Para entender el significado de la metáfora que hemos utilizado en el título de este trabajo, la muralla invisible, debemos iniciar la lectura de este artículo asumiendo una cruda realidad: entre la investigación educativa y los docentes existe una abrumadora distancia.
Las siguientes palabras, indicadas por un profesor español son una evidencia de ello: “Los investigadores basan sus estudios en teorías que construyen entre cuatro paredes y no mirando directamente la realidad de las aulas, lo que pasa realmente, dentro de nuestro diario vivir”. Esta cita, tan radical y al mismo tiempo tan sugerente forma parte de los resultados del estudio de Perines y Murillo (2017), realizado con un grupo de docentes de Primaria y Secundaria. A esta evidencia se unen los datos de otros estudios actuales, por ejemplo, en el trabajo de Alhumidi y Uba (2017), el 88% de los participantes indica que no leen investigación educativa, mientras que en el estudio de Anwaruddin y Pervin (2015) los docentes muestran un nulo compromiso con ella. Por su parte, Cain y Allan (2017) afirman que las investigaciones son “invisibles” para los profesionales de la educación, y que es poco probable que puedan beneficiarse de ella, por lo que es urgente que sus criterios de calidad sean repensados.
Los resultados de estos trabajos reafirman la “mala reputación” de la investigación educativa que indicaba Kaestle (1993), de una manera tan visionaria, hace más de veinte años. Mala reputación que no solo se mantiene, sino que parece haber empeorado, e incluso, acentuado la distancia entre la investigación y la docencia.
Si bien algunos autores han intentado explicitar las características de esta brecha (como son, Alhumidi y Uba, 2017; Anwaruddin y Pervin, 2015; Cain y Allan, 2017; Cordingley, Haberfellner, y Fenzl, 2017; 2017; Murillo, Perines y Lomba, 2017; Pendry y Husbands, 2000; Tavakoli y Howard, 2012; Vanderlinde y Van Braak, 2010; Wellington, 2015; Perines y Murillo, 2017a; Perines y Murillo, 2017b; Pring, 2017) lo cierto es que todavía queda un largo camino por recorrer con relación a este tema. Queda la sensación de que existen elementos no del todo dilucidados y explicitados, que están instalando un muro cada vez más profundo entre la investigación educativa y la práctica de los maestros y las maestras.
El objetivo de este artículo es precisamente explicar los factores que están propiciando que exista esta distancia. Organizaremos la información utilizando el término “muralla invisible”, para de esta forma simbolizar la presencia de una serie de obstáculos que son importantes de analizar, y sobre todo visibilizar, si es que se pretende mejorar dicha relación.
Visibilizando lo invisible
En la década de los 90 surgieron dos trabajos que marcaron un precedente en el análisis de este tópico. Nos referimos al artículo de Kaestle (1993), publicado en Estados Unidos, y ya mencionado en la introducción de este trabajo; y la conferencia de Hargreaves (1996), llevada a cabo en Reino Unido y cuya principal premisa fue que los docentes, al contrario de los médicos, no basan sus decisiones en la evidencia científica.
Los trabajos de estos dos autores, a pesar de surgir en dos partes del mundo tan alejadas, generaron sendas polémicas, debates, y más aún, despertaron en otros investigadores el interés por indagar en esta problemática. La mala imagen de la investigación se comenzó a traducir en una actitud de escepticismo hacia sus alcances por parte de los profesores. Según Kennedy (1997, p.4) este escepticismo surge de cuatro principios: a) la propia investigación no es suficientemente persuasiva; la calidad de los estudios educativos no ha sido lo suficientemente alta como para proporcionar resultados convincentes a los profesionales; b) la investigación no ha abordado las preguntas de los profesores ni ha reconocido adecuadamente sus limitaciones; c) las ideas de la investigación no han sido accesibles a los profesores, es decir, las conclusiones no se han expresado de manera comprensible para ellos; d) el propio sistema educativo es intrínsecamente inestable, demasiado susceptible a las modas, y por consiguiente, incapaz de participar en un cambio sistemático.
En distintas latitudes del mundo surgieron estudios que pusieron de manifiesto la preocupación por esta desconfianza, por ese desprestigio y por esa “mala reputación” que existía sobre la investigación educativa entre los profesores (por ejemplo, Berliner, 2002; Broekkamp y van Hout-Wolters, 2007; Cherney, Povey, Headb, Boreham y Ferguson, 2012; Hammersley, 2002; Hodkinson, 2004; Lavis, Robertson, Woodside, McLeod y Aberlson, 2003; Muñoz-Repiso, 2004, 2005; Sancho, 2010; Ward, Smith, Foy, House y Hamer, 2010).
En muchos de estos trabajos se ha puesto en tela de juicio si la investigación está o no, cumpliendo con sus objetivos: impactar en la educación, ayudarle a superar sus dificultades y que mejore sus procesos. Estos cuestionamientos han propiciado que se hable de la “crisis de la investigación educativa” (Biesta, 2007, 2010; Perines, 2016; Spiel y Strohmeier, 2012).
Las “murallas” descritas a continuación, están generando, y al parecer, fortaleciendo esta crisis, basada en: la investigación como un tipo de saber construido entre cuatro paredes y alejado de la realidad cotidiana de los y las docentes, temáticas que les son inútiles, la escasa formación en investigación del profesorado, los resultados poco concretos de los estudios y el lenguaje especializado en que es comunicada la investigación, (ver figura 1).
Fundamentamos cada una de las murallas, en los principales estudios empíricos que existen al respecto, y finalizamos con algunas interrogantes que pueden servir como punto de partida para dialogar y/o debatir en torno al tema.
Muralla 1: la investigación como un tipo de saber construido entre cuatro paredes y alejado de la realidad cotidiana de los docentes
La primera muralla a mencionar es la mala imagen que los profesores tienen de la investigación, a la que perciben como un tipo de conocimiento ajeno y descontextualizado de sus problemáticas. Para ellos, los estudios surgen dentro de las paredes de una oficina, por lo que no es más que un contenido teórico que no les llama la atención (Kutlay, 2013).
De acuerdo a autores como Gore y Gitlin (2004) o Shkedi (1998) existe una clara oposición entre los docentes y la investigación que es más profunda de lo que parece, destacando que los profesores esperan que la investigación educativa sea relevante y cercana a su trabajo y se sienten decepcionados cuando esto no sucede. Para ellos, las investigaciones pertenecen a un ámbito abstracto, poco concreto, distante de su realidad; lo que inevitablemente los aleja de su lectura (Gore y Gitlin, 2004; Latham, 1993; Simons, Kushner, Jones y James, 2003; Sinnema, Sewell y Milligan 2011).
Los resultados de algunos estudios (Alhumidi y Uba, 2017; Behrstock et al., 2009; Borg, 2009; Kutlay, 2013) apoyan esta percepción y agregan un elemento que la refuerza: los docentes se sienten sobrepasados por su jornada laboral, a veces muy extenuante y exigente, por lo que en su escaso tiempo libre no priorizan en consultar investigación. Un texto extenso y con abundante contenido teórico no es precisamente lo que ellos necesitan. Por ello, lo que esperan de la investigación es que esta les proporcione respuestas más precisas a sus problemáticas y no un cúmulo extenso de informaciones que les parece tedioso e incluso aburrido.
Particularmente, en el estudio de Behrstock et al. (2009) los participantes sostienen que prefieren leer textos más breves y centrados en temáticas particulares que surjan desde sus situaciones cotidianas. Advierten, además, que sus decisiones pedagógicas se basan en las experiencias vividas o según lo compartido con sus pares, por lo que otorgan una especial importancia a lo que aprenden directamente en su aula por sobre lo que reciben de otras personas, aunque estos sean investigadores con publicaciones de renombre (Boardman et al., 2005; Sinnema et al., 2011). Si los profesores observan que un estudio tiene como punto de partida la experiencia docente, les parece válida como fuente de información y no se muestran tan escépticos frente a ella. Por el contrario, si la información surge de un escenario hipotético o demasiado abstracto, la subestiman como una fuente poco confiable.
Precisamente para ejemplificar la forma en que los docentes validan los conocimientos que provienen de la investigación, en el estudio de Simons et al. (2003) se menciona el concepto de “generalización situada” (situated generalisation). Con este término, los autores explican que, para los profesores, la generalización de los resultados de una investigación no es algo tan simple. Para ellos, generalizar los hallazgos de una investigación, “aterrizarlos” e incluso aceptarlos en su realidad, depende en gran medida de la confianza colectiva e implícita que se construye entre ellos. En otras palabras, la validez de la información se basa en los acuerdos tácitos que estos establecen dentro de su cultura de trabajo. Por lo tanto, si un conjunto de saberes es aprobado a través del consenso, se convierte en un conocimiento válido para ellos como una fuente respetable. Pero sobre todo, confiable.
La “generalización situada” refuerza la idea ya mencionada por otros autores (por ejemplo, Bates, 2002; McIntyre, 2005), para referir que existen dos tipos de conocimiento que están en oposición. Por un lado, hay un conocimiento basado en la investigación, que generalmente está publicado en revistas científicas. Por otro, existe un conocimiento pedagógico que surge desde la experiencia vivida por los docentes. La tensión entre investigadores y profesores suele surgir desde la premisa de que los docentes piden nuevas soluciones a los problemas concretos, mientras que los investigadores buscan producir nuevos conocimientos (Bates, 2002).
Algunas de las interrogantes que pueden surgir a partir de esta muralla son, por ejemplo: ¿será que esta distancia se debe fundamentalmente a las distintas expectativas que tienen profesores e investigadores respecto a la investigación?, ¿o será que los docentes solo conocen parcialmente los verdaderos propósitos de la investigación y por eso esperan de ella algo que tal vez nunca recibirán? Además, ¿será de ayuda si los investigadores invierten tiempo en dialogar más con los centros educativos, en hablar directamente con los docentes, e incluso entrar a sus aulas a conocer sus inquietudes?
Muralla 2: las temáticas inútiles (para los profesores) que eligen los investigadores
De acuerdo a algunos estudios (Behrstock, Drill y Miller, 2009; Beycioglu, Ozer y Ugurlu, 2010; Boardman et al., 2005; Broekkamp y Van-Hout-Wolters, 2007; Everton, Galton y Pell, 2000; Perines y Murillo, 2017a; Vanderlinde y van Braak, 2010) uno de los principales motivos que aleja a los profesores de la investigación es que los investigadores, al momento de elegir los tópicos que van a indagar, olvidan los contextos reales donde se desenvuelven los docentes, el aula, el día a día, los problemas cotidianos de su práctica.
Por el contrario, los investigadores seleccionan temas que parecen ser interesantes para ellos mismos, y no para un docente no universitario, que trabaja todo el día con un grupo de niños o adolescentes.
Por ejemplo, los docentes que respondieron el cuestionario de Everton et al. (2000) asumen que los hallazgos de la investigación pueden llegar a ser valiosos para su trabajo, pero es urgente que los temas estudiados sean más precisos y tengan una mayor conexión con sus problemáticas cotidianas. Un elemento innovador de este estudio es que los autores preguntan a los participantes qué temas educativos les gustaría que fuesen investigados en el futuro. Los tópicos más mencionados son: comparación de diferentes estrategias de enseñanza (61%), modelos de comportamiento eficaces de los docentes (57%) y las estrategias para la enseñanza de las diferentes habilidades de los docentes (54%). Según ellos, no son precisamente estos temas los que han encontrado en la literatura de investigación que han podido consultar.
Si mencionamos un estudio más actual, vemos que en la investigación de Perines y Murillo (2017a), basada en entrevistas a un grupo de docentes españoles, gran parte de los participantes consideran irrelevantes los temas que eligen los investigadores, que incluso, se hacen reiterativos y poco atractivos. Para superar estas opiniones negativas, los profesores sugieren que los investigadores deben planificar y organizar sus estudios poniéndose en el lugar de los docentes y valorando sus puntos de vista. Algunas de las interrogantes que surgen a partir de esta “muralla” son, por ejemplo: ¿será necesario que los investigadores o los grupos de investigación realicen consultas periódicas a los centros educativos donde los docentes indiquen qué temas de investigación les parecen de interés?, ¿estarán dispuestos los investigadores a realizar esta acción como una parte fundamental de todo el proceso investigativo?
Muralla 3: la escasa formación en investigación del profesorado
La tercera muralla tiene que ver con la insuficiente formación en investigación que han recibido los docentes durante su preparación inicial y permanente. Este elemento es mencionado en una diversidad de investigaciones (Alhumidi y Uba, 2017; Borg, 2010; Demircioglu, 2008; Gitlin, Barlow, Burbank, Kauchak, y Stevens, 1999; Jyrhämä et al. 2008; Kutlay, 2013; MacDonald et al., 2001; Pendry y Husbands, 2000; Perines y Murillo, 2017b; Pring, 2017).
Por ejemplo, en el estudio de Alhumidi y Uba (2017) se menciona que para lograr que los profesores lean investigación, se deben potenciar sus capacidades individuales a través de una “alfabetización” al respecto. Pero una alfabetización que logre sensibilizarlos, y por ende, atraerlos hacia ella. Una acción alfabetizadora que ayudaría en este objetivo, sería la oportunidad de leer y escribir investigaciones durante su formación inicial y permanente. El término alfabetización en este contexto es también mencionado por otros autores, como por ejemplo Eccles y Wigfield (2002), y Vetter y Ingrisani (2013).
Respecto a esta muralla, es de vital importancia mencionar algunos de los resultados de aquellos estudios centrados en profesores en formación, los que aportan interesantes hallazgos. Por ejemplo, en el trabajo de Gitlin et al. (1999) nos dice que los docentes en formación piensan que en su preparación inicial conocen la investigación solo de manera superficial, que nada conocen del trabajo de los investigadores, el que además les parece alejado del contexto educativo. En otros estudios (Demircioglu, 2008; MacDonald et al., 2001) se indica que es fundamental que los programas de grado sean analizados críticamente con el objetivo de identificar y remediar sus debilidades. Idealmente, la investigación educativa con sus objetivos, etapas y hallazgos, debería tener una mayor representación y notoriedad en su formación.
Pero también hay algunas investigaciones con resultados más optimistas (por ejemplo, Demircioglu, 2008; Jyrhämä at al., 2008; Pendry y Husbands, 2000; Perines y Murillo, 2017b). Los participantes del estudio de Jyrhämä at al. (2008) destacan que en el curso en investigación realizado, han aprendido aspectos fundamentales de la investigación educativa, como observar la realidad, construir hipótesis, realizar búsquedas de información, elegir instrumentos para hacer el trabajo de campo, entre otras, lo que posibilita que tengan una buena imagen de ella.
Por su parte, en el estudio de Pendry y Husbands (2000) los participantes consideran que la investigación es importante como un medio para conseguir que la educación progrese. Resultados similares obtienen Haberfellner y Fenzl (2017) o Perines y Murillo (2017b), cuyos participantes creen que la obtención de conocimientos sobre la investigación les ayuda a prepararse mejor para su profesión, que es un conocimiento vital para sus estudios y para su futuro trabajo en las escuelas. Puntualmente en la investigación de Perines y Murillo (2017b) los docentes expresan opiniones favorables sobre los investigadores, al contrario de lo señalado, por ejemplo, por Gitlin et al. (1999).
Algunas interrogantes que pueden surgir a partir de esta muralla son: ¿de qué manera se pueden canalizar los resultados de los estudios aquí mencionados en la agenda de quienes elaboran los programas de formación de los futuros docentes?, ¿qué tan dispuestos están los profesionales que construyen los programas de formación (y responsables políticos dependiendo del caso), a realizar modificaciones en sus lineamientos?
Muralla 4: los resultados poco concretos e inútiles de los estudios
La cuarta muralla que mencionamos tiene que ver con la percepción de que los resultados de la investigación no aportan información útil para la práctica docente (Alhumidi y Uba, 2017; Anwaruddin y Pervin, 2015; Beycioglu et al., 2010; Boardman et al., 2005; Broekkamp y van Hout-Wolters, 2007; Joram, 2007; Lysenko et al., 2014; Nicholson-Goodman y Garman, 2007; Pendry y Husbands, 2000; Ratcliffe et al., 2005; Vanderlinde y van Braak, 2010; Williams y Coles, 2007).
La principal “queja” de los profesores es que la investigación no produce resultados que puedan ayudarles en su rutina diaria, ni tampoco les entrega consejos concretos para las actividades que llevan a cabo, así lo refleja, por ejemplo el estudio de Alhumidi y Uba (2017), donde un porcentaje importante de los docentes cree que la investigación educativa no es relevante para su enseñanza al carecer de utilidad práctica. En este trabajo, los docentes señalan que los investigadores no atienden a sus necesidades: construyen preguntas de investigación, o diseñan la metodología sin la debida consulta con los profesionales que están en aula.
Para los participantes de otros estudios, por ejemplo: Behrstock et al., 2009; Taylor, 2013; Perines, 2016. la investigación disponible no logra serles de utilidad por tres factores: su contenido, la forma en que es expuesta y la manera en que se difunde. El contenido les parece poco novedoso, la presentación prácticamente incomprensible y las formas de difusión parecen estar orientadas casi exclusivamente hacia el contexto de acción de los investigadores.
Como vemos, aunque los profesores no se contraponen a la existencia de estudios científicos, no están muy convencidos sobre la utilización real de sus hallazgos al no encontrar en ellos una forma concreta de aplicación y uso. Superar esta barrera, desde la perspectiva de Behrstock et al., (2009), requiere que las investigaciones proporcionen ejemplos posibles de extrapolar a situaciones reales de las clases, y que sean explícitas al señalar el contexto de estudio, considerando que los profesores son muy escépticos sobre la relevancia de los estudios realizados en otros escenarios (recordemos lo que indicamos en la primera muralla cuando hablamos de la situated generalization).
Sobre la utilidad de los resultados de la investigación encontramos opiniones más positivas en los hallazgos de Beycioglu et al., (2010), donde el 68% de los profesores (N=170), valora favorablemente los resultados de la investigación educativa, en oposición al 32% (N=80), que nunca los han tomado en cuenta.
Con excepción de este estudio, los profesores en general critican la falta de utilidad práctica de las investigaciones. Sobre esta muralla, ¿es válido que los investigadores incluyan en sus estudios algunas sugerencias más concretas para los docentes como posibles lectores?, ¿o esta acción iría en contra de la estructura tradicional de los artículos?, ¿estarán dispuestos lo investigadores a dedicar un apartado de sus estudios a una reflexión sobre la utilidad práctica de sus hallazgos?
Muralla 5: el lenguaje especializado en que es comunicada la investigación
Por último, nos encontramos con la idea de que la investigación da a conocer sus resultados de una forma demasiado especializada, haciendo uso de un lenguaje propio y casi incomprensible para un profesor no universitario (Bartels, 2003; Behrstock et al., 2009, Gore y Gitlin, 2004; Hemsley-Brown y Sharp, 2004; Latham, 1993; MacDonald, Badger y Whites, 2001; Murillo, Perines y Lomba, 2017; Ratcliffe et al., 2005; Shkedi, 1998; Vanderlinde y van Braak, 2010; Zeuli, 1994).
Respecto a este tema, los estudios de Gore y Gitlin (2004), Latham (1993) y Shkedi (1998); son categóricos sobre el rotundo rechazo por parte de los profesores al lenguaje poco claro, técnico y muy elevado de los artículos de investigación. Además, no logran entender fácilmente la información estadística que algunos de ellos utilizan. El estudio de Gore y Gitlin (2004) concluye que las investigaciones que se publican actualmente exigen a los profesores mayores competencias para comprender los resultados que proporcionan. Entre estas competencias está el manejo de la terminología propia de la investigación, la que, en general, es desconocida para la mayoría de ellos.
Y si hablamos de estudios innovadores respecto a este tema, nos encontramos con los trabajos de Zeuli (1994) y Bartels (2003), en los cuales, se pide a un grupo de docentes que lean artículos de investigación de distinto tipo. En el caso de Zeuli, los resultados del estudio reflejan que la investigación es más verosímil para los docentes cuando sus hallazgos tienen coherencia con su experiencia personal. Además, hay más posibilidades de que los docentes utilicen los resultados de la investigación si los artículos proporcionan casos similares a las situaciones que viven en sus propios contextos de enseñanza.
Por otra lado, Bartels, que en su estudio incorpora también la perspectiva de los investigadores, encontró que, para estos últimos, la credibilidad de un artículo se basa en la evidencia empírica que presenta, en cambio, para los profesores, un artículo será más creíble si este se relaciona con el trabajo de aula.
Replicando algunos aspectos de estos dos trabajos emblemáticos, Murillo, Perines y Lomba (2017) realizan un estudio similar, donde solicitan a sus participantes leer un artículo académico y otro de difusión. En general, los docentes son sumamente críticos con ambos textos, especialmente por ser teóricos y alejados de su contexto. Otros elementos criticados son el lenguaje, el uso de estadísticas en los artículos, además de la falta de utilidad práctica que puedan tener. Las palabras de uno de los participantes así lo reflejan: “Hay muchas cosas que se dicen en teoría, pero la práctica es otra. Entonces no sé si lo que leo acá pueda ser útil de manera concreta” (p.194).
La superación de esta muralla, ¿pasa por un tema de “simplificación” del lenguaje científico, o esto pondría a la defensiva a los investigadores, quienes se opondrían a cambiar las formas en que se comunica el método científico?, ¿o más bien se necesita más preparación de los docentes (en formación y en ejercicio) para que comprendan mejor los artículos? O tal vez, ¿llegó el momento de que los investigadores escriban también artículos de difusión y no solo aquellos que, con abundancia de elementos estadísticos, se procuran publicar en revistas indexadas de reconocido prestigio?
Conclusiones
De todo lo expuesto en este artículo podemos obtener varias conclusiones, y con ellas buscamos, principalmente, proponer algunas formas de solucionar o superar “las murallas” que aquí hemos descrito. Para facilitar su exposición las hemos enumerado:
1. En primer lugar podemos afirmar que todas las murallas que hemos descrito se relacionan entre sí. Por ejemplo, la visión de la investigación como un conocimiento ajeno al contexto de los docentes, es casi inherente a la crítica a los temas elegidos por los investigadores. La escasa formación en investigación de los profesores es uno de los motivos por el cual estos señalan que no comprenden los artículos o que los encuentran inútiles. Estos elementos no surgen de manera aislada sino que están en constante diálogo e interacción, por lo que también puede ocurrir que la superación de uno de ellos vaya a potenciar la optimización del resto.
3. Un posible camino para superar estas murallas es lo que mencionan Anwaruddin y Pervin (2015), cuando critican la mala actitud de las instituciones educativas para apoyar y alentar a los profesores a que consulten investigación. Para cambiar esta situación, abogan por el desarrollo de culturas organizacionales al interior de los centros educativos, que podrían apoyar el compromiso de los profesores con la investigación. Lograr que exista esta cultura requiere que los líderes de las instituciones asuman esta problemática como parte de sus políticas internas, gestionando recursos, tiempo y esfuerzo en, por ejemplo, formación permanente de sus profesores en temas de investigación, análisis en común de resultados de estudios, o la apertura a la realización de proyectos de investigación-acción.
4. Para lograr cambios sustanciales también es fundamental que se supere la supremacía exclusiva de la llamada “práctica basada en la evidencia” (Taber, 2013; Wodarski y Hopson, 2012) según la cual, los docentes deben integrar la investigación en la toma de decisiones casi como la aplicación de una fórmula exacta a un problema determinado.
No se trata de erradicar esta idea, sino de asumir que las vivencias particulares de los docentes también tienen importancia; su contexto es vital en la forma en que valorarán los aportes de la investigación (Tardif, 2004). Tal como menciona Bennett (1986), no basta con “lo que funciona”, sino que la investigación debe ser complementada con la interpretación contextual y vivencial de los agentes educativos (Beauchamp y Thomas, 2009; Pring y Thomas, 2004).
5. Otro camino tiene que ver con la evaluación de la función investigativa de las universidades. Por ejemplo, en el año 2011, los consejos de financiación de la investigación en el Reino Unido anunciaron que la investigación financiada con fondos públicos dentro de las universidades se evaluaría no sólo por su calidad como investigación, sino también por su “impacto”, lo que en el año 2014 dio origen al The Research Excellence Framework, modelo que no estuvo exento de críticas.
Tal como mencionamos en el apartado anterior, “lo que funciona”, no parece ser suficiente criterio para evaluar adecuadamente el impacto de la investigación, pues no se trata de buscar un beneficio directo y casi automático. Sin embargo, si estamos buscando soluciones para superar las murallas no sería descabellado pensar que, en un futuro, las universidades de países iberoamericanos invirtieran energía y recursos en una evaluación del “impacto”, dentro de los parámetros consensuados de lo que se entenderá como “impacto”, y respetando los puntos de vista de investigadores y profesores.
6. Parece ser que detrás de todas las murallas subsiste un problema en común: las expectativas previas de investigadores y profesores frente a la investigación son radicalmente diferentes. Cuando un investigador lleva a cabo un estudio (lo que incluye su planificación y puesta en marcha) lo que pretende en primera instancia, es contribuir a la comunidad científica nacional e internacional, pero también intenta avanzar en su carrera académica dependiendo de los criterios y normativas de su país.
En un camino diferente, y tal como lo respaldan los estudios de Zeuli (1994) o Bartels (2003), los docentes esperan que la lectura de un artículo de investigación les proporcione enseñanzas concretas y no solo un conocimiento abstracto, tal vez valioso, pero poco útil para sus problemáticas diarias. Da la sensación de que este es uno de los problemas de fondo de esta cuestión y uno de los más difíciles de solucionar, ¿cómo pedimos a un investigador que olvide su carrera académica? Y al mismo tiempo, ¿cómo pedimos a un profesor que no piense en la realidad concreta de su aula al leer un artículo de investigación? Estas últimas preguntas nos invitan a realizar una reflexión final sobre cómo es posible reconciliar o acercar los discursos de investigadores y profesores.
Tal vez no se trata de que estos cambien sus expectativas previas sino de lograr que ambos entiendan y acepten sus propios contextos de acción. Con una real empatía, con instancias reales de diálogo y reflexión, con apoyo de las universidades y también de los directivos de los centros educativos, se puede iniciar un camino de entendimiento paulatino y gradual.
No será fácil, habrá más murallas que superar, pero debemos esforzarnos, especialmente nosotros, los investigadores, siendo capaces de mirar críticamente lo que hacemos, y de realizar acciones concretas que nos acerquen a la realidad educativa.
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