Ciencia y Educación, Vol. 9, No. 2, septiembre, 2025 • ISSN (impreso): 2613-8794 • ISSN (en línea): 2613-8808
Cinema and painting. About Carlos Saura’s Goya en Burdeos
DOI: https://doi.org/10.22206/ciened.2025.v9i2.3476
Juan Francisco Parrilla Viruega1
Recibido: 01/03/2025 • Aceptado: 25/04/2025
Cómo citar: Parrilla Viruega, J. F. (2025). Cine y pintura. El caso de Goya en Burdeos, de Carlos Saura. Ciencia y Educación, 9(2), 61-76. https://doi.org/10.22206/ciened.2025.v9i2.3476
Resumen
La interacción entre el cine y la pintura ha evolucionado desde comienzos del siglo XX. Ambos lenguajes se han retroalimentado durante los últimos ciento treinta años, sirviéndose de los elementos inherentes de cada uno: mientras el cine ha recurrido a la pintura en busca de iconografía, de elementos para la ambientación histórica de una época o para copiar un esquema de luz, formas y color que contribuya a crear una atmósfera determinada –y con ello, la capacidad de lo pictórico para sublimar una imagen-, las artes plásticas han copiado nuevas fórmulas expresivas derivadas del “séptimo arte”. Tras analizar la evolución de este diálogo, en el presente texto se formula una categorización de las correspondencias cine-pintura, y se recurre al método de análisis iconográfico e iconológico del ensayista e historiador Erwin Panofsky (1892- 1968), que toma en consideración el contexto sociocultural del autor y de la obra. Asimismo, y como aplicación práctica de lo anterior, se analiza el diálogo entre la obra del pintor Francisco de Goya y el cineasta Carlos Saura, a través de la película “Goya en Burdeos” (1999), obteniendo unos resultados que ejemplifiquen dicha categorización y permitan al alumnado diseccionar y generar nuevos planteamientos artísticos.
Palabras clave: cine, pintura, composición, iconografía, semiología.
Abstract
The interaction between cinema and painting has evolved since the beginning of the 20th century. Both languages have used the inherent elements of each over the last 130 years: while cinema has turned to painting in search of iconography, characteristics of a historical era or to copy a light and color scheme that creates an atmosphere to sublimate an image, painting has copied new expressive ways derived from “the seventh art”. After analysing the evolution of this dialogue, this text formulates a classification of the correspondences between cinema and painting, and resorts to the iconographic and iconological analysis method of Erwin Panofsky (1892-1968), which takes into consideration the sociocultural context of the author and his/her work. Likewise, and as a practical application of the above, the dialogue between the work of Francisco de Goya and the filmmaker Carlos Saura is analyzed, through the film "Goya in Bordeaux" (1999), obtaining results that exemplify this classification and allow students to dissect and generate new artistic approaches.
Keywords: cinema, painting, composition, iconography, semiology.
El análisis de las interferencias entre el cine y las artes plásticas ha generado un profundo estudio y debate entre artistas, teóricos y ensayistas a lo largo de los siglos XX y XXI, desde los primeros avances tecnológicos del cinematógrafo como artefacto tecnológico, hasta su consagración como ‘séptimo arte’ en los años cuarenta, gracias a la defensa de los montadores y los cineastas alemanes y soviéticos. Según estos últimos, a partir de la incorporación del sonido en el año 1927, y del color en 1939, el cine integró las características específicas de todas las disciplinas artísticas -las espaciales y las temporales- de la Antigüedad clásica y, además, desarrolló una capacidad inherente para generar nuevos significados al yuxtaponer dos o más imágenes en movimiento a través del montaje.
No obstante, el verdadero debate sobre la idoneidad o el perjuicio de esta interacción entre el cine y la pintura se produjo a partir de los años cincuenta en Francia e Italia. El francés André Bazin –creador de la revista Cahiers du Cinéma en 1951-, publicó el estudio “Ontología de la imagen fotográfica” (1945) coincidiendo con el auge del neorrealismo italiano. En él, Bazin consideró a la perspectiva lineal como el pecado original de la pintura occidental en su obsesión por representar la realidad, y reconoció a la fotografía y al cine como las invenciones que satisfacen esta necesidad del espectador. Para él, lo importante era el vínculo ontológico entre el objeto o modelo y su representación: la cámara fotográfica, la única que puede registrar la realidad espacial y embalsamarla en el tiempo, y la cinematográfica, que va más allá otorgándole una duración y coronándose como el arte de lo real. Además, Bazin afirmó que el cine traiciona a la pintura desde el instante en que toma prestados varios de sus recursos para la composición del encuadre:
La pantalla destruye radicalmente el espacio pictórico (...). La pintura se opone a la realidad misma y a la realidad que representa gracias al marco que la rodea. (...) Los límites de la pantalla no son el marco de la imagen, sino una mirilla que sólo deja al descubierto una parte de la realidad. El marco polariza el espacio hacia dentro; todo lo que la pantalla nos muestra hay que considerarlo, por el contrario, como indefinidamente prolongado en el universo. El marco es centrípeto, la pantalla centrífuga. (Bazin, 2023, pp. 212-213).
Posteriormente, el cineasta Éric Rohmer, en su tesis doctoral “L’organisation de l’espace dans le ‘Faust’ de Murnau” (1977), defendió que el cine recurriera a la pintura como referente iconográfico para representar el espíritu de una época determinada. No obstante, advirtió también del peligro que corren las obras cinematográficas de perder su especificidad y ser absorbidas por la pintura en el instante en que deciden imitarla a través del tableau- vivant. Este recurso, que tiene su origen en los cuadros vivientes de los autos sacramentales en la Edad Media, ha sido analizado por la investigadora española África García Zamora en su artículo ‘La presencia de tableaux vivants en películas sobre Goya’ (2019), como parte de las actas del seminario internacional ‘Goya en la literatura, en la música y en las producciones audiovisuales’. Rohmer, por su parte, condenó “la cita pictórica puramente decorativa que reproduce de forma más o menos idéntica una obra pictórica. La pintura puede estar presente, e incluso citarse si uno quiere, pero a condición de que esté dramatizada o integrada en la diégesis” (Aumont, 2019, p. 66). Tomando como referencia Fausto (Faust, F. W. Murnau, 1926), Rohmer distinguió tres componentes en cuyo equilibro de abstracción y realismo se encontraría la esencia de cualquier película: primero, consideró que la imagen cinematográfica es una representación del mundo exterior, en lo que tiene que ver con la puesta en escena pictórica proyectada sobre el rectángulo de la pantalla. Es el espacio pictórico, en el que Rohmer analizó la iluminación –donde residiría la pictoricidad de la película-, la paleta cromática y las formas geométricas en cada una de las escenas. Sin embargo, el cine no revela el origen eléctrico de su iluminación. En segundo lugar, el espacio arquitectónico sería todo lo que constituye el diseño de producción, provisto de una existencia objetiva en lo “profílmico” (organizado con vistas al rodaje): las localizaciones naturales, los decorados construidos y los objetos que organizan y desorganizan el espacio, y que adquieren mayor o menor poder simbólico en función de la relación que establezcan los personajes con ellos. Por último, el espacio fílmico es aquel que no es pictórico ni arquitectónico, sino el espacio de la puesta en escena, un espacio virtual que el espectador se encarga de reconstruir en su mente gracias a los elementos fragmentarios que obtiene de la película. En esta parte juega un papel fundamental la percepción del individuo, su experiencia vital y sensorial, su capacidad para interrelacionar fragmentos espaciales –derivados del montaje y de la puesta en escena- pertenecientes al “campo” y al “fuera de campo”. Eric Rohmer conjugó con maestría los tres espacios en gran parte de su filmografía, recurriendo a fuentes pictóricas en multitud de ocasiones: “Eric Rohmer y Néstor Almendros, director de fotografía de muchas de sus obras, cuidaron cada encuadre, imitando pinturas y obras de arte, en una acción bañada por una luz diáfana que provenía realmente de ventanales. (…) Por otra parte, hubo influencias para la puesta en escena y la interpretación y vestuario de los personajes de varios pintores” (Martínez-Salanova Sánchez, 2022, p. 3).
El guionista Pascal Bonitzer publicó su tratado “Peinture et Cinéma. Décadrages” en 1985, en el que formuló una doble hipótesis, considerando al cine como heredero
de la cientificación de la representación instaurada en el Quattrocento a través de las teorías de la perspectiva artificial, (...) llevando a cabo mecánicamente la imitación de lo fortuito, la apropiación de la naturaleza mediante la representación; 2) [Por otro lado] el cine intersecta necesariamente problemas de la pintura, y, recíprocamente, la solución cinematográfica de estos problemas ha tenido una influencia determinante en la pintura del siglo XX. (...) Para establecer puntos de contacto, de comunicación, de cruces diversos entre cine y pintura, he recurrido a una estructura común a ambos: el trompe-l’oeil, y a su reverso, la anamorfosis. (Bonitzer, 2007, pp. 6-7)
Ambos recursos tienen en común un mismo orden de principios en las artes plásticas: la falsa medida y la realidad trucada. Bonitzer se refiere al trompe-l’oeil como una trampa construida virtual y subjetivamente en el espacio fílmico para que el espectador lo perciba tal y como nuestro ojo capta el mundo real. Además, es una propiedad que revela al cine como máquina ilusionista, vinculándolo a la pintura. De hecho, la publicación de textos y ensayos en torno al trompe-l’oeil o trampantojo (‘trampa para el ojo’) se ha incrementado en los últimos años, debido a su recuperación como pintura mural en las medianeras de edificios y por parte de artistas urbanos. En el año 2022 se comisarió la exposición ‘Hiperreal. El arte del trampantojo’ en el Museo Thyssen-Bornemisza, y se editó el catálogo y el texto análogo, coordinado por los ensayistas Mar Borobia y Guillermo Solana, en el mismo año 2022.
Retomando el debate abierto por Rohmer en torno al uso del tableau-vivant, Bonitzer partió de la formulación que el filósofo francés Gilles Deleuze hizo del plano como “conciencia”, como imagen-movimiento; sin embargo, al descomponer una película en planos, el diseño de éstos acercaría la labor de los cineastas a la de los pintores:
Puede ocurrir que un cineasta imite deliberadamente, en tal o cual plano, un cuadro célebre. Se puede instrumentar el prestigio de una pintura para realzar el valor de la obra audiovisual. Este efecto también puede tomar la forma de un guiño cultural. (...) El enfrentamiento entre cine y pintura, entre plano y cuadro, puede ser explícito, violento, dramático; o, por el contrario, el carácter alusivo de la imitación puede remitir a un profundo secreto del film. (Bonitzer, 2007, p. 30)
En ocasiones, el director pretende transgredir el “cuadro viviente” aportándole movilidad a través del manejo de la cámara o con la celeridad de la puesta en escena interna del plano. Bonitzer lo denominó “dialogismo”, una lucha entre cine y pintura. Tal y como hiciera Rohmer, Bonitzer avisó de los peligros del tableau-vivant como recurso cinematográfico:
Al constituir una pausa en el movimiento del film parece no poder integrarse al conjunto, al ritmo narrativo. Así, el plano-cuadro es profundamente a-narrativo, pudiendo utilizarse por aquellos cineastas –como Godard o Pasolini- que privilegian la puesta en escena y la plástica en detrimento del guion y de la línea narrativa. No obstante, existen casos en que se integra a la ficción, aunque de un modo muy particular y secreto. (Bonitzer, 2007, p. 31)
Este secretismo puede concretarse con la elipsis cinematográfica u otro recurso de naturaleza críptica, que busque completar el relato con el significado del cuadro viviente como “imagen-clave” para descifrar la información omitida, lo que exige al espectador un reconocimiento cultural. Sirva como ejemplo la secuencia de La marquesa de O (La Marquise d’O, Eric Rohmer, 1976) donde la protagonista es presa de una pesadilla premonitoria en la narración. Rohmer construye la imagen basándose en el esquema plástico de La pesadilla (The nightmare, 1781, J. Heinrich Füssli): las connotaciones implícitas del cuadro, trasladadas a su reproducción en la pantalla, ayudan al espectador a deducir el subtexto de lo que acontece.
El teórico y redactor Jacques Aumont trató en su libro “L’oeil interminable” la independencia del cine con respecto a la pintura: “La perspectiva renacentista deja de ser el principio que determina la representación. (...) Esta revolución consiste en la introducción del momento fugaz, el fenómeno efímero, y tiene como consecuencia la revalorización de la vista como instrumento de conocimiento” (Cerrato, 2010, p. 37).
El catedrático François Jost publicó su artículo “Le picto-film” como fragmento de la obra colectiva “Cinéma et Peinture” (1990), en el que estableció la primera metodología para detectar la presencia de lo pictórico en una obra cinematográfica, mediante tres modalidades: el picto-cinema, donde el cuadro pertenece a la diégesis del film como parte del decorado; el picto-film I, con la transposición de un cuadro a la pantalla; el picto-film II, donde el encuadre cinematográfico queda convertido en cuadro viviente. Las dos últimas conciernen al tableau-vivant, tratado previamente por Rohmer y Bonitzer: “la intrusión de la pintura en el cine provoca una sensación de extrañeza en el espectador, debido a la yuxtaposición del tiempo y de la eternidad, incongruencia de una actitud desplazada: la de un cineasta que se toma por otro, el pintor” (Jost, 1990, p. 121).
El periodista Giorgio Tinazzi explicó en su artículo “La caverna di Platone e la luce di Cézanne” (1989) la reciprocidad entre cine y pintura a cuatro niveles: como transformación de la imagen, adquiriendo la cita pictórica un carácter deliberadamente funcional; como construcción de la imagen a través de la elección de los colores, las formas, la luz y el encuadre por parte del autor, que desea dotarla de significado tomando como referencia los esquemas de algún cuadro; como articulación de la imagen cinematográfica, que experimenta una transformación temporal al contactar con el cuadro viviente insertado; y por último como autorreflexión de los lenguajes, introduciendo una cita pictórica que, al interaccionar con lo fílmico, motive el diálogo entre ambas artes.
El ensayista italiano Antonio Costa ha trabajado en una línea similar a las de Jost y Tinazzi. En su artículo “Effetto-dipinto”, publicado poco después en su libro “Cinema e pittura” (1991), desarrolló el concepto de “efecto pintado”: un efecto de choque entre dos realidades distintas producido en el espectador por la inclusión de un cuadro en una película, y que a su vez puede clasificarse en un effetto pitturato (efecto pictórico) o en un effetto quadro (efecto cuadro):
El efecto pintado, sea en el sentido de efecto pictórico o en el de efecto cuadro, tiene una función, más o menos intencional, de perturbar la total afirmación del universo diegético de la historia, en cuanto la desmiente al menos parcialmente, con la imperfecta realización de la ilusión de realidad (efecto pictórico), o la excede con el plus de presencia de la dimensión subjetiva del autor o de la caracterización figurativa extraña al régimen realista instaurado en la película (efecto cuadro). (Costa, 1991, p. 159)
Un ejemplo de efecto pictórico son los efectos escenográficos en las películas de Georges Méliès “con sus telones pintados, y los fondos de ciertas películas de Hitchcock y de Fellini, que parecen estar ahí para ser percibidos efectivamente como pintados, (...) considerándose como un falso trompe l’oeil, pues no engañan al ojo” (Ortiz y Piqueras, 2004, p. 166). Por otro lado, en el efecto cuadro se confrontan
dos modos de estructurar las coordenadas espacio-temporales y los valores luminosos y cromáticos. En otros términos, el efecto cuadro produce un efecto, más o menos evidente, de tiempo suspendido, de espacio definido (o cerrado) y de selección cromática, mientras que el plano cinematográfico se caracteriza por ser una especie de calco icónico de la duración, de la movilidad del espacio y de la variabilidad cromática. (Costa, 1991, p. 157)
Costa apeló nuevamente al tableau-vivant, un recurso comprometido que perturba la narración y el libre discurrir de la película desde el punto de vista diegético; valgan como ejemplos El requesón (La ricotta, P. P. Pasolini, 1962), cortometraje que cita los cuadros Descendimiento (Rosso Fiorentino, 1521) y Descendimiento de la Cruz (Jacopo Pantormo, 1525-1528); también la secuencia en que los mendigos asaltan la casa de Viridiana (Viridiana, Luís Buñuel, 1961), con la representación de La última cena (Leonardo Da Vinci, 1495-1497) como cuadro viviente. Costa aportó dos posibles soluciones para evitar la incongruencia del tableau: diegetizarlo al máximo hasta el punto de reducirlo por completo –con lo que dejaría de tratarse de un efecto, pues el espectador no lo percibiría-, o asignándole una función metatextual en el relato de la película. Sin embargo, en ocasiones no hace falta recurrir a ninguna de ambas opciones, pues el valor negativo y la incoherencia del cuadro viviente son insignificantes, como ocurre en aquellas obras de corte histórico que recurren a la iconografía pictórica para su ambientación.
Costa estableció una “tipología de intercambios e interacciones” entre cine y pintura: en un primer apartado se encuentran los Documentales sobre pintores y sobre la pintura, que abarca desde las obras sobre artistas y corrientes pictóricas hasta aquéllas que reflexionan acerca del proceso creativo de un pintor; el segundo apartado estaría dedicado a los biopic, un género sobre la vida de los pintores que introduce el “universo figurativo del artista”; la tercera categoría, bajo el título La mirada y el retrato, recoge aquellas películas en las que los retratos son el objeto del relato cinematográfico; el último apartado, Afinidades electivas (lo pictórico y lo fílmico), engloba al género histórico, que recurre a la pintura como referente para su ambientación o bien para establecer un vínculo con los principios estéticos de un estilo determinado.
Este debate se extendió a España, donde el escritor y crítico catalán José Enrique Monterde publicó varios tratados sobre el arte cinematográfico. En 1986, adelantándose a los dictámenes planteados por Jost, Tinazzi o Costa, trasladó sus reflexiones al fragmento “Cine, pintura e Historia”, estableciendo una clasificación en la manera en que el cine puede servirse de la pintura: como alusión -ocultando la fuente iconográfica-, como imitación –buscando la identificación del cuadro por parte del espectador- y como interpretación –redefiniendo el pasado gracias a la pintura-; esta última es la opción más interesante, “integrando el referente visual en un trabajo más amplio de interpretación histórica, donde él es “un elemento más y no simplemente el escenario de la historia, o bien proponiendo una reflexión sobre el sentido social del arte que está sirviendo como modelo de referencia” (Monterde, 1986).
Monterde definió las cinco bases para la definición de lo artístico: la dimensión antropológica, la naturaleza sensorial, la fisicidad del soporte, el carácter formalizador y la intencionalidad en dos momentos claves de la obra, la creación y la recepción. Posteriormente las aplicó al cine, que en su opinión cumple con todas ellas: participa en la dimensión antropológica de todas las artes, afecta a la percepción sensorial del espectador, queda impresa en el soporte fotoquímico y se proyecta sobre una pantalla, trabaja con las formas y representa intencionalidades narrativas, expresivas, simbólicas e ideológicas por parte del creador y del espectador.
En 1995, coincidiendo con el primer centenario de la aparición del cinematógrafo, se publicó el tratado “La pintura en el cine. Cuestiones de representación visual”, de las españolas Áurea Ortiz y María Jesús Piqueras, considerado actualmente como una de las obras capitales sobre el estudio de las interacciones entre cine y pintura. Ambas establecieron un planteamiento metodológico para clasificar la relación de lo fílmico con lo pictórico a través de cuatro vías distintas: en el capítulo La pintura al servicio de la verosimilitud histórica explican la utilización de referentes iconográficos para la ambientación de las películas de época; en Las vanguardias y el cine: pintura en movimiento desarrollan las posibilidades de la técnica cinematográfica para otorgar una nueva dimensión a la pintura vanguardista de los años veinte; en Artistas y modelos: pintores en el cine exponen la pintura como base para el argumento de una película, principalmente en aquellas, documentales o de ficción, que recogen la vida, la obra y el proceso creativo de determinados pintores; por último, en La representación dentro de la representación: el cuadro en el cine analizan la vía más compleja por su significado: la presencia directa de cuadros como enunciado, apareciendo físicamente de dos maneras en el encuadre cinematográfico: como parte del atrezzo –con una clara función de reencuadre- o como tableau-vivant, lo que invita siempre a una autorreflexión sobre la representación visual.
Según Ortiz y Piqueras, el tableau-vivant cinematográfico tiene su origen en la filmación de representaciones teatrales religiosas que trataban de imitar los esquemas de formas, luz y color de cuadros célebres sobre la pasión, la muerte y la resurrección de Jesucristo. Es el caso de “Christus (Iconografía evangélica in tre misteri)” (Giulio Antamoro, 1916), cuya estructura es una sucesión de cuadros vivientes. Posteriormente, la utilización del tableau vivant en el cine clásico circuló casi de forma inadvertida, al servicio de la narración, pero una vez superada esta época, los cineastas se apuntaron a una tendencia por
provocar la sorpresa en el espectador, que de pronto se encuentra ante el tiempo suspendido y ante un espacio cerrado, fuera del ámbito narrativo. No hay más que pensar en los tableaux vivants de las películas de Pasolini, Fellini, Greenaway, Godard, Jarman o Kubrick para darse cuenta. En todos ellos se trata de poner en evidencia el artificio, la construcción, planteando un juego metalingüístico entre el cine y la pintura; en definitiva, un juego y una reflexión sobre la representación. (Ortiz y Piqueras, 2004, p. 188)
Sin embargo, en el cine biográfico (o biopic) de pintores, el tableau-vivant encuentra una excusa para diegetizarse de manera natural:
Puesto que el pintor debe aparecer trabajando, resultan inevitables las escenas que recogen al artista pintando a sus modelos. (...) El tableau vivant está justificado por el relato, hasta tal punto que, en realidad, no provoca en el espectador la sensación de cuadro viviente, puesto que la acción no se interrumpe, es parte necesaria de la acción. (Ortiz y Piqueras, 2004, p. 182)
Asimismo, para Ortiz y Piqueras existe un género del cine clásico donde el artificio del tableau puede cambiar por sus aspectos: el cine musical.
El cuadro viviente se transforma en cuadro danzante. El carácter fantástico del género musical, más próximo al sueño que a la realidad, liberado de la exigencia del realismo y válvula de escape de la tiranía de la lógica narrativa clásica, permite al cine clásico todo tipo de excesos y delirios. Y así, el encuadre puede mezclar sin problemas la pintura con la imagen real, crear espacios imposibles o jugar con los colores, puesto que estamos en el escenario de la fantasía. (Ortiz y Piqueras, 2004, p. 184)
Un ejemplo de ello serían algunos números musicales de los directores Vicente Minelli, Gene Kelly, Bob Fosse o del español Carlos Saura, del que se analizará una de sus películas para aplicar el método de categorización de las interferencias entre el cine y la pintura, y que se expondrá en el capítulo siguiente.
En primer lugar, y tras analizar las formulaciones de varios investigadores en Francia, Italia y España, se propone un sistema mixto para categorizar las formas de interacción entre el cine y la pintura. Dicho sistema está basado en la evolución de estas interferencias, y responde a las características del cine postmoderno -influenciado por el cine publicitario, el cine experimental y el videoclip- y del cine contemporáneo:
a) La pintura como génesis o punto de partida de la narración.
b) La pintura como referente visual para la creación de atmósferas.
c) La pintura como enunciado y elemento de la puesta en escena.
c. 1. La pintura como objeto o elemento de atrezzo simbólico
c. 2. La pintura como trampantojo
c. 3. La pintura como tableau-vivant o “efecto cuadro”
Junto a esta clasificación, se recurrirá al sistema iconográfico –el estudio de las formas de una imagen- e iconológico –el significado profundo que encierra dicha imagen- de Erwin Panofsky para analizar la obra cinematográfica propuesta y desentrañar las intenciones artísticas de su autor, en diálogo con la obra pictórica de Francisco de Goya. Al respecto de esta metodología, una de las investigaciones más recientes es el libro "Iconografía e iconología. Introducción al significado de la obra artística" (2022), de Fernando Moreno Cuadro.
Para Panofsky, la forma y el significado estaban relacionados, eran complementarios e inseparables, y como tales debían analizarse conjuntamente para comprender el sentido estético de una imagen, que siempre debe existir: “en una obra de arte la forma no puede separarse del contenido; la distribución del color y de la línea, de la luz y de las sombras, debe entenderse como vehículo de una significación que trasciende a lo meramente visual” (Panofsky, 2004 p. 46). Para que el historiador de arte o “humanista” logre desvelar esta significación oculta en la obra de arte, debe
atender más al contenido intelectual que a las formas. Las obras de arte se convierten en ideas, en elaboraciones intelectuales puras cuyo conocimiento requiere de un análisis integral. En dicho planteamiento resulta ineludible rastrear en la urdimbre que conecta el arte con la filosofía, la sociología, la música, la religión o incluso con la ciencia. La tarea primordial del historiador del arte no es otra que la de intentar reconstruir aquellos fundamentos sociológicos y de progreso en los que fueron elaboradas las obras o los escritos referidos a ellas. (Rodríguez López, 2005, p. 4)
Con este objetivo, Panofsky desarrolló las bases de un método iconológico estructurado en tres niveles: el nivel pre-iconográfico, consistente en la identificación y en la interpretación natural o primaria de los objetos reconocidos a simple vista por el espectador; el nivel iconográfico, en el que se analiza la obra recurriendo a las fuentes literarias e icónicas de su tradición cultural, extrayendo así el significado temático de las figuras u objetos representados; por último, en el nivel iconológico se profundiza en el estudio de los escritos y del contexto cultural de la época en que fue concebida la obra, ahondando en las ideas implícitas expuestas por el autor, sus pensamientos e ideología, el simbolismo y el concepto de los temas representados, así como su repercusión. De esta forma, utilizando cautelosamente la intuición y sirviéndose de los fenómenos socioculturales que marcaban las tendencias y el carácter artístico unificador de cada época, se desvelará la estructura y el significado más profundo de la obra de arte. Además, Panofsky consideraba “muy útil la transposición de la iconografía pictórica al cine, lo que facilita la utilización del método iconológico en el análisis de los elementos figurativos de una película” (Cerrato, 2010, p. 17).
El estudio de la presencia pictórica en “Goya en Burdeos” (España, 1999), de Carlos Saura, se inicia con la búsqueda como guionista de la idea original o del punto de partida para el desarrollo de la narración. La tradición humanista de Saura, que engloba desde los clásicos grecorromanos hasta la literatura contemporánea, pasando por los clásicos del Siglo de Oro español, resulta decisiva en su implicación durante la fase de guion.
En su particular homenaje a la vida y obra del pintor zaragozano Francisco de Goya, Saura penetra en el género biográfico-pictórico, que según el ensayista Antonio Costa, “puede ser insidioso, porque induce a un uso mimético-decorativo del referente pictórico y comporta un acoplamiento, a veces forzado, entre la anécdota biográfica y la figuración pictórica” (Costa, 1991, p. 14). En efecto, suelen proliferar los biopics de pintores que se esfuerzan en destacar la figura del pintor como un genio solitario, citando su obra de forma más o menos explícita, ya sea con la introducción de sus cuadros conocidos o utilizando su estilo para elaborar la puesta en escena del film. Sin embargo, escasean aquellas propuestas que indagan en el proceso creativo del artista, en su relación con el objeto representado, en su filosofía, moralidad y concepto del arte. En el caso de “Goya en Burdeos”, el director oscense prefirió centrarse en la vejez del pintor, en su aislamiento físico y psíquico, en sus años de encierro en la Quinta del Sordo, apartado del régimen absolutista de Fernando VII, y su posterior traslado al sur de Francia. A través de sucesivos flashbacks, Saura antepone también el talante precursor de Goya, como un artista adelantado a su época –como también lo había sido Rembrandt, que creyó en la ilustración de la sociedad española, instalada en un estado permanente de analfabetismo. El flashback, como recurso de retrospección narrativa, ha sido diseccionado por la investigadora Adriana Gordejuela en su tesis doctoral ‘Looking to the past. A cognitive and multimodal analysis of film flashbacks’, que publicaría en el libro ‘Flashbacks in Film: A Cognitive and Multimodal Analysis (Routledge Advances in Film Studies)’ (2023).
La pintura está presente en cada capítulo de la película como catarsis liberalizadora, identificándose con las distintas etapas personales que atravesó el pintor. También se muestran las diversas técnicas utilizadas a lo largo de su carrera –la pintura mural al fresco y al óleo, sus grabados y litografías, etc.-, sin perder de vista la praxis del relato. Se trata de una estructura narrativa laberíntica, que el propio Francisco Rabal explicita al mencionar en su delirio la espiral como forma simbólica, asimilando su propia vida con la figura geométrica. En la película aparecen puertas que se abren al inconsciente del personaje y que muestran sus miedos, las conspiraciones en que se vio envuelto, y su amor frustrado por Cayetana de Alba.
El Goya de Saura emprende un viaje de redención personal, cuestionándose en sus últimos minutos si pudo hacer todo lo que estuvo en su mano para evitar los trágicos acontecimientos de su vida.
Gracias a la influencia de su hermano Antonio, la aproximación de Saura a la figura de Goya existía desde antes de ingresar en la Escuela de Cine. Saura optó por humanizar al personaje de Goya y a su obra, que siempre fue el resultado de su incomprensión del marco sociopolítico que le había tocado vivir, y de sus propias circunstancias personales. Por supuesto, los aspectos más románticos del pintor se pusieron de relieve en la ficción, como su aislamiento y su mente atormentada tras presenciar la ferocidad de la guerra, y sufrir los efectos de una grave enfermedad, pero Saura y Francisco Rabal construyeron un Goya terrenal y profundamente humano, repleto de contradicciones, hipersensible y apasionado. En cuanto a la concepción artística de la película, en la línea de la compleja estructura narrativa “en espiral” que se ha mencionado, la propuesta formal de “Goya en Burdeos” resulta aún más difícil de catalogar. Con producción de Andrés Vicente Gómez, la incorporación del director artístico francés Pierre-Louis Thevenet y la nueva colaboración del director de fotografía Vittorio Storaro, con quien ya había trabado en tres películas anteriores, Saura incorporó una particular puesta en escena que venía experimentando en sus películas musicales, y que suponía la hibridación de todas las artes. Saura adoptó el doble papel de demiurgo y escenógrafo, escapando de la mera y naturalista reconstrucción histórica y construyendo una obra sublime, con encuadres que exploran los límites entre lo teatral y lo fílmico, con la introducción de los últimos avances tecnológicos. La película fue recibida por los analistas como la propuesta formal más arriesgada del director oscense hasta la fecha, al menos en el campo de la ficción. De algún modo, congregaba explícitamente todas las variantes desarrolladas en su carrera: la fotografía, la pintura, el teatro, la música y la literatura. Y lo hizo explotando al máximo su talante precursor, planteando una escenografía multidisciplinar al servicio del personaje por el que acusaba una mayor admiración. La escenoplástica, conjunción de pintura (color e iluminación), arquitectura (espacio) y escultura (formas), cobra un protagonismo esencial de primer orden, y aunque Saura recurre a elementos de la técnica teatral para resolver cuestiones dramáticas y estructurales –paso del tiempo presente a los flashbacks del pasado, del plano real al onírico, del espacio naturalista a una propuesta escénica con abundancia de tableaux vivants-, su intención última es convertir el encuadre cinematográfico en un lienzo en movimiento, por el que se deslizan diversos pasajes de la vida de Goya y de su proceso artístico:
Sin duda, pesó el recuerdo del montaje teatral de la obra de Buero Vallejo, “El
sueño de la razón”, estrenada en 1970 en Madrid. Allí, los personajes se situaban en un fondo oscuro e iban iluminándose a medida que cobraban vida. Aquí, las obras del creador están colocadas en un pasillo de telas que a medida que se va a acercando a ellas se van iluminando. Los contrastes lumínicos acentúan la dramatización. Las luces destacadas son las verdaderas protagonistas. (…) [Storaro] utiliza una iluminación forzada y barroca pero enormemente efectista, que matiza la gama cromática imperante a base de rojos, blancos y amarillos. (…) La luz destaca sobre todo lo demás y, como en la pintura del protagonista, crea el color. Éste cambia en función de ella. (Camarero, 2009, p. 168)
Para concebir este espectáculo de luz y color, Saura estuvo preparándose a conciencia durante varios años. El cineasta ya había incorporado la cita explícita en sus películas musicales, vinculando el significado alegórico de los cuadros a sus bailarines/cantantes, del mismo modo que las producciones vanguardistas de los Ballets Rusos de Diaguilev. El director realizó durante varios meses unos ochenta dibujos preparatorios para ilustrar el guion original de la película. Sin embargo, resulta necesario aclarar que estos “bocetos” no pueden concebirse como un storyboard convencional que explique el estilo o el plan visual de la película. Los dibujos de Saura merecen una consideración aparte. En ellos puede vislumbrarse el universo escenoplástico que sobrevolará la película, en términos generales, y responden a “un ejercicio de reflexión visual en el cual el inconsciente hace emerger ideas y conceptos a través de trazos o manchas de color” (Mensuro, 2009, p. 31). Saura también utiliza estos “bocetos” para plantear algunas soluciones técnicas acerca del planteamiento escenográfico de sus películas, como las dimensiones de los decorados, los elementos pictóricos que confluirán en ellos o, como en el caso de “Goya en Burdeos” o “Io, Don Giovanni” (Carlos Saura, 2009), la adaptación del Diorama a su puesta en escena, con la utilización de paneles translúcidos que, a través de juegos de iluminación, permiten pasar de un plano físico a otro, identificándolos con marcos espacio-temporales distintos, según las necesidades dramáticas de la historia.
Este experimento escenográfico, que logra su exitoso resultado gracias a una combinación de espacio, formas, luz y color, resultó completamente novedoso en el cine, gracias a la contribución de Storaro y Thevenet. Saura orquestó de manera brillante todos estos elementos para resolver las transiciones espacio-temporales in situ, recurriendo en escasas ocasiones a efectos de postproducción. Saura se ha mostrado en todo momento receptivo a los adelantos de las nuevas tecnologías, investigando sobre las nuevas posibilidades del soporte digital e integrando sus hallazgos al lenguaje cinematográfico.
Saura utilizó la obra de Goya en clave escenográfica, remitiéndose a la pincelada suelta de sus pinturas negras para establecer un cromatismo dramático en las secuencias oníricas, recreando al milímetro algunas composiciones a modo de tableau vivant, o ampliando sus bocetos como trampantojo y telón de fondo del decorado.
Esta teatralización puede apreciarse en la concepción de espacios cada vez más complejos y abstractos en sus películas. A Saura no le interesaba representar el Burdeos de Goya de forma realista, ya que el punto de vista era el de un pintor que empezaba a confundir el presente con el pasado, y la realidad con sus anhelos más profundos. Por ello, la ambientación de las calles de la ciudad francesa se resolvió en estudio, con enormes telones fotográficos que simulaban las fachadas. Una densa niebla fortalece el ilusionismo de las imágenes. De esta forma, se fue conformando un enorme decorado operístico que encerraba al protagonista, y donde la artificiosidad de la iluminación quedaba justificada desde el principio, al desaparecer los límites entre lo real, los sueños y los recuerdos.
Por último, se analizará la participación de la pintura como un elemento físico de la puesta en escena (el cuadro como objeto o como telón de fondo para el decorado), o la composición del encuadre cinematográfico a modo de cuadro pictórico –el efecto-cuadro de Costa-; es decir, como tableau vivant o cuadro viviente. Esta transposición, que suele crear una sensación de incongruencia en el espectador, ha sufrido una evolución estilística en el cine de Saura, desde la cita explícita y meramente esteticista en “Llanto por un bandido” (1964), en la que recrea la pintura negra ‘Duelo a garrotazos’ (Francisco de Goya), hasta su diegetización en la imagen fílmica de “Goya en Burdeos” (1999).
El primer cuadro-objeto que aparece en “Goya en Burdeos” está en la habitación del Goya joven –interpretado por José Coronado-, postrado a la cama durante la enfermedad que le dejaría sordo. Se trata de “La muerte y el galán”, atribuido al pintor manchego Pedro de Camprobín, con una clara función iconológica: explicitar el significado alegórico de la figura vestida de negro que ronda los pasos del Goya anciano, la muerte. Inducido por una alucinación, el protagonista ve cómo la mujer del cuadro se transfigura en Cayetana de Alba, y camina hacia él como un fantasma que solicita su compañía en el otro mundo. Saura apeló en esta secuencia al carácter efímero y transitorio del ser humano, nutriéndose de una tradición humanista que venía reflexionando sobre el paso del tiempo, desde las “Coplas por la muerte de su padre” (h. 1476), del poeta Jorge Manrique.
Esta obsesión de Saura por el tema de la muerte lo conecta íntimamente al pintor zaragozano, que satirizó su propia experiencia personal al borde la muerte con la realización de una serie de aguafuertes de influencia rembrandtiana y precursora del Romanticismo: los “Caprichos”. De inmediato, el pintor se desdobla en presente y pasado para presenciar estas obras representadas como amplias diapositivas semitransparentes en un museo imaginario. Más tarde, en mitad de una tormenta, el Goya anciano y su hija recorren las pinturas negras inacabadas en las paredes de la Quinta del Sordo. Entre los demás cuadros que habitan la película con una clara funcionalidad, destaca “La lechera de Burdeos” (Goya, 1827), presente en el dormitorio del pintor durante las conversaciones que mantiene con su hija, y que sirve para ubicar temporalmente la secuencia.
Pero quizá la presencia pictórica más notable es el lienzo-objeto “Las meninas” (Diego Velázquez, 1656), oculto en un almacén y que supone una revelación para el Goya joven, que después de toda una vida buscando una explicación a los misterios de la representación artística, encuentra todas las respuestas en el lienzo de Velázquez. Mientras reflexiona, el pintor se mueve en distintas direcciones para contemplarlo y deleitarse con su nobleza. Saura establece así un juego de composición y de reencuadre en la escena, con el protagonista retrocediendo de espaldas y enmarcado en múltiples espejos que distorsionan su reflejo, rebasando los límites de la ficción. Surge un diálogo entre la pantalla y el espectador, entre el espacio real y el reflejado en el espejo, como en “Las meninas”: en definitiva, la escena conecta con la consideración goyesca del arte como “espejo deformante de la vida”.
Carlos Saura ha recurrido en multitud de ocasiones a la fragmentación de cuadros célebres para su utilización como parte de la escenografía, influido por la pintura mural renacentista y por la utilización de telones pintados en el teatro barroco. También por el espíritu de Goya, que realizó grandes obras al óleo sobre los muros de la Quinta del Sordo y para la Ermita de San Antonio de la Florida, en Madrid.
El primer trampantojo de “Goya en Burdeos” se encuentra en la visita del protagonista en su etapa de juventud a la pradera de San Isidro, donde se festeja la romería del santo. La figuración, organizada en diferentes niveles en profundidad, queda enmarcada por el boceto que realizó para el tapiz decorativo “La pradera de San Isidro”, cerrando el fondo del decorado a modo de telón pintado, como en las escenografías teatrales del Renacimiento y de las óperas barrocas de los Galli da Bibiena. Al otro lado de un río Manzanares, se representa una escena costumbrista que reúne a todos los estamentos sociales: majos bailando e intentando mantener el equilibrio sobre los zancos, madrileños que meriendan sentados en el suelo, la aristocracia reunida en amena conversación, carrozas y tartanas que reportan un vaivén de gente vestida con los trajes regionales. Saura encuadra con la cámara estas escenas costumbristas, retrata a los personajes recortándolos sobre el paisaje pintado, e inmortalizándolos en la retina del espectador, que percibe unas imágenes próximas al cuadro viviente.
Esta misma fórmula se repite en el tramo final de la película, durante las famosas secuencias que recrean los “Desastres de la guerra”; una puesta en escena teatral orquestada por la compañía teatral La Fura dels Baus y enmarcada por fondos pictóricos ampliados, para los que Saura y Storaro recurrieron a fragmentos de los cielos románticos de Friedrich. La elección de este pintor contemporáneo a Goya es deliberada: el poder sublime de sus lienzos paisajísticos ayuda a fortalecer el pictoricismo de unas imágenes en movimiento que buscan un efecto inquietante.
Para que la combinación de estos trampantojos con la puesta en escena surtiera efecto, Saura y Storaro introdujeron efectos de lluvia y niebla. Estas partículas, además de contribuir a la atmósfera del conjunto, homogeneizan las distintas partes del decorado. El resultado es un espacio sublime, de belleza abrumadora, al servicio de un género de tintes trágicos: en el caso de “Goya en Burdeos”, se trata de los devastadores acontecimientos ligados a la sinrazón de la guerra, que traspasa los límites del tiempo y las fronteras geográficas, alcanzando un tono universal que puede ser interpretado en cualquier contexto sociocultural.
El biopic del pintor zaragozano comienza con un plano secuencia a modo de prólogo, acompañado por la música de Roque Baños y con los títulos de crédito sobreimpresionados en la imagen. La cámara se desliza por la arena de un granero descubriendo a un buey descuartizado: primero una cabeza desollada que recuerda, a modo de homenaje, a los burros de “Un perro andaluz”; los utensilios de la matanza y, finalmente, el cuerpo del animal, arrastrado por un torno hasta quedar colgado de una estructura de madera. La iluminación artificial, en tonos verdes y rojizos, y el poder evocador de la música, crean una imagen hipnótica cuyo origen no está del todo claro. La composición resultante es análoga a la de “El buey desollado” a modo de cuadro viviente, que el propio Saura ha reconocido como cita y que lleva al extremo de la significación: las vísceras del animal parecen derretirse como los pigmentos de un óleo, hasta fundirse con el rostro de un Goya anciano, postrado a la cama y recién despierto de una ensoñación. El recurso del tableau estaría legitimado debido a su naturaleza surrealista, una fórmula que se repetirá en las siguientes ensoñaciones y fantasías del protagonista en toda la película. Sin embargo, el investigador Agustín Sánchez Vidal prefiere reforzar el vínculo de esta escena con las pesadillas que Buñuel sufría periódicamente, y que otorgarían al plano-secuencia un fuerte valor simbólico a modo de preludio, anticipando la praxis de la historia: la rememoración de los fantasmas del pasado por parte de un pintor al borde de la muerte. Esta apertura cumple sobradamente su función sintética, y se consuma de forma cíclica al final de la película, tras el fallecimiento de Goya en la cama, rescatado por la sombra de la Muerte/Duquesa de Alba en un bellísimo fundido, y volviendo a su pueblo natal en una noche fría y nevada, para asistir al instante de su nacimiento.
El resto de la película, como ya se ha comentado en otros epígrafes, se desarrolla entre el naturalismo y el artificio teatral, vinculados a los días del Goya anciano en Burdeos y a la confusión que padece, mezclando el presente con el pasado, la realidad con la ensoñación. Para resolver esta problemática, Saura experimentó con las innovaciones del soporte digital. Estas técnicas ayudaron a Saura a fortalecer el carácter ilusionista de la cita pictórica, reformulando el carácter expresivo y metafórico de las obras de Goya.
Por ello, y pese a las críticas vertidas sobre la película, debe reconocerse la coherencia formal en relación con el relato, justificando, dentro de su inherente efectismo, la introducción de los cuadros vivientes. Uno de los más significativos es la representación de la pintura mural que Goya realizó para la cúpula de la ermita de San Antonio de la Florida: el santo resucitó al hombre presuntamente asesinado por su padre, para que se pronunciara ante el juez y lo declarase inocente del crimen. La secuencia comienza con el Goya joven leyendo en voz alta el milagro de San Antonio de Padua, buscando el motivo de inspiración para la decoración de la iglesia. Gracias a un paso de luces, se distingue al otro lado de la pared la reconstrucción de la escena por parte de Saura. Sin embargo, el diseño de iluminación es tenebrista, alejado de los tonos verdes y arenosos del original que Goya acabaría pintando.
Los tableaux vivants más significativos para evaluar el estado de la evolución sauriana son los que representan los fusilamientos del tres de mayo. El cineasta construyó una puesta en escena teatral, justificada por su naturaleza onírica en la estructura de la película: son imágenes provenientes de la imaginación de Goya, del que ignoramos si presenció los acontecimientos de la invasión napoleónica y la revolución del pueblo madrileño en mayo de 1812. Saura escogió diecisiete grabados de “Los desastres de la guerra” de Goya, y estableció una línea argumental con ellos, que se inicia con la captura de los rebeldes, prosigue con su fusilamiento y masacre, y acaba con un recorrido descriptivo de las fosas comunes. Junto a la compañía teatral La Fura dels Baus, Saura ideó un itinerario escenoplástico, casi operístico, con la reconstrucción de los grabados como si fueran pasajes de un retablo. La tragedia, ensalzada por la música, vuelve a imponerse en una puesta en escena sublime.
Saura se introdujo con la cámara en el interior de estos cuadros vivientes, alrededor de los personajes y desde diversas perspectivas, fragmentando las escenas y componiendo su propia versión de “Los desastres”:
El cine aquí descompone el momento esencial desplegándolo en momentos cualesquiera. Este intento de escudriñar en los cuadros, con planos de detalle y entrando en su interior, deja de lado precisamente lo esencial de esas obras: sus valores plásticos. Esto es algo irreductible a la imagen fotográfica o cinematográfica. La cita pictórica se agota en la referencia iconográfica, que puede incluir la luz y el color, pero nunca reproducir la técnica pictórica. (…) Está el tema pero no la pincelada, está la figuración pero no la pintura. (Ortiz y Piqueras, 2004, p. 200)
El director de fotografía Vittorio Storaro, sirviéndose del dramatismo cromático de “Los fusilamientos del 3 de mayo”, y de los ya mencionados dioramas con los cielos ampliados de Turner y Friedrich, ideó un contrapunto de iluminación artificial para enfatizar la teatralidad. El movimiento ralentizado de los personajes fusilados en confrontación con la frenética marcha de los napoleónicos, y el énfasis de la música, otorgan la sensación de tiempo suspendido, invitando a la contemplación.
Como se ha analizado anteriormente, la experimentación del cineasta Carlos Saura con las interacciones entre cine y pintura ha sufrido una notable evolución, desde la cita explícita a una profunda indagación sobre el significado oculto en varios cuadros que le han atraído durante años. Pero lo más reseñable es su continuo esfuerzo por estilizar su puesta en escena, incorporando los avances tecnológicos del cinematógrafo: primero, gracias a la sensibilidad del celuloide, que le permitió iluminar con luz natural los interiores de sus películas durante el tardofranquismo, desde “La madriguera” (1969) a “Cría cuervos” (1976), concibiendo atmósferas suaves y delicadas, donde la luz precisa espacios y volúmenes, armonizando el cromatismo del conjunto como en los cuadros de Velázquez o Vermeer. Su experiencia como fotógrafo le ha facilitado un amplio conocimiento sobre la exposición del soporte fotoquímico y de las lentes cinematográficas, obteniendo resultados meritorios en los claroscuros tenebristas de “El dorado” (1989), cuyas estancias nocturnas se iluminaron únicamente con velas de cera; una experimentación estético- tecnológica para la que, junto al operador Teo Escamilla, recurrió a objetivos más luminosos y a un tipo de celuloide más sensible, con una gama de mayor latitud.
La filmografía de Carlos Saura también muestra una notable evolución en la interpretación del tableau vivant. Desde sus primeras películas, el realizador oscense ha investigado el modo de diegetizar la cita pictórica para que pasara inadvertida en el espectador, que sólo debía interpretarla en el conjunto de la película y, preferentemente, a posteriori. Al principio de su carrera, buscando en el relato una excusa para justificar su presencia, y más adelante, incorporándola a la propia fisicidad del cine.
En el caso de la película analizada, se podría considerar a “Goya en Burdeos” como una reflexión sauriana sobre la “imagen-tiempo” planteada por Gilles Deleuze. En contra de varios analistas, que fundamentan que sólo a través del montaje el cineasta puede escapar del relato en presente para representar capítulos del pasado, Saura compone un juego de artificios plásticos para dinamitar la narración convencional. Quizá obsesionado por la incapacidad de la fotografía para ampliar los tiempos y los espacios, embalsamando la imagen capturada y convirtiéndola en pasado de manera instantánea, el cineasta ideó un mecanismo -las pantallas semitransparentes- para organizar los hechos, logrando que dos acciones separadas entre sí por varios años pudieran dialogar a la vez en un mismo espacio.
La escenoplástica sauriana adquiere así unas connotaciones que van más allá de una intención figurativa. Su praxis encierra un apasionante discurso filosófico y semiótico sobre la construcción de la imagen, que experimentó desde “El jardín de las delicias” (1970). Aunque intentara justificar estos juegos lingüísticos narrativamente, con la inclusión de un personaje que reflexiona sobre el paso del tiempo, o que confunde el presente con el pasado, acabaron convirtiéndose en un elemento más de su universo creativo. Sin embargo, y a diferencia de otros cineastas que han experimentado con la “imagen-tiempo”, como el francés Alain Resnais (1922-2014), Saura explotó junto a Vittorio Storaro todas las posibilidades expresivas del cine, sintetizando las artes espaciales y temporales en un vehículo de investigación sobre la representación de la realidad y la naturaleza del ser humano. Esta es la verdadera finalidad de gran parte del discurso sauriano: la conciencia de la temporalidad y de la finitud del hombre a través de la memoria colectiva y, en última instancia, de la memoria individual. Saura, buen conocedor de la mitología griega, propuso en la película un laberinto físico con suelo ajedrezado, para conectar a Goya con los rincones de su subconsciente, y al espectador con los episodios biográficos del protagonista. Un itinerario en espiral que, en el epílogo de la película, encadena la muerte del pintor con su nacimiento, después de que la sombra oscura de la Duquesa de Alba se precipite sobre su cuerpo tendido en la cama, y lo engulla. Esta alegoría es una de las imágenes más bellas del film, un implacable memento mori representado por la sombra de su amor verdadero.
En definitiva, el tableau tiene un fuerte peso iconográfico sobre la película, en la que Saura investigó acerca de las pasiones desenfrenadas, las heridas que deja el amor y los traumas de las persecuciones políticas.
Pero su experimentación también se extendió a la concepción del espacio arquitectónico de la película, recogiendo los hallazgos de varios escenógrafos teatrales del siglo XX, como Rudolph Appia y Gordon Craig. Saura estructuró y organizó el espacio dentro del encuadre gracias a la iluminación, jugando con la opacidad de los forillos, que en muchas ocasiones muestran obras pictóricas ampliadas. El espacio de representación que le prestó mayor libertad para experimentar los límites entre el naturalismo y el artificio teatral es el diorama. Ya sea en el interior de un plató cinematográfico, adaptando las instalaciones de un edificio real, o interviniendo en una localización natural al aire libre, Saura lo convirtió en un escenario calderoniano que le permitió fabular entre el plano de la ficción y la ensoñación, recurriendo a la hibridación y a la totalización de todas las disciplinas artísticas para lograr la síntesis sublimadora en el cine.
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1 Universidad Rey Juan Carlos, España. Email: juanfrancisco.viruega@taiarts.com