 127). En palabras de la investigadora española Rosario Ortega (2008), la violencia escolar es un modelo de relación interpersonal de carácter desigual entre aquellos de los que se espera una relación igualitaria.
2. Violencia en la escuela, hacia y de la escuela
Para comprender la violencia escolar, resulta interesante conocer la clasificación que algunos autores hacen de dicha problemática entre violencia en la escuela, hacia la escuela y de la escuela, como tres sistemas que se encuentran estrechamente vinculados entre sí.
- Al hablar de violencia en la escuela se busca enfatizar que existen formas de violencia que se producen en el centro educativo que tienen sus orígenes en un contexto y unas dinámicas sociales mucho más amplias que la escuela misma. Es decir, formas de injusticia, exclusión y violencia social que se manifiestan en la escuela (Hayden, 2003; Ortega, 2006; Valdivieso, 2009; Berger et al., 2009; Chávez, 2014).
- Se le denomina violencia hacia la escuela a aquella ejercida contra el centro educativo como institución por parte del poder político y económico. Las condiciones de trabajo de los docentes, la infraestructura escolar y la disponibilidad de recursos pedagógicos son algunas manifestaciones de este tipo de violencia que, evidentemente, impactan directa y negativamente en la calidad educativa.
- Finalmente, también es posible hablar de violencia de la escuela, es decir, aquellas expresiones de violencia que son generadas por la institución educativa hacia sus integrantes y que son propias de la naturaleza misma del sistema escolar. En palabras de Chávez (2014), se trata de violencias propias del ámbito escolar que se relacionan con las relaciones entre los sujetos escolares. Esto nos remite al análisis de los centros educativos, su curriculum, su organización, sus estrategias de enseñanza y las concepciones vigentes sobre el aprendizaje y los procesos educativos. Para Martínez-Otero (2005), la cultura y estructura autoritaria de la escuela alimenta la prevalencia del fenómeno de la violencia escolar
Algunas manifestaciones de la violencia de la escuela son: las relaciones jerárquicas y autoritarias que son establecidas en su interior, la conformación de la escuela como espacio de control y homogeneización, la dificultad de diálogo y la falta de consenso y participación, el fomento de la competitividad así como la falta de motivación, la rutina e incluso el aburrimiento (Ballester & Arnaiz, 2001; Etxebberia, 2001; Martínez-Otero, 2001; Palomero & Fernández, 2001; Pareja, 2002; Prieto, 2005; Sepúlveda & Calderón, 2008; Hernández, 2008; Ovalles & Macuare, 2009; Jordán, 2009; Bansel, Davies, Laws & Linnell, 2009; Astor, Guerra & Van Acker, 2010; Debarbieux & Blaya, 2010; Ortíz-Molina, 2011; León, Gozalo & Polo, 2012).
3. La no atención a la diversidad como violencia de la escuela
A pesar de que en algunos escenarios el término todavía parece producir cierta incomodidad y resistencia, la realidad es que la diversidad es una característica inherente de lo humano. En palabras de Tomlinson (2005), lo que tenemos en común nos hace seres humanos y lo que nos diferencia nos hace individuos.
Los entornos familiares y comunitarios, los contextos culturales y sus sistemas de valores y creencias, las motivaciones e intereses individuales, los conocimientos y experiencias previas, los ritmos y estilos de aprendizajes… son algunos de los elementos que conforman y caracterizan nuestra diversidad como seres humanos.
Tal y como plantea Ángeles Parrilla Latas (1999), la diversidad siempre está vinculada al concepto de totalidad: “No hay diversidad en una única persona sino que hay diversidad en relación a un grupo (…) La multiplicidad dentro del grupo es lo que nos permite hablar de diversidad” (p. 3). Al respecto Braslavsky (1999) resalta, además, que niños y jóvenes son “un conjunto de grupos de personas con intereses, necesidades y saberes diversos, por momentos convergentes y por momentos divergentes respecto de los adultos y entre sí” (p. 6).
Mientras las nociones de diferencia y discapacidad implican una separación jerárquica y antagónica de lo considerado “normal y deseable”, el concepto de diversidad se basa en una horizontalidad vinculante desde el reconocimiento de una pluralidad de realidades y existencias. Así, la noción de diversidad difiere de las de educación especial e integración educativa, en tanto la atención a la diversidad nos plantea la necesidad de reestructurar el modelo educativo de modo que toda persona sea parte activa de una experiencia educativa común y de calidad, no excluyente, centrada en potencializar las distintas capacidades y talentos de todas y todos, y en construir un sano convivir. Esto, por supuesto, implica una transformación radical en los paradigmas educativos vigentes pasando, de un enfoque basado en la pretensión de homogeneidad, a una concepción y práctica cimentada en la heterogeneidad como oportunidad educativa y la diversidad como medio y fin de la escolarización.
Los (muchas veces mal llamados) problemas de aprendizaje y el fracaso escolar se deben en gran medida a la rigidez y homogeneidad del currículo y a la carencia de experiencias significativas en las vivencias del aula, es decir, en resumidas cuentas, a la no atención a la diversidad, tal y como advierten Braslavsky (1999) y Blanco (2006, 2009, 2014). Por tanto, la no atención a la diversidad se constituye en uno de los factores educativos que incrementan las desigualdades e injusticias sociales y en un ejercicio de violencia por parte del propio sistema escolar.
La escuela se convierte en generadora de violencia y exclusión pues “aquellos alumnos que no logran alcanzar los objetivos establecidos son segregados de muy distintas maneras: creando grupos dentro del aula para los más lentos o rezagados; clases especiales para atender a los alumnos con dificultades de aprendizaje o de conducta…” (Blanco, 1999: 412). En palabras de Andújar y Rosol (2014), “la exclusión no solo se manifiesta cuando un niño sale o es expulsado del circuito educativo por fracaso escolar, o cuando no se le permite acceder al sistema por carecer de documento de identidad. También se manifiesta cuando un niño está en la escuela y es promovido de grado en grado con múltiples necesidades específicas de aprendizaje que no son atendidas (…)” (p. 48). De esta manera, se refuerza un “pensamiento dicotómico, en el que sólo existen dos categorías, sin matices ni situaciones intermedias: los buenos y los malos…” (Díaz-Aguado, 2006: 106) así como un referente inexistente de “excelencia académica” que es siempre, y en esencia, excluyente.
Para Díaz-Aguado (2006), en la mayoría de las aulas tradicionales existe un sistema competitivo que se caracteriza por una lucha constante entre el éxito de las y los compañeros y el éxito propio lo cual trae consigo rechazo, e incluso la violencia. Todo esto, para Debarbieux (1996), no es más que una pedagogía violenta que es coherente con el adultocentrismo imperante en nuestras sociedades.
Novara (2003), por su parte, habla de la pedagogía del sufrimiento, esto es, la idea de que el sufrimiento en la escuela es un elemento natural y necesario de la formación y del crecimiento (p. 35) y de que es el rígor, y no la propia expresión, lo que garantiza el aprendizaje (p. 18). Mientras que para Horno (2009, 2012), en la escuela existe, por un lado, la normalización de la violencia al considerarla un elemento inherente a la autoridad pedagógica, y por otro una negligencia pedagógica en la medida que existen estudiantes invisibles; todo esto convirtiéndose en un ejercicio de violencia de la escuela.
De este modo, la escuela corre el riesgo de desempeñar una función de transmisión y reproducción de un conjunto de ideas y prácticas que justifican y dan sostén a la desigualdad y a la exclusión social, en la medida que se erige como institución con potestad de imponer, controlar, clasificar y jerarquizar a su estudiantado.
En Schooling as violence: an exploratory overview, Harber (2002) nos presenta diversas reflexiones para aproximarnos a la comprensión de la escuela como un sistema de control social, a través de rutinas basadas en la imposición, jerarquización, autoritarismo y violencia.
When a child forces another to do his or her bidding, we call it extortion; when an adult does the same thing to a child, it is called correction. When a student hits another student it is assault; when a teacher hits a student it is for the child’s “own good”. When a student embarrasses, ridicules or scorns another student it is harassment, bullying or teasing. When a teacher does it, it is sound pedagogical practice. (Ross-Epp, 1996: 20, citado en Harber, 2002: 7-8)
Una escuela que no atiende la diversidad ejerce violencia en la medida que acciona de espaldas a la complejidad del aprendizaje; impone una pauta de ritmo, estilo y velocidad que es excluyente y no favorecedora de aprendizajes significativos; tiene miedo al error y no propicia la expresión ni el desarrollo de sentimientos ni potencialidades individuales; separa, clasifica, jerarquiza y estigmatiza al estudiantado; es unidireccional y autoritaria en su quehacer e intelectualista en su contenido; establece mecanismos de participación utilitarios donde solo el profesorado asume las decisiones sobre la organización escolar; y asume la violencia física, verbal y emocional como método disciplinario y pedagógico de manera explícita o sigilosa (Martínez, 1995; Varela, 1995; Debarbieux, Garnier, Montoya & Tichit, 1999; Novara, 2003; Hernández & Jaramillo, 2005; Valero, 2006; Beane, 2006).
La educación en y para la diversidad es uno de los grandes y permanentes desafíos para la acción educadora. Es una vía para que la escuela acoja a todo el estudiantado y pueda responder, atender y potencializar las distintas capacidades, motivaciones, intereses, ritmos y estilos de aprendizajes en un entorno significativo, creativo y retador. Siguiendo los planteamientos de Murillo, Kricheksy Castro y Reyes (2010) y Rosa Blanco (2006), podemos afirmar que solo abrazando el compromiso con la diversidad lograrán los sistemas escolares aportar a la superación de la exclusión social y al favorecimiento de la participación y la convivencia social.
4. Algunas reflexiones finales
Planteo que en la medida que abrazamos el tan necesario reto de la educación en y para la diversidad vamos construyendo una cultura escolar que favorece una convivencia distanciada del ejercicio de la violencia.
Es necesario partir del reconocimiento de que “la relación educativa no es una transmisión de conocimiento a seres inexpertos; los alumnos no son unidades vacías” (Gijón, 2004: 52) sino que, más bien, todo proceso educativo es de construcción de conocimientos y, por tanto, es una relación interactiva, multidireccional, dinámica y que ocurre en diversos escenarios y en todo momento. Junto a esto, también es importante asumir como punto de partida que la diversidad no solo es una característica de lo humano, sino también una fuente de desarrollo y de transformación y que es, por tanto, una oportunidad educativa y no un problema a solucionar (Ainscow, 2003).
En este sentido, uno de los tantos retos es el de construir una oferta educativa diversificada, abierta y flexible que rompa con el esquema tradicional de que todos deben aprender lo mismo, al mismo ritmo y de la misma forma, que evite la desigualdad de oportunidades y que respete las necesidades y los intereses particulares. En todo esto, la participación desempeña un papel vital.
Sin lugar a dudas, la construcción de escuelas que eduquen en y para la diversidad va de la mano –y necesita del desarrollo de nuevas formas de participación y de colaboración (Marchesi, 2014) que trasciendan el “paternalismo didáctico” (Martínez, 1995) pues, en palabras de García (2005), “poco o nada se puede conseguir si unos pocos, o algunos, siguen teniendo el derecho de hablar por otros y otras, de plantear los problemas de los ‘otros’ y ‘otras’ según ‘ellos’ y ‘ellas’ lo ven” (p. 179).
La participación ha de ser uno de los principios re-ordenadores de las instituciones educativas en tanto implica crear condiciones para que cada integrante de la comunidad escolar pueda ser, pensar, sentir, proponer, actuar, equivocarse y seguir actuando. Cuando existe apertura y receptividad ante otras formas de entender y mirar la realidad, se estimula la participación y se contribuye a la construcción de vínculos sociales más humanitarios. Construyendo participativamente los valores y normas de los centros educativos, de manera que sean adaptables y dinámicas ante las diversas posibilidades e intereses de su estudiantado, se aporta a la construcción de un entorno escolar significativo, diverso e inclusivo.
Participar implica que todos y todas tomen parte, a través del ejercicio de su autonomía, responsabilidad y creatividad. En palabras de Álvaro Marchesi (2008), esto se convierte en un factor clave para el desarrollo de la motivación por la escuela, del compromiso activo con el aprendizaje y para el buen funcionamiento del centro. Además, a través de la participación activa y consciente, es decir plena, la escuela ejerce su función de construcción de ciudadanía.
Finalmente, tal y como se ha expresado antes, la atención a la diversidad nos desafía a la construcción de relaciones sociales basadas en una horizontalidad vinculante. Siguiendo los planteamientos de Boggino (2005; 37), “el respeto por lo diverso y lo diferente constituye el punto de partida de la práctica educativa y de la construcción de la convivencia escolar”.
La convivencia solo es posible desde el reconocimiento de lo diverso, por lo que el compromiso cotidiano con educar en y para la diversidad es una de las maneras en que se concretiza el rol de la escuela como espacio fuente de transformación de la realidad social. Es por tanto, además, necesario que toda estrategia o programa de atención o prevención de la violencia escolar considere como una de sus piedras angulares la reflexión y acción en torno a la diversidad educativa.
La convivencia basada en el reconocimiento de la diversidad encuentra su sostén “en el afecto, la empatía y la reflexión” (Marchesi, 2014: 41), “en la aceptación, en la valoración por lo que somos y podemos llegar a ser” (Miarnau, 2012: 61), y en no solo reconocer y aceptar las diferencias “sino partir de ellas, escucharlas, relacionarse con ellas” (Hernández & Jaramillo, 2005: 31). Es imposible hablar de mejora de la calidad educativa y, agrego, tampoco hablar de mejora de la convivencia escolar, si estos procesos no van acompañados de un educar en y para la diversidad.
Nos encontramos pues ante la necesidad apremiante de continuar aportando a la construcción de una escuela co-educativa o desde una mirada más amplia, una escuela inclusiva que atienda todas las diversidades como puente para la construcción de la igualdad social. Una escuela donde se construyan cotidianamente vínculos sociales horizontales y no violentos, donde las diferencias sean reconocidas como factor de enriquecimiento; donde se fomenten la emocionalidad, la empatía, el diálogo, la afectividad, la sana autoestima, la asertividad, la valentía y el cuidado como características humanas y elementos clave de la experiencia escolar; y donde haya cabida para soñar, valorar y desarrollar una amplitud de proyectos de vida.
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Datos de filiación
Berenice Pacheco-Salazar. Es doctoranda en Educación, por la Universidad de Sevilla; licenciada en Psicología con maestría en Género y Desarrollo, por el Instituto Tecnológico de Santo Domingo (INTEC). Especialista en educación de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI), donde coordina en República Dominicana los programas de Apoyo a la Cultura Escrita y de Educación en Valores y para la Ciudadanía, y el Instituto Iberoamericano de Educación en Derechos Humanos (IDEDH).
Es autora y co-autora de diversas publicaciones sobre las temáticas de promoción de la lectura, derechos humanos, educación en valores, e inclusión y diversidad. Es poeta, con dos libros publicados y reconocimientos en Argentina y Perú. Actualmente trabaja en su proyecto de tesis doctoral sobre la temática de la violencia escolar en el nivel primario en República Dominicana.
Correo electrónico: bereniceps@gmail.com