Introducción
Después de décadas de infructuosas reformas educativas, una lección bien aprendida es que los docentes y su formación deben ser una prioridad en esa agenda (Darling-Hammond, 2012). El conocido informe McKinsey de 2007 puso en blanco y negro esta verdad evidente: la calidad de un sistema educativo no puede ser mayor que la calidad de sus docentes (McKinsey, 2007). Y, tal como se podría esperar, el tema ha sido una preocupación grande tanto desde el punto de vista de los análisis teóricos como desde los intentos de reforma de la formación docente, que se suceden y multiplican desde hace por lo menos cinco décadas (Marcelo & Vaillant, 2015; Marcelo, 2011). Los primeros intentos tuvieron que ver con más: más tiempo de formación, más contenidos, más peso de las didácticas específicas, más práctica desde el inicio, más contacto con las escuelas.
Pero aún hoy no hay total acuerdo sobre lo que debe hacerse y hay, sobre todo, mucha dificultad para llevar a cabo cambios profundos (Aguerrondo, 2020). Un análisis de las estrategias más usuales da cuenta del problema: no se trata de más de nada de lo que se ofrece generalmente; se trata, en todo caso, de poner en marcha todas las estrategias posibles de manera simultánea, ya que el reto es superar la definición de la docencia como un oficio, que se corresponde con una identidad pre-profesional (Hargreaves, 1999), y realizar una oferta de formación profesional que proponga un cambio en la identidad del educador.
Una pregunta esencial es, entonces, cómo “profesionalizar” la docencia (Vaillant, 2009; Terigi, 2009; Oliveira, 2009), no solo mejorando las condiciones de trabajo, ascenso y reconocimiento, y/o estableciendo requerimientos mayores para su ejercicio, sino proponiendo una formación inicial que brinde herramientas para superar un ejercicio consuetudinario de la profesión.
Diferentes autores señalan que el desempeño docente surge de una combinación compleja, y situada en un contexto, de conocimientos teóricos y prácticos, actitudes, valores, etcétera (Muñoz et al., 2017; Perrenoud, 2007). Un concepto que reúne esta combinación compleja es el de capacidades, competencias o aptitudes, aunque coexisten concepciones diferentes entre ellos y se utilizan polisémicamente, generando no pocas confusiones (Escrich et al., 2015; Pavié, 2011)1.
Docencia y aprendizaje profesional
En los últimos años el aprendizaje profesional ha sido reconocido como la característica clave de la educación de los profesores y, cada vez más, como un esfuerzo a lo largo de toda su carrera (Scottish Government, 2011). La concepción lineal tradicional del aprendizaje profesional, en la que se entregan “cursos” Continuos de Formación Profesional, o CFP, a través de sesiones aisladas dadas por expertos, ahora se considera demasiado simplista (Fleet & Patterson, 2001; Vezub et al., 2020) y “contradice todo lo que sabemos acerca de las formas en que las personas tienen más probabilidades de aprender” (Armour & Duncombe, 2004, p. 204). Los enfoques contemporáneos hacia el aprendizaje profesional han demostrado que este es un fenómeno mucho más complejo y dinámico, en el cual se implica una amplia gama de actividades relacionadas con el aumento de las bases de conocimientos, con habilidades y con las actitudes de los docentes (Sheridan et al., 2009).
Si bien han existido esfuerzos que se focalizaron en las dimensiones curriculares, académicas, organizacionales y de funciones del docente, no se ha problematizado la identidad docente. Para dar un ejemplo, las representaciones docentes del maestro como sacerdote, que corresponde a la etapa fundacional de los sistemas escolares, no es una mera idea abstracta sino, por el contrario, estos discursos todavía impregnan las prácticas de los profesores, así como las representaciones de cómo gran parte de la sociedad percibe a los maestros (Hargreaves, 1999).
La hipótesis inicial es que mientras no se cuestionen profundamente los supuestos fundamentales que posibilitan la identidad docente no será posible formar maestros autónomos, críticos del sentido común en el que se hallan inmersos (Friedrich, 2014), y productores de conocimiento. En síntesis, la evidencia plantea que no basta con mejorar la calidad de la formación docente inicial sino que, para que sea posible construir una nueva identidad docente, resulta necesario problematizar los supuestos actuales desde donde se formula su formación (Aguerrondo, 2016).
La configuración de una nueva identidad docente está ligada a tres ejes que actúan como estructura de soporte de una nueva subjetividad docente. A saber: i. Un docente profesional es un productor de conocimiento, no un mero transmisor; ii. Un docente profesional es un profesional del aprendizaje, no de la enseñanza, y esto se constituye a través del ejercicio reflexivo de las competencias de la profesionalidad2; iii. Un docente profesional comparte una nueva epistemología como marco ontológico, que requiere superar una restricción histórica de la pedagogía, que nació como saber no científico3.
Con relación al primer eje, el docente tradicional es interpretado como un transmisor de la cultura hacia sus estudiantes. Esta posición de mero transmisor lo define desde una perspectiva instrumental. El transmisor es un conductor, en este caso de cultura. Puede resultar un excelente conductor, pero su tarea en cuanto al conocimiento es pasiva, lo que pone una barrera importante para el cambio identitario que supone la profesionalización. Su desempeño se reduce a un saber técnico y prescriptivo, poco creativo y flexible, y propenso a reducir a los alumnos a objetos de intervención.
El segundo eje se refiere a la internalización de la diferencia entre un saber/actuar de un oficio y el saber/ actuar de una actividad profesional. La postura tradicional define la docencia como una subprofesión que se vincula con la posesión de un talento “natural” y para cuyo ejercicio vale fundamentalmente el saber de experiencia. La jerarquización de la identidad docente pasa por el desarrollo de una identidad docente basada en capacidades complejas, profesionales, que no desprecian la experiencia pero que suponen un conocimiento teórico que permite tomar decisiones personales informadas, adecuadas a cada situación.
Finalmente, el tercer eje se refiere a comprender el marco de la nueva epistemología que redefine muchas de las bases clásicas de la ciencia. Para esta postura, el conocimiento se construye a través de un conjunto de condiciones de posibilidad que superan la lógica de la causalidad lineal y apuesta a una epistemología del pensamiento sistémico (Morin, 1999). Como señalan Vaillant y Marcelo:
Los profesores principiantes necesitan poseer un conjunto de ideas y habilidades críticas así como la capacidad de reflexionar, evaluar y aprender sobre su enseñanza de tal forma que mejoren continuamente como docentes. Ello es posible si el conocimiento esencial para los profesores principiantes se pudiera organizar, representar y comunicar de forma que les permita a los alumnos una comprensión más profunda del contenido que aprenden (Vaillant & Marcelo, 2007, p. 71).
Desde esta perspectiva el conocimiento puede concebirse como multidimensional y situado, y el aprendizaje profesional como desarrollo consciente de capacidades.
La construcción del capital profesional del docente
La necesidad del cambio de los docentes a partir de la profesionalización ha sido planteado desde hace por lo menos dos décadas por el grupo del OISE de la Universidad de Toronto. En 1996, Hargreaves presentó su ponencia “Cuatro edades del profesionalismo y del aprendizaje profesional” que inició esta reflexión con la distinción de cuatro estadios en la profesionalización docente (Hargreaves, 1999), de los cuales el primero es el estadio pre-profesional, que este autor sintetiza planteando que los modelos tradicionales de enseñanza permitieron que el maestro que trabajaba con grandes grupos, con alumnos poco motivados y con escasos recursos, pudiera cumplir con los cuatro requisitos indispensables de la enseñanza: que el alumno atendiera, que se asegurara la cobertura del contenido, que la actividad inspirara motivación y que el resultado fuera lograr un dominio determinado de la materia. Otra característica de este primer período pre-profesional es que los maestros no se guían tanto por las necesidades individuales de los estudiantes, sino que tratan a la clase como un conjunto, sin tener en cuenta las individualidades. Es un modelo de maestro transmisor, que controla muy de cerca el progreso de los alumnos ubicados entre los avanzados (aunque no sean los más avanzados) de la clase y utiliza este progreso como guía para “orientar” de la lección que impartirá a la clase en conjunto (Hargreaves, 1999).
Hargreaves completa el cuadro aclarando cómo se aprende el “oficio de enseñar”, en la etapa pre-profesional. Señala que, en un contexto de certeza pedagógica, el aprendizaje del trabajo del maestro se realiza colocándose en un principio, en calidad de aprendiz, bajo la tutela de una persona con más habilidades y destrezas. Estos aprendizajes se agregan al que el principiante ya ha alcanzado a través de horas invertidas en observar a sus propios profesores en las escuelas donde ha pasado como alumno. El paso final es un período de práctica cumplida junto a un profesor cooperador, tal como llegaron a llamarse posteriormente cuando fueron parte de un programa más amplio de capacitación docente (Hargreaves, 1999).
Es interesante notar también que, según este autor, este estadio pre-profesional es el que predomina en el tiempo, en las representaciones sociales y, en general, en la cultura del sistema escolar, ya que señala que estas imágenes pre-profesionales de la enseñanza y del desarrollo docente no son simplemente curiosidades históricas. Son las imágenes que persisten todavía entre muchos docentes, pero son también bastante comunes en la percepción pública que se tiene de la docencia, particularmente entre la población de más edad cuyas propias experiencias escolares tuvieron lugar durante esta edad de pre-profesionalización y, por lo tanto, sus ideas acerca de la docencia tienen como referencia sus experiencias de esa época (Hargraeves, 1999).
Avanzando en este tema, en 2012 Hargreaves y Fullan presentaron la idea del capital profesional del docente. Los autores entienden que este es un concepto fundamental porque, por un lado, define una nueva dimensión, pero, sobre todo, porque apela a los elementos críticos necesarios para lograr adecuada calidad y rendimiento en cualquier profesión, incluyendo la enseñanza, “El capital profesional está compuesto por tres tipos de capital: humano, social y decisional” (Hargreaves & Fullan, 2012, p. 1). El capital humano es el talento, que es una condición individual, pero que para crecer requiere circular y ser compartido, ya que cuando se trata de talento (capital humano), “los grupos, los equipos y las comunidades son mucho más poderosos que los individuos” (p. 3). Por lo tanto, el capital humano debe complementarse y también organizarse en términos de lo que los autores llaman el capital social, porque, cuando la interacción entre los profesores y entre los profesores y la conducción de la escuela tiene como punto focal el aprendizaje de los alumnos, se genera una gran diferencia, medible, en el logro de los alumnos y en la mejora sostenida.
Pero hay algo más, señalan los autores: el capital profesional agrega un tercer elemento esencial. Se argumenta que el capital profesional es la suma de capital humano, más capital social, más capital “decisional”, ya que el saber profesional se juega básicamente en la capacidad de tomar decisiones. Un profesional es alguien que toma decisiones para resolver problemas en su área de conocimiento. Y la madurez de un profesional junta los conocimientos aprendidos más la experiencia de haber decidido, y del resultado de estas decisiones. Por esto, un buen profesional llega a tener competencia, juicio, perspicacia, inspiración y capacidad de improvisación mientras se esfuerzan por lograr un desempeño excepcional. Y este saber profesional no se logra solo con el trabajo individual. Se requiere un trabajo en equipo que permita lograr juicios y decisiones con responsabilidad colectiva, apertura a la retroalimentación y voluntad de transparencia (Hargreaves & Fullan, 2012).
La importancia de pensar que la profesionalidad de la docencia supone estos tres tipos de capital hace referencia tanto al desarrollo de la profesión docente como al desarrollo de la sociedad, que es la que tiene que ofrecer un entorno donde los docentes aprenden y progresan más. Tendrán escaso capital profesional si no hay condiciones adecuadas para mejorar su práctica y no disponen de orientadores, mentores y el tiempo para reflexionar sobre esa práctica4.
El contenido del capital profesional docente
Se han desarrollado hasta acá los dos primeros ejes que configuran una nueva identidad docente, a saber: por un lado, es una identidad basada no en la trasmisión de la cultura, sino en su co-creación, como productor de conocimiento. Junto con esto, adicionalmente, es un profesional del aprendizaje, y para eso se constituye a través del ejercicio reflexivo de la competencia decisional. Para ambas cosas el docente cuenta con talento individual, que se transforma en capital social y que –con el hacer permanente del ejercicio de la docencia– se completa con la capacidad de tomar las decisiones adecuadas a la situación.
El tercer eje, el que se refiere al tipo de saber que se requiere para esta profesionalización, ha sido mucho menos explorado. La hipótesis es que el pasaje de la formación docente a la educación superior5 significó introducirlos a nuevos contenidos científicos (época de las Ciencias de la Educación), pero sin tener en cuenta la necesidad de superar un rasgo que caracteriza a la pedagogía, cuyo origen no está en la reflexión filosófica sino en la moral y el método (Aguerrondo, 2010)6.
A diferencia de los saberes profesionales que, desde el punto de vista epistemológico derivan del razonamiento filosófico, la pedagogía –y en especial la didáctica– proviene de la ética y la moral. Esto quiere decir que el rol docente clásico, el que ha construido la identidad original docente, se apoya en un conocimiento que, además de prescriptivo, es deductivo y no inductivo, como es la característica de saber de base de las profesiones. De ahí la gran dificultad de la docencia para diagnosticar los problemas de la realidad y para operar sobre ella con decisiones autónomas (Maldonado, 2015).
El desarrollo del conocimiento científico moderno, cuyo inicio se retrotrae hasta el siglo xvi, adquiere relevancia en el siglo xix, implicando una nueva cosmovisión que, superando el ordenamiento teológico, instituyó la racionalidad de la ciencia en el centro de su cosmovisión. Es también durante ese siglo cuando se desarrollaron los sistemas escolares. Esa primera escuela estuvo destinada a la enseñanza de los saberes instrumentales de la lectoescritura y el cálculo, pero también a dar las primeras nociones de las novedosas ciencias que reemplazaban los conocimientos de la escolástica. La novedad de esta reorganización del saber científico tuvo fuertes consecuencias. Una muy importante fue que se separaran definitivamente las disciplinas ‘científicas’ de la filosofía. A los efectos de poder ser estudiado, el mundo de la realidad se dividió en parcelas y cada una de ellas adquirió identidad propia, para lo cual debió no solo separarse de las demás, sino también marcar sus límites.
Durante la Edad Media, los conocimientos se agrupaban en el Trivium y el Quadrivium7. A partir del siglo xix, su reorganización dio origen a las diferentes disciplinas, cada una con su propio objeto de estudio. Surgieron así, desprendidas de la ‘filosofía natural’, la física, la química, la biología, y desde la reflexión de la filosofía social, las doctrinas económicas (Adam Smith), la teoría política (Montesquieu, Rousseau), la sociología (Comte, Durkheim), la psicología, pero el campo de la enseñanza no fue objeto de esta reflexión, al menos con estas características8.
Vamos ahora al saber pedagógico: este pre-existió a los sistemas escolares, se generó en la edad media, en el medio de la escolástica y su representante original, Amos Comenio, era un ministro evangélico. Comenio, considerado el padre de la pedagogía gracias a su obra Didáctica Magna publicada en 1640, pertenecía a un mundo que reconocía tres órdenes de saberes: la tradición, la filosofía y la teología, siendo este último el que aseguraba la verdad inobjetable (LeGoff, 1983). Comenio plantea en su obra los principios clásicos reconocidos como válidos hasta el día de hoy, tales como que la didáctica es una técnica y un arte, que se debe ir de lo más fácil a lo más difícil, proceder despacio con todo, no obligar al entendimiento a algo que no le convenga y siempre se trabaja con un mismo método. Por lo tanto, la práctica educativa arrastra desde su origen características que la diferencian del resto de las actividades hoy llamadas profesionales. La identidad docente original tiene que ver con las formas históricas de educación, que estaban emparentadas con la religión y la tradición y que tenían dos características comunes, enseñaban religión y mantenían las tradiciones de los pueblos9.
Completando la idea, el avance de la ciencia planteó una ruptura entre conocimiento (asentado en modos de pensar deductivos basados en el experimento) y religión (basada en creencias deducidas de saberes no comprobables). Es quizás debido a esto que los sistemas escolares, en muchos casos hasta el presente, han operado y operan con un modo de conocimiento poco científico. Dentro de los sistemas escolares ha regido por mucho tiempo la lógica del magister dixit, no la lógica de la duda, propia del conocimiento científico, capaz de dialogar y cuestionar. En la escuela la palabra del maestro es “verdad de fe”, inapelable. De ahí que la identidad original de la docencia remita a esto mismo, ya que es común oír hablar de la escuela como ‘templo del saber’ o de la ‘vocación’ del docente. El proceso de secularización que presidió, que acompañó la conformación de los sistemas educativos, entendió que la escuela conllevaba un carácter y una dignidad moral casi sagrados y puso, por lo tanto, la nueva ciencia positiva en el pedestal de un dios (Dubet, 2010). El Estado, a través de la escuela, debía construir esa nueva subjetividad, propia del ciudadano de la república moderna. La tarea del maestro era el resultado de una “vocación”, su tarea se asimila a un “sacerdocio” o “apostolado” y la escuela es “el templo del saber” (Dubet, 2010).
Si bien Dubet apoya su reflexión en la realidad francesa, un proceso similar alcanza a otros espacios geográficos donde se desarrolló el modelo occidental de sistema escolar a imagen y semejanza de los desarrollos europeos. Un texto de Tedesco y Tenti es pertinente como ilustración cuando describen que, en cierto momento del desarrollo de la escolaridad,
La enseñanza, más que una profesión, es una “misión” a la que uno se entrega, lo cual supone una gratuidad proclamada que no se condice con lo que la sociedad espera de una profesión, entendida como actividad de la cual se vive, es decir, de la que se obtiene un ingreso y una serie de ventajas instrumentales (salario, prestigio, etc.). De todos modos, desde el origen, existió una tensión entre estos componentes pre-racionales del oficio de enseñar y la exigencia de una serie de conocimientos racionales (pedagogía, psicología infantil, didáctica, etcétera) que el maestro debería aprender y utilizar en su trabajo (Tedesco & Tenti, 2002, p. 4).
Volviendo a las etapas del desarrollo profesional propuestas por Hargreaves, la primera identidad del docente se conforma a partir de un discurso normativo, sustentado en categorías provenientes de la ética y de la religión. No se basa en el disciplinamiento mental riguroso, sino que se orienta más bien a la práctica, pero no desde la toma de decisiones personales, sino desde el método, cuando no desde la receta. La formación docente inicial no enseña-a-hacer desde la práctica, sino desde el discurso del método. Así, se aprende el discurso de la innovación sentado en un pupitre, actuando una didáctica clásica, tradicional. Se genera una disrupción entre discurso y práctica: la reflexión sistemática de la práctica no induce a nuevo conocimiento y, por tanto, el conocimiento pierde incidencia sobre ella, que se sustenta más bien en un saber asistemático y no consciente adecuado a la gramática escolar tradicional (Tyack & Cuban, 2001).
Sobre el tema, dice Morin que la condición sinequa-non de la reforma de la enseñanza es la reforma del pensamiento, ya que la reformulación de la enseñanza debe fundarse en la reformulación de los patrones de formación. Y agrega, enfatizando su argumento, que los docentes suelen ser producto de la vieja racionalidad simplificadora que concebía la realidad como un rompecabezas, disociada; que enfoca los problemas de manera aislada, unidimensional (Morin, 1999).
De esta forma, Morin introduce una cuestión que hoy es fundamental para pensar la profesionalización docente, en el marco del siglo xxi, o sea en el marco de la globalización y de la sociedad del conocimiento. Como base de la identidad del futuro profesional del aprendizaje, hoy se impone la necesidad del pensamiento sistémico surgido del desarrollo de las ciencias de la complejidad.
El modelo AIE-UCA de profesionalización de la docencia
Las reflexiones presentadas sustentan una propuesta de formación docente inicial que se lleva a cabo en el Departamento de Educación de la Pontificia Universidad Católica Argentina que, desde 2012, está desarrollando una innovación bajo un modelo pedagógico denominado Aprendizaje Inclusivo y Efectivo (AIE). El proceso ha tenido dos etapas: las actividades preparatorias entre 2012-2016 y el inicio en 2017 de la primera cohorte de alumnos que egresó en 2020, siendo estos los primeros cuatro años de implementación10. Las páginas anteriores delinean algunos de los fundamentos de este modelo, que responde a la necesidad de encontrar modos alternativos de formar docentes, educadores y especialistas de la enseñanza con una impronta netamente profesional.
En el Modelo AIE la redefinición de la identidad profesional docente es consecuencia de una concepción actualizada del conocimiento, que se define como multidimensional. Pensar el aprendizaje en términos de capacidades/aptitudes recupera la complejidad del conocimiento construido situadamente (Díaz, 2003), merced a la apropiación intrasubjetiva de la experiencia (Baquero, 2002). El aprendizaje comprende el desarrollo de una capacidad de hacer algo, para una situación específica, desde determinada posición ética, y que puede expresarse simbólicamente (saber hacer, saber ser y saber). El contexto y las relaciones intersubjetivas están imbricados en el aprendizaje y son reconstruidos y apropiados por el aprendiz. El aprendizaje, en cuanto desarrollo de capacidades, se transfiere a situaciones semejantes como, en este caso, el campo profesional. Esto implica repensar la enseñanza como la estructuración multidimensional de experiencias profesionales de aprendizaje en las cuales el aprendiz asume un rol protagónico y consciente del proceso. Como consecuencia, la metacognición deviene esencial para el desarrollo consciente y creativo de las capacidades y para la mayor posibilidad de transferencia.
Una innovación disruptiva en acción
Muchas innovaciones en el campo de la formación docente inicial no obtienen los resultados esperados. La causa principal es que no llegan a cuestionar esta formación en profundidad, porque modifican solo aspectos marginales, los bordes (Hopkins & Stern, 1996). Son meras mejoras de la propuesta clásica que no llegan a ser innovaciones (Aguerrondo, 1993) porque no reelaboran la definición tradicional del triángulo didáctico (TD)11 sobre la que apoyan las propuestas formativas. El TD clásico organiza un modelo institucional, una gramática escolar (Tyack & Cuban, 2001) que hace difícil cualquier desviación de la concepción ya formada de “lo que es la escuela” y de lo que es “el maestro”. Existe innovación solo cuando hay una redefinición estructural del triángulo didáctico, o sea que cada uno de sus tres elementos se reconciben dentro de un marco conceptual alternativo. En términos simples, mirando cada uno de sus vértices, se puede decir que el conocimiento deja de ser entendido como “simple”12 para redefinirse dentro del modelo de las ciencias de la complejidad; el alumno deja de considerarse como pasivo para ser activo (constructivismo); y la función del profesor deja de entenderse como transmisión para ser facilitador de experiencias de aprendizaje. Estas redefiniciones son imposibles de ser implementadas sin un cambio de los aspectos organizativos (Aguerrondo, 2008).
En el caso de la experiencia AIE-UCA, la reconceptualización del triángulo didáctico se expresa en los siguientes aspectos:
Se forman ciudadanos del mundo, para la aldea global. Vivimos en una aldea global que requiere docentes globales que eduquen para un mundo poliédrico y multicultural. El AIE enfatiza la formación de ciudadanos globales, abriéndose al campo cultural y a la globalización, con una ética solidaria que se responsabiliza por la construcción de la polis y el orbe desde un humanismo solidario.
Es una propuesta de formación docente
Inicial. La mirada y los esfuerzos se focalizan en una buena formación inicial. El fin en la mente es lograr que los estudiantes (futuros docentes) hagan experiencia de “aprender a aprender”. No se busca que egrese un “profesional experto”, sino uno “novato”, sólidamente formado, que “merezca su primer día de clase” (Alverno College) y continúe aprendiendo a través de su desempeño profesional permanente y de la formación docente continua (Vezub et al., 2019).
La herramienta de la mejora permanente es la evaluación orientativa. La capacidad de aprender-a-aprender se apoya en la reflexión y en la autoevaluación para la mejora permanente. Favorecer el aprendizaje permanente en la formación docente requiere de habilidades que se vuelvan parte del habitus profesional: metacognición, autoevaluación, retroalimentación. Esas habilidades, previstas estructuralmente y para cada unidad curricular, se promueven desde diferentes y complementarios espacios.
Conocimiento y acción forman parte de un mismo proceso. El conocimiento es inseparable de su aplicación/acción. Las aptitudes son combinaciones complejas de conocimientos, actitudes y procedimientos que tienden a lograr una formación integral que una “manos, cabeza y corazón” (Papa Francisco, 2019); saber-saber hacer-saber ser. Contrariamente a la formación enciclopedista, que valora fundamentalmente la razón o la memoria, se promueve el desarrollo de una experiencia formativa que sea praxis e involucre a la totalidad de la persona (acción reflexionada y saber/conocimiento en acción).
Saber incluir supone haber pasado por la experiencia de inclusión. Incluir no es dar a todos lo mismo, sino a cada uno lo que necesita, en el marco de procesos individuales y grupales de aprendizaje que nos constituyen parte de una aldea global. Hacer experiencia de inclusión refiere a valorar al otro y lo otro como enriquecedor de mi vida y el desarrollo de mi profesión. Estar en grupos-clase socialmente heterogéneos, integrados por estudiantes que provienen de diferentes instituciones y sectores sociales y culturales es una experiencia necesaria.
La tecnología es una competencia transversal. El mundo contemporáneo requiere profesionales de la docencia que integren las tecnologías de la información y la comunicación como parte de su desempeño (de cómo pensar el aprendizaje) y no como un agregado esporádico o marginal. La tecnología no es un elemento yuxtapuesto, sino una oportunidad para el desarrollo del pensamiento computacional que signa nuestra época. Se busca que los docentes configuren su identidad con este aspecto central como característica distintiva de su desempeño.
Conclusiones
¿Cómo formar la identidad profesional del docente?
En el campo de la formación docente inicial se han sucedido muchos intentos de reforma, sin resultados contundentes, ya que no se están encontrando modelos de formación que superen lo que Hargreaves denomina formación pre-profesional. En este escrito se ha presentado una hipótesis que sostiene, por un lado, la necesidad de desarrollar capital decisional, es decir, la capacidad de tomar decisiones autónomas apoyadas en los conocimientos científicos en los que se basa el campo profesional correspondiente. Para el logro de este objetivo, tiene particular importancia el tipo de saber que es la pedagogía, cuya tradición epistemológica deriva de la moral y de la ética lo que implica que, además de prescriptivo, es deductivo y no inductivo como es la característica de saber de base de las profesiones.
Abrimos entonces un campo interesante para reflexionar sobre cómo desarrollar la identidad profesional que corresponde para garantizar la enseñanza de calidad, y cuáles condiciones político-institucionales generan el espacio para que eso sea posible, sabiendo que el modelo a construir puede inspirarse en otras experiencias, pero que siempre tendrá que estar situado y contextualizado. Se espera que el Modelo AIE-UCA ayude a acercar la respuesta.